Arturo Uslar Pietri
En 1958, Arturo Uslar Pietri publicó una antología de los textos que según su informado criterio habían ido dibujando a lo largo de los siglos el perfil de esa ambigua entidad pluricultural que se ha denominado "'Civilización Occidental". Esta selección es riesgosa, ya que de inmediato invita al lector a objetar omisiones o predilecciones no compartidas. Su alcance es también limitado, puesto que una civilización es mucho más que sus textos, por representativos que éstos sean, e incluye manifestaciones negativas que aquí tienden a ser soslayadas. Sin embargo, a través de este "Sumario", Uslar logra llamar nuestra atención sobre ciertos fragmentos nodales que en gran parte informan nuestras creencias, valores y formas de vida en la actualidad. La antología incluye escritos de filósofos y científicos, literatos, políticos y maestros religiosos. Universalia encuentra útil acoger en sus páginas no sólo la lista de los autores y textos elegidos, sino también la "Introducción" de aquel Sumario de la Civilización Occidental donde el proceso que va del Génesis bíblico a los escritos de Sartre, pasando por San Agustín, Shakespeare y Marx, es presentado y comentado por Uslar con su habitual capacidad de síntesis. Tal vez esta publicación señale a nuestros lectores el camino hacia algunas lecturas que amplíen su horizonte. Como es natural los treinta y tanto años transcurridos desde la publicación de aquel libro dejan por supuesto un vacío. Universalia invita a sus lectores (estudiantes y profesores) a proponer y razonar cuáles son los textos fundamentales de ese período. Igualmente queda abierta a la expresión de divergencias o nuevas propuestas acerca de esta selección y los criterios que la fundan. El libro, que además viene enriquecido con notas informativas acerca de cada texto, se ha reeditado varias veces (Madrid. Edime) y es fácilmente asequible en bibliotecas y librerías.
Pertenecer a una civilización es compartir una concepción del mundo, poner fe en determinados valores morales, aceptar ciertos símbolos, participar en recuerdos, emociones y sentimientos comunes y recibir y aceptar determinados conceptos sobre el carácter del hombre, su misión en la sociedad y su destino final.
Cada una de las grandes civilizaciones, tanto pasadas como presentes, tiene sus características concepciones y sus reglas de conducta. No es igual la concepción del hombre, de sus deberes y sus ideas, para un indio maya, para un mongol de la época de Gengis Khan, para un egipcio de la época de Akhnatón, para un chino servidor de la dinastía Ming, para un ateniense del siglo de Pericles, o para un cruzado del siglo XII.
Entre todas las civilizaciones de que tenemos conocimiento, una de las más duraderas, extensas, variadas y ricas es precisamente la llamada "civilización occidental", que se formó entre las riberas mediterráneas y las selvas germánicas del norte de Europa y que se extendió luego no sólo a toda Europa y América, sino que entró en contacto, como elemento dominador e influyente, con todos los pueblos y civilizaciones del resto de la tierra, que de ella recibieron e incorporaron ideas y técnicas. Es decir, vino a ser la más universal de todas ellas.
Los hombres que vivimos en el ámbito de la civilización occidental somos los herederos, los usuarios y también los continuadores de un conjunto de valores que no sólo nos caracterizan, sino que, además determinan en gran parte nuestras acciones individuales y colectivas.
La civilización occidental se caracteriza superficialmente por su prodigioso desarrollo de las técnicas y de las aplicaciones prácticas de la ciencia. Ha sido, entre todas, la que inventó los motores y las máquinas de trabajo; la que hizo los aparatos de volar y de sumergirse en el mar; la que encontró manera de atravesar los cuerpos opacos, de utilizar la electricidad para las comunicaciones, y el modo de liberar la energía que estaba prisionera dentro del átomo. Pero todos estos prodigios mecánicos que tanto nos enorgullecen, no son, finalmente, sino el resultado de una determinada actitud de la mente humana ante el mundo, de un modo de concebir los hechos y desarrollar la ciencia, de una manera de recibir y conocer los hechos de la experiencia, que es característica de la civilización occidental.
No hemos inventado el fonógrafo porque somos más inteligentes que los chinos o que los mayas, sino porque nuestra mentalidad estaba orientada de tal manera, que de ciertos conocimientos generales, acaso sabidos desde los más remotos tiempos, teníamos que esforzarnos en sacar aplicaciones prácticas que sirvieran para facilitar la tarea de vivir. Esa orientación general de la mentalidad de los que pertenecen a la civilización occidental es la que en verdad la caracteriza y la que importa conocer.
