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La ciudad o el Nombre de la Cosa

Gilberto Berríos*

Hay una cosa que se llama país, donde hay campos y ciudades, donde hay gente. Y la gente toda la de las ciudades y la de los campos por igual se llaman ciudadanos de ese país.

En los países hay gente virtuosa y gente viciosa y las tradiciones destacan las virtudes de los campesinos y los vicios de los citadinos. Pero el gran compendio de todo lo mejor que puede ser una persona en cualquier parte del país son las virtudes ciudadanas, no las campesinas.

Las ciudades pequeñas se llaman pueblos, pero los pobladores pueden vivir en cualquier parte de un país. Únicamente los que viven en los pueblos son, además de ciudadanos y pobladores, pueblerinos, es decir, una especie de campesinos venidos a más pero no mucho más-. En algunos pueblos pequeños que reciben el nombre de villas, sus habitantes prefieren que no se les llame villanos: algunas villas no son sino las residencias de descanso de ciertos acaudalados ciudadanos urbanos que han hecho todos los "méritos" para que muchos conciudadadanos indignados los llamen villanos a sus espaldas.

Algunos ciudadanos se llaman paisanos entre sí, reconociéndose como pobladores de la provincia más que del país. Por otro lado, saberse poblador no da categoría ni elegancia porque la palabra tiene sabor a censo y a multiplicador de la especie. Estas apreciaciones, que poco importan al campesino y al pueblerino, determinan que el citadino se considere preferentemente ciudadano. En el extremo de la delicadeza terminológica, algunos citadinos se llaman a sí mismos ciudadanos urbanos por la misma razón que hace que a un citadino creativo le guste llamarse artista mientras llama artesano a un campesino igualmente creativo.

La buena educación se llama urbanidad y se acompaña de la coletiIla de las buenas costumbres. Según esta visión, no parecen tan buenas las costumbres del campo (lo que pudiera llamarse la "campesinidad") a pesar de sus tradicionales virtudes. Contradictoriamente, en las grandes urbes, la urbanidad se ha perdido.

En latín, si un individuo era bondadoso, afable o dulce, se decía que era civilis, pues todas esas características eran consideradas dignas de un ciudadano. Las personas que regían o aspiraban a regir los asuntos públicos de la urbe romana debían ser muy especialmente civiles para ejercer el gobierno en una época en que el mismo se entendía como un mandato para negociar el precio del vino y del trigo, hacer plazas y edificios, tender caminos, limpiar cloacas. Es evidente que se precisa un gran sentido de la moral para ejercer actividades tan poco tentadoras. Algunos ciudadanos, sin embargo, parecen encontrar muy tentador el ejercicio del gobierno. Son los políticos (los mismos que, en Grecia, administraban la polis, es decir, la ciudad como Estado, y que hoy en día, administran el Estado como si fuera una ciudad.)

Muchas personas detestan las ciudades por causa de sus habitantes, quienes a falta de quietud se vuelven poco humanos, a sobra de impresiones fuertes se vuelven indiferentes, a goce de grandes obras públicas se vuelven desdeñosos. La ciudad les abrevia los sudores y las tosquedades que apenan la vida del campo y, a cambio, les da ocios y artes finas que rara vez coinciden en el tiempo. El ciudadano de la ciudad no es que sea tosco en el trato: está apurado. No es que suda: está ocupado. Pero, aunque el ocio del arte no parece caber bien en la vida de quienes distinguen entre sus secreciones glandulares y las de un campesino, son las ciudades las que, al paso de las artes, marcan el ritmo de la civilización.

¿Y qué es el pueblo? En general, la gente, el país, que incluye a todos los habitantes. En otro sentido, el pueblo son sólo los habitantes rasos, la gente común y humilde de un país, quienes por comunes y humildes quedan tantas veces fuera del progreso. En este sentido, muchos ciudadanos urbanos (y más de un villano) no son pueblo. Casualmente, muchos de estos ciudadanos y villanos son los que escriben la historia de los pueblos.

El progreso ("la marcha de los pueblos hacia adelante") se ha identificado siempre con la abundancia que se acumula en las ciudades. Así, la historia occidental ¿la historia del mundo? ha consistido en un esfuerzo civilizatorio en el que lo urbano ha significado progreso, el epítome del bienestar material que lubrica el desarrollo de los espíritus y les da la posibilidad de hacerse refinados, hasta el extremo de pensar como Cortázar que el campo es ese lugar donde los pollos están crudos.

Sólo recientemente hay progresistas que hablan de la necesidad de la "rusticización" occidental. En muchos de sus corazones late un sueño en el que irrumpen grandes compañías rusticizadoras, con sus aplanadoras, tractores y palas mecánicas, dispuestas a sustituir las perpetraciones urbanas por campos y colinas verdes. Pero en latín, rusticus era el habitante del campo, el aldeano, la persona simple, sencilla e ingenua, pero también palurda, grosera, tosca, torpe y zafia. En estos términos, rusticizar sería equivalente a un regreso. Todos (y, particularmente, los ciudadanos urbanos) sabemos que, en un sentido exacto, la marcha hacia atrás no existe. Por eso nos contentamos con parques y plazas.

De modo que civilizar (¿urbanizar?) es mejor que rusticizar. De modo que las virtudes aldeanas están bien sólo en el campo, pero no allí donde se empolla el avance de la humanidad. ¿Será porque tales virtudes son fastidiosas? ¿Será porque alcanzarlas requiere, entre otros estoicismos, caminar envuelto entre mosquitos y boñigas? ¿Será porque un progreso virtuoso resulta poco funcional? ¿O será simplemente que lo urbano tiene la virtud de dar otros nombres (y muchos más nombres) a las mismas cosas?

País: urbes, ciudades, pueblos, villas y campos. Pueblo: pobladores citadinos, pueblerinos, villanos y campesinos, todos ciudadanos, algunos paisanos, otros urbanos, algunos artistas, otros artesanos. Costumbres: virtudes ciudadanas, buenas costumbres, urbanidad, moral. Historia: progreso de los pueblos, civilización, política, urbanizar, ¿rusticización?, ¿regreso?. El campesino acaso cree que todo ya está dicho y por eso no escribe. Muchos citadinos sí porque creen que decir las mismas cosas de otra manera cambiará el mundo.
*Licenciado en Idiomas Modernos (Universidad Metropolitana) y Especialista en Gestión de Servicios de la Información (USB), miembro del Dpto. de Idiomas

Universalia nº 2 Sep-Dic 1990