Ana Carmen Rondón*
"The Child is Father of de Man; and I could wish my days to be bound each to each by natural piety".
William Wordsworth
"El niño es el padre del hombre;
y yo desearía que una piedad natural uniera entre sí todos los días de mi vida".
Piedad Natural. Quizás esta frase pareciera carente de sentido por sí sola. Si abstraídamente pensamos en tales términos, seguramente no lograríamos reflexionar concisa y profundamente; tal vez, en el peor de los casos, no logremos concebir idea alguna. Pero cuán diferente resulta, si en lugar de abstraerla, la enmarcamos dentro de una Oda que nos trata de revelar algunos indicios de inmortalidad a través de recuerdos de la Primera Infancia. Resultaría oneroso tratar de conceptualizar la Piedad Natural a la cual nos hace referencia Wordsworth; por el contrario, las líneas siguientes no son más que una reflexión muy personal sobre lo que pienso y siento acerca del epígrafe del poema.
Para mí, y es posible que para otros también, la concepción del Paraíso de Adán está envuelta en un velo de misticismo, y quizás resulta tan curioso y alucinante como lo era para Eva la idea del fruto prohibido. Junto con la idea misma del Edén, nos saltan a la mente los sentimientos más puros y a la vez terrenales; pensamos en libertad, armonía y un sinfín de adjetivos que tratan de calificar lo incalificable. Pero dentro de todo ese mar de semántica surge la metáfora de la infancia, que sin duda alguna concreta todo aquello que quisimos puntualizar. Podríamos pensar que la ruta del recuerdo tiene como última estación la infancia. Es allí donde todos convergemos cobijados bajo la sombra del árbol solitario del pasado. Ella representa una transparencia y plenitud única irrecuperable a lo largo de cualquier etapa de la vida. Significa un "instante de esplendor en la hierba, de gloria en flor", según nos dice la Oda a la cual hago referencia; o como se pregunta Picón?Salas en su prólogo a Las nieves de antaño: "si es que la nieve que uno ve de niño no esplende mucho más que aquella que nos acosa, terriblemente fría y cercana, en la edad madura".
El poeta inglés, en una especie de conjuro, nos sugiere la idea de una Piedad Natural que de uno a otro modo va tejiendo los hilos de la infancia. En un primer acercamiento, la caracterizaría como una especie de visión natural de aquello que es realmente importante y vital (repito el término <natural> pues sin duda se refiere a aquello que no adquirimos, sino que forma parte de la condición intransferible del hombre). El planteamiento anterior pudiera presentar una infructífera y larga discusión acerca de qué es lo realmente 'importante y vital' en la vida de todo ser humano. Y digo infructífera porque no debemos olvidar que hablamos de la infancia, y pienso que ante todo para aseverar "algo" sobre ella debemos ser niños, porque sólo ellos son los narradores omniscientes de su Vida en Sueño. Y es que acaso existe en el niño algo más relevante que la gracia de vivir entre la línea que separa realidad de fantasía, y poder pasearse de un lado al otro sin ningún tipo de represión. ¿Podríamos pensar en una trilogía tal como literatura, demencia e infancia, en la cual existe otra dimensión muy diferente a la nuestra pero que sin duda nos resultan vertientes y afluentes? Pueda que parte de lo que aquí quiera transmitir, se encuentre plasmado en las páginas de Viaje al Amanecer cuando en "Historia de una Nochebuena Triste", Pablo nos dice: "La Muerte, de que hasta este momento apenas había oído hablar, se materializaba para mí en la semipenumbra de aquella habitación, en el rostro de mi abuelo que parecía por momentos enfriarse y desdibujarse. Y acaso el dolor de verle morir se me juntaba con la curiosidad de conocer la Muerte".