Nuestra civilización occidental no es el fruto de una sola época, ni de un solo pueblo, sino que se ha hecho y se sigue haciendo a lo largo de muchos siglos en variados escenarios y con la intervención de diversos pueblos y de distintas circunstancias.
Es como un río, que no nace de una sola fuente, sino de innumerables fuentes y afluentes, que son los que lo constituyen y le dan su carácter definitivo.
Una de esas fuentes, sin duda, está en Atenas. Muchas de nuestras nociones fundamentales sobre la dignidad del hombre, la felicidad, la libertad y los ideales de conducta nos vienen del pensamiento y del ejemplo de los griegos. Aunque no nos demos cuenta, viven en medio de nosotros conceptos y nociones que expresó Sócrates o que cantó Homero. Cuando al azar de una lectura los encontramos no podemos menos de sorprendernos ante el aire de cosa familiar con que se nos presentan. La herencia griega se amplió luego y se modificó con la experiencia romana, que fue la de un Estado universal, que tuvo que crear estructuras administrativas y jurídicas para regir los pueblos más diversos. De ellos nos vienen el amor a la Patria, la noción del derecho, la concepción del Estado y del Imperio. Sin embargo, hay otra fuente y raíz muy viva entre nosotros que era extraña a los griegos de Pericles y a los romanos de Augusto.
Esa otra raíz que nutre nuestra concepción del destino ulterior del hombre, el concepto de la moral como amor y la idea de un Dios único, de misericordia y justicia, o en otras palabras, la concepción del mundo como un transitorio "valle de lágrimas", nos viene de los judíos. Tanto, o acaso más que los descendientes espirituales de Platón o Aristóteles, somos los hijos de Abraham y de Moisés, y los redimidos de Jesús. En el fondo de nuestra conciencia los preceptos del Derecho Romano se mezclan con los mandamientos del Decálogo y con las conmovedoras enseñanzas del Sermón de la Montaña.
Quien nombra a Abraham, nombra un pasado cultural que sale de los sumerios, y quien nombra a Moisés evoca el ámbito de la cultura egipcia a la altura de la XVIII Dinastía. igualmente, al hablar de los griegos habría que remontarse a los aqueos invasores del norte, a los cretenses del sur, a los fenicios que hicieron alianza con Salomón, de quien entre otras cosas nos viene la noción mística del amor y del desengaño de la sabiduría que está en el comienzo de toda verdadera sabiduría.
De todas estas fuentes se ha alimentado el río de nuestra civilización occidental. Pero aún hay otras, que no podemos menospreciar. La civilización occidental florece en el hitlerland de Europa, cuando los griegos ya eran arqueología y el imperio romano un vago tema retórico, en tierras de galos, íberos, germanos, sajones, daneses y eslavos, que es todo eso que, con admirable simplicidad, los antiguos llamaban los bárbaros. En contacto con esos pueblos el latín va a dar nacimiento a otras lenguas, que es como dar nacimiento a otras almas, las instituciones del Derecho Romano se van a mezclar con las de esas naciones para dar origen a nuevas formas de sociedad y de relación como, por ejemplo, el feudalismo. El cristianismo que se va a propagar en Europa ya no es el de Jerusalén, ni el de San Pablo, ni siguiera el romanizado cristianismo de Teodosio, sino una religión que ha incorporado preocupaciones temporales y tradiciones locales y que se ha forjado en la lucha de la creación de una nueva sociedad, en los centros de oración, de educación, de trabajo, de política y hasta de guerra que fueron las congregaciones monásticas de la Edad Media.
Esa Europa que se va a forjar en la tensión y las oposiciones de lo mediterráneo y lo germánico, de lo pagano y lo cristiano, de lo clásico y lo bárbaro, de lo natural y lo sobrenatural, de lo local y lo universal es la hoya en que las aguas vivas de todas las fuentes cercanas y lejanas se mezclan para formar el río de la civilización occidental.
