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La era de las palabras (fragmentos)

Enrique Bernardo Núñez (1895-1964)

En los últimos veinticinco años se habló más que en todos los siglos precedentes. A partir de 1918 se abre la era de las palabras. Nunca se habló más. A veces, es cierto, las bombas y cañonazos interrumpen o se mezclan al ruido de las palabras, pero se continúa hablando incesantemente. Tras la cortina de fuego está la cortina de las palabras.

Se habla más de lo que se reflexiona. Anteriormente, las guerras eran precedidas por despachos diplomáticos, embajadas u otras formalidades entre los jefes de Estado, que se hacían protestas mutuas de sus firmes deseos de paz, o se insultaban buenamente. Ahora lo son por una serie de discursos y declaraciones de ambas partes, por una furiosa ofensiva de palabras, organizadas por la propaganda. A este afán de hablar ha contribuido el desarrollo de poderosos medios de comunicación. Las palabras más insignificantes son trasmitidas cada minuto a los cuatro puntos cardinales. Se habla en banquetes, congresos y conferencias internacionales. Con unas cuantas palabras o palabrones, el hombre de hoy puede componer infinitos discursos, o decir el mismo discurso ininterrumpidamente. Basta con desentenderse de lo que dice. Se habla de conquistar la paz, de un mundo mejor en el futuro, del entendimiento universal, de los intereses políticos y económicos de los pueblos, de salvar al mundo de nuevas catástrofe mientras se organizan las venideras. Las palabras Civilización, Democracia, Cultura, Libertad, Hombre, así con mayúsculas, han sido y son motivos principales de esta charla sin precedentes. Nunca se habló más de libertad. Nunca se insistió más en el hallazgo del paraíso perdido, del retomo a la edad de oro. De tiempo en tiempo se ofrecen al mundo fórmulas, que según sus autores han de salvar al mundo definitivamente. Los catorce puntos de Wilson. Los ocho puntos de Roosevelt y Churchill, seis menos que los de Wilson. Uno de los ocho puntos prometía la libertad de tránsito por países, mares y océanos, el derecho de vivir "sin temor ni necesidad".

Hablan los políticos, profesores, fabricantes, diplomáticos. En un cuarto de hotel algún personaje de lentes, acompañado de una secretaria, anuncia que sale de viaje con el objeto de resolver los mayores problemas que afligen la tierra. La mayoría lo arregla todo con sorprendente facilidad desde sus bufetes. Recuérdese el caso de un profesor americano, autor de un libro en el cual se indicaba lo que había de hacerse con Alemania. Este hombre pretendía que se dispusiese de aquel país como de una granja o de una propiedad cualquiera en litigio. La receta era simple. No se le debe permitir armarse de nuevo. No se le debe permitir la producción de caucho sintético, etc. Si el público universal llevase cuenta de todo lo que se ha dicho, de lo que se le ha prometido en este lapso de tiempo y pidiese cuenta de las palabras, los que han dirigido el mundo y han arreglado su suerte, se verían en duro trance. Muchos de ellos, es cierto, ya no existen. Murieron de hablar. Pero no tiene mayor importancia. Las bajas de tantos oradores y conferencistas son cubiertas inmediatamente con más prontitud que las de los soldados en los campos de batalla. Quedan sí nuevos cementerios. Largas estelas de cruces blancas. Y lo más significativo es que después de tantas conferencias, de tantas profecías, de tantos arreglos, de tantas disputas, de tantas revoluciones de tantas recetas, de tantos fracasos, la humanidad ha concluido por resignarse. Cuando se disipe el humo de las palabras, o de la palabrería, veremos lo que queda.

Universalia nº 5 Sep-Dic 1991