Cristian Alvarez Arocha
Tal vez uno de los sentidos de los Estudios Generales que Universalia más se ha empeñado en recordar es la estrecha vinculación de lo ético y la formación intelectual. La insistencia en este aspecto no es simple "retórica", sino la legítima preocupación por la misión de la universidad: formar hombres y mujeres capaces y sensatos que andan tras la verdad y confirman con sus actos y anhelos los valores trascendentales de la humanidad. La definición de esta tarea en términos que acaso puedan parecer simples -y aun un lugar común compartido con casi toda institución educativa-, pareciera que no aclara lo característico de las universidades: la formación de profesionales de alto nivel, así como el desarrollo de la investigación en las diversas ramas del saber científico, tecnológico y humanístico. Pero el hecho de que se escoja, en lugar de lo específico, el concepto un poco más general, y hasta casi podríamos decir inevitable como "fórmula ritual e inicial" de universidad, busca precisamente recobrar lo que, por obvio, se puede ocultar sepultado por la inercia de las contingencias y lo urgente, aunque constituya el primer fundamento. Capacidad para acceder al saber que permita entender, sensatez que forma el criterio del buen discernimiento, deseo de hallar lo verdadero -apetito que no cesa- y la vivencia responsable de los valores que aspiran llevar al ser humano a su integración, y a la comunidad y al entorno a su necesaria armonía, conforman los elementos primordiales a los que debe aspirar la institución universitaria.
A partir de ellos, la enseñanza de la profesión, el alcance de las investigaciones, la producción de conocimientos y la formación de expertos intelectuales estarán guiados rectamente hacia la más amplia y real excelencia, ya no sólo en lo específico del saber, sino en la necesidad de lo humano. "Un intelectual verdadero es esencialmente un hombre cuya vida intelectual es parte de su vida moral", decía Etienne Gilson en 1927 a un grupo de profesores y estudiantes de la Universidad de Harvard en su discurso sobre la erudición "como objetivo y propósito común a toda disciplina representada en la universidad", y sobre el "erudito", como el profesional que egresará de los estudios superiores. Pero además agregaba que "un intelectual es un hombre que ha decidido, de una vez por todas, aplicar las exigencias de conciencia moral a su vida intelectual", de tal forma que lo ético ya no es únicamente universo donde se inscriben las tareas de la inteligencia (concibiéndose así al hombre como un ser integral que no separa sus distintas acciones), sino también parámetro que rige la misma indagación del saber. Honradez intelectual ("un respeto escrupuloso por la verdad") y humildad intelectual ("sumisión ante la verdad", "cualquiera que sea la época o la dirección de donde venga") son las dos virtudes que destaca Gilson como actitudes básicas de la vida universitaria. Ambos valores podríamos quizás sintetizarlos a su vez en una palabra: conciencia, ese conocimiento de lo que se es, confrontado con el modelo al que se aspira, y que nos revela la propia condición, tanto de avance como de limitación y extravío, con relación al saber intelectual y aun a la conducta moral.
Tomar partido por la verdad, de forma honrada y objetiva, despertar en el estudiante esa conciencia, enseñarlo a ver, a leer, a pensar para intentar acceder a esa actitud ante el conocimiento de la rama de la especialidad profesional, de la realidad y de sí mismo, conforman uno de los fines que debe perseguir el programa de Estudios Generales. ¿Cómo lograrlo en una asignatura o en un grupo de cursos? ¿Cómo puede una materia lograr ese ideal, hoy en día algo cercano a lo utópico? He ahí el reto cuya preocupación e interrogante son en sí mismas punto de partida que enrumba hacia esa búsqueda todavía no resuelta. Por otra parte, ello no cesa en estos cursos, sino que igualmente debe caracterizar a la institución universitaria en su totalidad, de manera que cada acción de la misma, realizada por sus estudiantes, docentes, trabajadores y autoridades busque afianzar esta meta.
En una sociedad cuya crisis se ha vuelto casi una "tradición", donde los valores que privan son el poseer y el dominar, la universidad puede verse inevitablemente arrastrada en este signo paradójicamente complaciente, pretiriendo lo esencial por atender a una urgencia que se torna desmesurada cuando se pierde el eje. Aun puede equivocar el liderazgo con vocinglería de lo inmediato, suprimiendo el trabajo de la conciencia.
Volver al ejercicio de la conciencia, a ese necesario camino interior de conocimiento, retoma esa actitud ética que en el esfuerzo, muchas veces lento pero indudablemente seguro, surge como la única y verdadera opción. A través de ella, cuando se asumen responsablemente los valores que la cimientan, la universidad irradiará, casi naturalmente, sus luces del saber y progreso integral y duradero. "El progreso de las luces -nos dice Simón Bolívar en el Discurso de Angostura- es el que ensancha el progreso de la práctica, y la rectitud del espíritu es la que ensancha el progreso de las luces". ¿No conviene acaso llevar estas palabras como lema siempre presente en la universidad que tiene el nombre del Libertador?
Universalia nº 7 Abr - Jul 1992