Pero esa civilización, debido a sus propias características, no podía permanecer encerrada dentro de las fronteras naturales del país europeo. La invasión de los árabes trajo, en el siglo VIII, un violento estimulante reencuentro con las raíces griegas y orientales de la civilización. Los venecianos, a través de Constantinopla, mantuvieron una puerta abierta hacia el Oriente. Las Cruzadas pusieron toda la Europa que podía marchar en el camino de Bizancio, de Damasco, de El Cairo y de Jerusalén que era como volver a abrir una vía hacia el legado griego, el cristianismo primitivo, la herencia del imperio universal de Alejandro y el deseo de conocer los países más remotos. Las primeras semillas del Renacimiento y de la Reforma se plantearon entonces.
Más tarde vino el descubrimiento de América, que hizo del Atlántico el nuevo Mediterráneo de la civilización occidental, y le dio a ésta una vocación ecuménica. Españoles, portugueses, ingleses y franceses, ayudados por los grandes navegantes italianos, trajeron la civilización occidental, en el punto a que había llegado en el siglo XVI, para replantarla en un vasto continente nuevo, poblado por hombres distintos, donde existían desde las altas civilizaciones de México y del Perú hasta las primitivas tribus de recolectores y cazadores de las Antillas y de la costa atlántica. De ese contacto nacieron experiencias, mestizajes y nuevas formas que no sólo afectaron a la civilización transplantada a América, sino que, de rechazo, también surtieron su efecto sobre la entonces remota Europa. El mito de la bondad natural del hombre en el estado salvaje, que tantos efectos ideológicos y políticos iba a tener en la historia europea, surgió de las primeras relaciones que llegaron sobre el indio americano. Palabras indígenas entraron en todas las lenguas modernas, tales como: "caníbal", "huracán", "canoa", "hamaca"; y se descubrieron muchos productos y costumbres que iban a cambiar la fisonomía y el carácter de los occidentales, como la papa, el tomate, el maíz, el tabaco, el chocolate y el caucho. De un modo caricatural, acaso, podría definirse nuestra civilización como la del tabaco y el caucho, por la importancia que esos productos tienen en las más características formas de nuestra vida, y, sin embargo, antes del descubrimiento de América, ningún europeo los había conocido.
El descubrimiento de América desempeña un papel importante en todo ese complejo fenómeno que de una manera demasiado simple llamamos Renacimiento, cuando en verdad, más que renacer de algo, fue descubrimiento de muchas cosas y en especial del mundo y del hombre, un mundo más vasto y vario y un hombre más completo y realizado.
Es durante el Renacimiento cuando de un modo claro se pone de manifiesto una de las características más propias de la civilización occidental: su tendencia al individualismo, al particularismo, a la liberad de espíritu, a la negación y a la disidencia. Cada quien pretende poner en duda todo lo recibido y hallar su propio camino hacia nuevas verdades. Las guerras de religión son una faz de este fenómeno, que encuentra su expresión más clara en el pensamiento de Descartes. Una actitud de duda, pero no como excusa para permanecer en la inercia, sino como método de trabajo y estímulo para la acción creadora.
El gusto por la duda no es sino una forma de amor por la razón. Dudan los que aspiran a encontrar razones indudables. Uno de los conflictos fundamentales y más fecundos en creaciones y hallazgos de la civilización occidental ha sido la lucha sin término que se ha librado en su alma entre los oscuros imperativos de lo vital y las aspiraciones sobrehumanas de la razón. Acaso el mito que mejor encarne esa lucha sea el de Fausto, el hombre desengañado de la ciencia que se entrega a las demoníacas tentaciones de lo instintivo. Fausto es, en cierto modo, la epopeya del irracional sentimiento del pecado que ha marcado siempre el destino de la civilización occidental. Lo escribe Goethe, precisamente, al prepararse Europa a salir del siglo más enamorado de la razón para caer, como en un regreso pecaminoso, en las oscuras tentaciones del romanticismo y de las revoluciones.
Junto con la revolución política en Estados Unidos, en Francia y en la América Latina, ocurre la revolución industrial en Inglaterra. Hace su aparición el reino de la máquina, que va a crear las vastas ciudades modernas, los mercados mundiales, el proletariado urbano y las grandes luchas sociales entre el capital y el trabajo. Lo anuncia Adam Smith, con su nueva concepción de la riqueza; le da su aspecto de guerra social Marx, con su manifiesto, y procura resolverlo dentro de un nuevo concepto de la caridad cristiana el Papa León XIII. La revolución industrial y la competencia de mercados abre también el período de las grandes guerras, primero continentales, como la franco prusiana de 1870, y después mundiales como las de 1914 1918 y 1939 1945. En un lapso de treinta y un años, diez fueron de guerra mundial.