Es hora de sentarse a evaluar nuestros pensamientos, olvidando por un momento la mirada altiva y racional, y que guiados por nuestro más profundo sentir, logremos encontrar, sin pretender volver a recuperar, esa mirada inconsciente que en algún momento guió nuestro andar. Siento conveniente abrir un pequeño paréntesis para verter sobre el papel un poco del caudal que en mí despierta esa "mirada inconsciente" con la cual todo niño empieza a esbozar su mundo. Esbozar, porque en ningún momento los ojos infantiles pretenden buscar, y mucho menos conseguir, explicación racional alguna que pueda definir el medio que los rodea. Un poco es eso lo que caracteriza la "mirada", ya que busca simplemente entablar una armonía entre sí mismo y la inmensidad que lo rodea, tratando de integrar los elementos que va descubriendo a lo largo de su exploración. En otras palabras, creo que es sencillamente una aventura puramente sensorial, y es a través de ese puro sentir que logra rodear sus días de una gracia plena única e infinita. Retornando la idea anterior, puede que con nuestras reflexiones seamos capaces de desnudar esa parte de nuestro ser que nos ayude a comprender lo que fuimos, y a aceptar lo que somos y siempre seremos. Si en algún punto de nuestro largo viaje, sentimos el vacío que nos deja la pérdida, valdría la pena recapitular unas pocas líneas de Las Memorias de Mamá Blanca que dicen así: "la tristeza inmensa que me da el saber que sobre las amadas cenizas, siempre triunfante, siempre terrible, cual un ángel de exterminio con una espada de fuego, guardando las puertas de todo lo amable, en lugar de la gracia, como castigo, nos ha quedado en énfasis".
William Wordsworth nos dice en el poema:
"El recuerdo de los años pasados despierta en mí perpetuas bendiciones; no, en verdad, por aquello que más merece ser bendecido: el placer y la libertad (...) No es por eso que elevo una canción de elogio y agradecimientos; sino por esa duda obstinada de los sentidos y del mundo exterior; esas desapariciones, esos confusos presentimientos de una criatura que se mueve en mundos no comprendidos".
¿Acaso podemos hablar de una cierta plenitud en el vivir que se conceptualiza en la idea de una Piedad Natural?
Quizás es una suerte de religiosidad lo que emana del seno de los días de la infancia, pues sin duda existe una entrega total y única hacia una gran incertidumbre que jamás cesa y que en algún punto se puede transmutar; incertidumbre que fascina y seduce pues no hay racionalidad que se oponga durante ese intranquilo andar. Y sin lugar a dudas asocio el término "religión" o "religiosidad" pues ella encierra en sí misma esa inevitable plenitud que es fuente constante de vitalidad necesaria para lograr la condición singular que trato de caracterizar.
Siento que la intensidad, profundidad y fugacidad propia de las vivencias infantiles, guiadas por "esa duda obstinada de los sentidos y del mundo exterior", vienen a configurar el legado o patrimonio de mayor estima que el niño puede dejarle al hombre, pues como bien nos dice Wordsworth son "verdades que se despiertan para no perecer nunca más".
Es esa fascinante capacidad infantil de encontrar en cada instante del transcurrir de su vida alguna razón, por muy frágil a incomprensible que sea, para seguir sonriendo y continuar la exploración de tantos mundos desconocidos que despiertan en él un puro sentir, expresión de esa "plenitud" de la cual hablaba anteriormente; es el poder ver más allá de lo que nuestros sencillos ojos adultos pueden apreciar bajo la luz del día común, pues ellos se pierden en un círculo de explicaciones y argumentos lógicos que los distraen de lo que inevitablemente siempre perdurará; es esa mirada inconsciente y esa gracia en el vivir lo que creo que está, en parte, encerrado detrás de la frase Piedad Natural. Pienso que la infancia es simplemente ser y seguir siendo, hasta que la luz, o quién sabe si más bien la oscuridad, de la conciencia nos empieza a ahogar. Buscando otro sentido, el encanto de la niñez está plasmado en esa fábula oriental que nos habla del saber comer la fresa en el momento más indicado y del saber encontrar, en los momentos de inseguridad y aflicción, algo que sin duda alguna nos puede hacer sentir la incomparable experiencia de ser y de estar vivos.
Quizás sólo la falta de juicio de un caballero de triste figura, sea capaz de encontrar esa Piedad Natural a través de una afanosa pasión de vivir como en los libros, que puede no ser más que una expresión de un culto pleno a la vida y al vivir. Entonces vale la pena recordar la frase de Bataille: "La literatura es la infancia recuperada".
Pero no nos demos por vencidos, al menos yo no lo haré, pues espero abrir los ojos un buen día y darle vida a las palabras de Wordsworth: "Por eso, en las épocas de calma, por más lejos que estemos de la costa, nuestras almas divisan ese mar inmortal que nos trajo hasta aquí: y en un instante puede viajar hacia él, y ver los niños que juegan en la playa, y oír las aguas poderosas, eternamente agitadas".
Finalmente vale la pena destacar, que resulta difícil expresar sobre el papel aquello que nos mueve la más frágil de las fibras, y me remito a lo que nos dice Teresa de la Parra, en su libro previamente citado: "La palabra escrita, lo repito, es un cadáver".
(*) Estudiante de Licenciatura en Química Cohorte '89.
Universalia nº 7 Abr - Jul 1992