Arminda "Hanoi" Reyes*
Todos los sábados la veíamos bajar, con su atado de flores (hijos, claveles, geranios y gladiolas) en la espalda; la crineja larga que se dejaba colgar por delante y que como una lluvia oscura y aceitosa caía sobre la frente del pequeño niño que llevaba en sus brazos. En su recorrido largo hasta el mercado, iba dejando un reguero de perfume por toda la montaña. A mí siempre me impresionaron sus ojos oscuros, que miraban a los lejos, como queriendo ir más allá de donde estábamos. Qué es lo que quiere comadre, le preguntaba yo, cuando en unos de sus viajes al mercado se paraba a descansar un rato frente a la casa a tomar agua fresca. Un día iré a ver el mar, me decía, y los ojos se le iban detrás de un horizonte que nunca había conocido. Creo que ya estaba oyendo unos pájaros, que decía ella, vivían libres en el mar, sobre las aguas.
Mi comadre Mariel toda la vida fue así. De pequeña, ella moneaba los mangos y los cotoperíes, andaba de rama en rama atrapando chícharros o periquitos carasucios. Su papá la bajaba, le halaba las crinejas, que ya eran largas, y le decía, "vamos para la casa, esos son juegos de varones, vaya a jugar con su muñeca de trapo, vaya a ayudar a su mamá en la cocina". Ella se iba calladita, no lloraba, a jugar con su muñeca o a tostar el café con su mamá. Pero apenas salía su papá para el campo, y ¡zuas! salía corriendo por la vereda del río a ver si cazaba las babas, "Mariel, me salió marimacho", decía su mamá. Un día me dijo que ella se iba, que había escuchado de un sitio grande donde estaba el mar y que la gente se metía como en unas casas grandes que iban por el agua y podía ir a otras tierras. El día que la casaron con el dueño de la granja de flores, ella dejó de correr por las veredas del río, no subió más a los mangos, ni salió en las noches a contemplar las estrellas. Mantenía la casa, hacía la comida, lavaba a la orilla del río, tenia hijos, criaba (hijos, gallinas, pavos, conejos, cochinos), cultivaba flores, cortaba y bajaba flores los sábados al mercado, con la crineja de lluvia oscura por delante. Por fin Mariel seguía el ejemplo de su mamá, de su abuela, de la mamá de la abuela, y así la última vez que bajó al mercado, no se detuvo, paso rápido con su reguero de flores y perfumes, con que embalsamaba la montaña. Adiós comadre, me dijo, y floreció en sus labios una margarita de centro rojo. Yo no la veía sonreír desde los tiempos de cazar venados; su mirada era más larga que de costumbre.
Yo no lo entendí en ese momento. Me extrañó su pelo suelto, eso sí, y el andar rápido, como que si un tren la fuera a dejar en la estación. Su marido siempre que pasa por aquí me pregunta que si yo no sé nada, que en el mercado le dijeron que ella no llegó ese día con las flores. Yo lo miro y le respondo: a lo mejor se la llevaron los duendes compadre. Adiós comadre, me dijo, cuándo vendrá a buscarme, yo también quiero conocerlo.
*Ingeniero de Materiales USB
Universalia nº 2 Sep-Dic 1990