Al término de la Segunda Guerra Mundial se lanza la primera bomba atómica, que es, seguramente, el comienzo de una nueva revolución técnica, económica y social más vasta y profunda que la de la llamada revolución industrial. La civilización occidental se asoma a un tiempo en el que se vislumbran medios de comunicación supersónicos, plantas automáticas de producción que, prácticamente, no requerirán de la mano del obrero, cerebros electrónicos que podrán resolver las más complicadas operaciones de cálculo. En ese tiempo venidero el gran problema no será ya, como en el pasado, el del trabajo, sino el del ocio y su empleo, porque las fábricas automáticas liberarán progresivamente millones de hombres de la necesidad del trabajo.
Pero al mismo tiempo que podemos prever posibilidades tan extraordinarias y excitantes, se acumulan las más negras amenazas sobre el porvenir de la civilización y hasta sobre la misma sobrevivencia del hombre sobre la tierra. La posibilidad de una guerra mundial atómica se cierne sobre todos los seres como una espantosa amenaza de destrucción total. La lucha entre liberales y nazi fascistas ensangrentó el planeta, para ser sucedida por la llamada "guerra fría" entre los Estados Unidos, acompañados por los países que no han renunciado por entero a la tradición liberal y cristiana, y Rusia y los países de la órbita soviética, que hoy comprende la mayor parte del Asia. La civilización occidental confronta una gran crisis ideológica y política que puede considerarse, en su forma más simple, como la pugna entre los comunistas y los partidarios de la libertad.
No faltan quienes vean con ojos pesimistas el porvenir de la civilización occidental y lleguen a considerar que se acerca a un final catastrófico, y que una amenaza de vejez o de muerte pesa sobre ella. Para anticipar lo que nos espera, muchos han ido a buscar situaciones análogas en la historia de otras civilizaciones desaparecidas. En este sentido se destacan las obras del alemán Oswald Spengler y del inglés Arnold J. Toynbee.
Una civilización que ha durado por tanto tiempo, en un escenario tan vasto y tan variado, confrontada con las más diversas y peligrosas circunstancias, tiene por fuerza que presentar un aspecto complejo y confuso. La pugna, la disidencia, el individualismo han sido, precisamente, sus más notables características. Sin embargo, a lo largo de todas esas contradicciones y luchas, ha habido ciertos principios e ideales que nunca han sido abandonados, y que son, por eso mismo, los que constituyen lo más característico de la civilización occidental, es decir, su verdadero espíritu.
Ha habido en ella siempre una idea básica de la dignidad natural del hombre, como si al nacer hubiera sido dotado de ciertos derechos. El hombre ha sido para ella el centro y la coronación del Universo y no un insignificante servidor de una sangrienta divinidad o de un déspota sagrado. Su mayor admiración ha sido siempre para aquellos que han afirmado la independencia de su espíritu y que han salido, solos y contra todos los obstáculos, en busca de la verdad. El primero y más preciado de los dones ha sido para ella la libertad. Su religión, el cristianismo, tiene como base el concepto de que el hombre es libre y, por lo tanto, responsable, y aun las formas más absolutas de tiranía política que han aparecido en ella han pretendido no ser otra cosa que una dura y transitoria escuela para una ulterior y mejor libertad. La dictadura comunista misma no pretende ser sino un áspero camino para una futura libertad tan completa como el hombre no ha conocido hasta ahora. Su ideal fundamental ha sido el de una vida privada vivida plenamente, útilmente, pero con independencia. Es decir, el ideal de servir y el de vivir con mesura. Nada le es más ajeno que los grandes excesos de piedad o de violencia.
La ciencia y las técnicas occidentales son comunicables. En realidad, todos los pueblos de la tierra se han beneficiado de ellas y las han adaptado de una u otra forma. Pero el japonés o el indostano que construye aviones o que estudia cálculo infinitesimal o física nuclear, y que podría hablar de igual a igual con cualquier colega de Chicago, Londres o de Berlín, advertirá de inmediato las diferencias conceptuales y emocionales que los separan en las maneras de sentir y expresar el placer y el dolor, o en la actitud ante lo sobrenatural, o en la manera de concebir el bien y el mal. Estos son, precisamente, los rasgos que caracterizan la civilización occidental y que crean un aire de familia o una consanguinidad espiritual entre todas las variadas naciones que, en cinco continentes, forman parte de ella, que son los que hacen que un escocés se sienta más próximo de un argentino que un judío de Casablanca del musulmán que habita en la casa vecina.
Esas diferencias conceptuales y emocionales, que llegan casi a formar una segunda naturaleza de hombres, son las que hacen dramáticamente difícil el contacto y la comprensión entre hijos de distintas civilizaciones. Esto lo podemos ver, de un modo ejemplar y valedero para todos los tiempos, en la maravillosa historia que nos cuenta Herodoto del encuentro entre el ateniense Solón y el libio Creso, que era un hombre del Oriente. Contemplaban la vida y el mundo desde ángulos distintos y medían el valor de las cosas y los sucesos con medidas diferentes. Era, literalmente, como si hablaran en dos lenguas distintas.
El objeto de este libro es reunir en una forma fácil algunos de los textos en que la civilización occidental ha expresado sus caracteres esenciales y que, al mismo tiempo que han servido para expresar lo más permanente de su espíritu, han influido sobre los hombres y los sucesos que han hecho su historia.
Allí está el Decálogo, junto a la despedida de Héctor y Andrómaca, y están Platón y Aristóteles cerca del Sermón de la Montaña, porque de todos ellos viene una poderosa corriente que gobierna, consciente o inconscientemente, nuestras vidas. Está el misticismo naturista de San Francisco, el ideal del cortesano del Renacimiento y la noticia del descubrimiento de América de Colón. Están los textos de la emoción racionalista que se apoderó de Europa en los siglos XVII y XVIII. Están los grandes mitos, como Don Quijote y Fausto, y las grandes conmociones colectivas, como las Cruzadas, el Descubrimiento del Nuevo Mundo, la Reforma, la revolución liberal, la revolución socialista y las guerras mundiales.
No hay casi nada de la filosofía pura ni de la ciencia pura, porque ha parecido preferible poner las lomas en que esas nuevas concepciones se convirtieron en fermento activo de la historia y en ideales de vida.
Por esa misma razón, éste no es un libro de doctrina coherente, y no podría serlo porque la civilización occidental no tiene una doctrina coherente, sino que se ha caracterizado por la disidencia intelectual, política y social. Tampoco pretende ser un libro de aprendizaje, sino a lo sumo, un álbum de recuerdos, donde los hijos de nuestra civilización podrán encontrar las fuentes y las expresiones originales de muchas ideas y actitudes que ya han entrado a fundirse en esa segunda naturaleza de la que están hechas nuestras atracciones y nuestras diferencias con las demás civilizaciones presentes y pasadas de la Humanidad.
En una hora de tanta vacilación y angustia como la que vive el mundo puede ser útil una obra de esta clase, en la que cada uno de los hijos de la civilización occidental, en mayor grado cuanto menos culto sea, puede revivir la conciencia de las fuentes de donde viene su propio ser espiritual y de las concepciones, no pocas veces contradictorias, que condicionan, tanto en lo individual como en lo colectivo, su destino.
Un libro concebido con semejante propósito tiene la fatalidad de que habrá de parecer, a cada quien desde su propio punto de vista, incompleto. Sin embargo, el recopilador se consuela al pensar que en futuras ediciones podrá enriquecerlo con muchas de las cosas que por su ignorancia ha omitido, y también que ninguno de los textos aquí incluidos podría dejar de figurar en un libro que pretendiera llenar iguales fines que éste.
Es decir, que, con todas sus imperfecciones, viene a llenar una necesidad que cada día se ha hace perentoria para mayor número de hombres, en una hora en que, para saber adónde vamos, necesitamos, entre otras cosas, saber lo mejor posible de dónde venimos.
La Biblia (Antiguo Testamento): Génesis, El Decálogo, (Deuteronomio), Salmos 8, 19, 23 y 29, Eclesiastés, El Cantar de los Cantares.
Homero ( s. IX VIII a de C): La Ilíada: Despedida de Héctor y Andrómaca.
Herodoto (s. V a de C): Los nueve libros de la historia: Solón y Creso.
Pericles (s V a de C): "Discurso en loor de los atenienses muertos en la guerra del Peloponeso".
Isócrates (436 388 a de C): "Sobre la seguridad pública".
Platón (427 447a. de C.): Diálogos. "La muerte de Sócrates".
Aristóteles (384 322 a. de C.): Moral a Nicómano: "Rápida recapitulación de la teoría de la felicidad".
Marco Tulio Cicerón (106 43 a. de C.): Los Oficios "Cuatro vínculos de sociedad. El más fuerte es el de la patria".
Virgilio (70 19 a. de C.) Las Geórgias. Libro II.
Jesús de Nazareth. "El sermón de la montaña" (Mateo 5 7).
Séneca (4 a. de C 65): "Consolación a Marcia"
Epiceto (siglo I): "Máximas".
Marco Aurelio (121 180): "Reflexiones".
San Agustín de Hipona (354 430): La Ciudad de Dios "Cómo los hombres, aun con el crudo rigor de la guerra y todos los desasosiegos e inquietudes, desean llegar al fin de la paz, sin cuyo apetito no se halla cosa alguna natural".
Justiniano (483 565): "Institutas".
San Bernardo (1091 1153): "Al Conde y próceres de Bretaña en nombre del Abad de Claraval, a favor de la Cruzada".
San Francisco de Asís (1182 1226) "Canto al sol"/ "Oración por todos".
Alfonso X el Sabio (1220 1284): Crónica General de España: "Del duelo de los godos de España et de la razón porque ella fue destruida".
Santo Tomás de Aquino (1225 1273): Summa Theologica. "Demostración de la existencia de Dios".
Anónimo (s. XIII): Novellino: "Los tres anillos".
Dante Alighieri (1265 1321): La Divina Comedia. "El Infierno".
Cristóbal Colón (¿1451? 1506): Diario "Viernes 12 de octubre de 1492".
Nicolás Maquiavelo. (1469 1527) El Príncipe "Son tan dignos de elogio los fundadores de una República o de un Reino, como de censura y vituperio los de la tiranía".
Erasmo de Rotterdam (1476 1536): "Elogio de la locura".
Tomás Moro (1478 1529): De Utopía.
Baltasar Castiglione (1478 1529): De El Cortesano.
Martín Lutero (1483 1546): "Llamamiento a la nobleza alemana"
Miguel de Montaigne (1535 1592): Ensayos. "Los tres comercios".
Esteban de la Boëtie (1500 1563): Discurso sobre la servidumbre voluntaria "Poder y fragilidad del tirano".
Miguel de Cervantes Saavedra (1547 1616): El Quijote. "Encuentro de Don Quijote con el caballero del verde gabán".
William Shakespeare (1564 1616): De Hamlet, Macbeth, La Tempestad.
René Descartes (1596 1650): De Discurso sobre el método.
Blas Pascal (1628 1662): Pensamientos "Desproporción del hombre".
Montesquieu (1689 1755) El espíritu de las leyes. "De los principio de los tres gobiernos".
Benjamín Franklin (1706 1790) El libro del hombre de bien. "Consejos a un joven jornalero".
Juan Jacobo Rousseau (1712 1778): El Contrato Social. "Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres".
Adam Smith (1723 1790): De La riqueza de las naciones.
Thomas Jefferson (1743 1826): "Declaración de Independencia de los Estados Unidos"
Johann Wolfgang Goethe (1749 1832): De Fausto.
Asamblea Nacional Francesa: Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (27 de agosto de 1789).
Karl van Clausewitz (1780 1830): "¿Qué es la guerra?".
Simón Bolívar (1783 1830): "Discurso de Angostura".
Domingo Faustino Sarmiento (1811 1888) Facundo. "Civilización y barbarie".
Sören Kierkegaard (1813 1855): De El concepto de la angustia.
Abraham Lincoln (1809 1865): "Discurso en Gettysburg".
Carlos Marx (1818 1883): Del Manifiesto comunista.
León XIII (1810 1903): De la Encíclica Renun Novarum.
Henri Poincaré (1854 1912): De El valor de la ciencia.
Sigmund Freud (1856 1939): "Introducción al Psicoanálisis".
Miguel de Unamuno (1864 1936): "Don Quijote en la tragedia europea contemporánea".
Mahatma Gandhi (1869 1948): Introducción a la Autobiografía.
Paul Valéry (1871 1954) "La crisis del espíritu".
Albert Schweitzer (1875 1965): La filosofía de la Civilización. "Ética y civilización".
Arnold J. Toynbee (1889 1975) De El inunda y el Occidente.
Norbert Wiener (1894 1964): "La idea de un universo contingente".
Jean Paul Sartre (1905 1980): "Situación del escritor".
Universalia nº 5 Sep-Dic 1991