Nieves Serrano
Tengo sobre mi mesa de trabajo treinta y tres reproducciones de lo esencial de la obra de Velásquez. Y, viéndolas, una vez más, pienso que se trata de una pintura hermosa y fría. De gran dominio de técnica, dibujo perfecto, dominio del color, donde se percibe un análisis cuidadoso de la obra, pero despojándola de entusiasmo vital.
Recuerdo en el Museo del Prado, de Madrid, y en la sala donde se exhibe Las Meninas hay un gran espejo cuya misión es permitir que el cuadro se contemple reflejado, para ampliar el campo visual. Se trata de un procedimiento para conseguir, también, mayor transparencia atmosférica. Las figuras parecen recobrar relieve, nítidas, ingrávidas. Es como una puerta que se abriese sobre otra habitación donde hubiera un pintor, unas niñas, un perro, el artista pintando y, otra puerta más al fondo donde penetra la deslumbrante claridad del sol de Castilla. El pintor está representado por su distanciamiento y frialdad.
Pienso si la pintura de Velásquez es fría porque su creador lo fue por temperamento, o si tal frialdad proviene del medio ambiente en que se produjo. Y aun, si hay algo más profundo que nace del suelo o de la raza. Uno de los temas más tratados en torno a lo español es considerarlo apasionado, tumultuoso, exuberante. Quizá esta sea una de las grandes mentiras convencionales que se aceptan. Su pasión es concentrada; su tumulto, interior; su exuberancia, sequedad. "Cuando considero que tengo que morir -dice en síntesis una canción popular hispana- tiendo la manta en el suelo y me echo a dormir en ella." Este pensamiento que está en el fondo de todo español, no indica, precisamente, exuberancia vital.
Y, sin embargo, a esto tan auténticamente español, lo llaman fatalismo musulmán, queriendo decir que proviene de los árabes. Pero el árabe sí es vehemente, exuberante, apasionado. Lo demuestra su vertiginosa trayectoria histórica. Inquieto en su pensamiento filosófico, científico, matemático; sus poetas son imagen de la vida cambiante; el paraíso mahometano se ofrece a los guerreros, no a los contemplativos. Su paso por España fue de una vibrante acción. Desde las universidades europeas se llamaba a sus sabios para adquirir su inquietud espiritual. Ellos desenterraron a Aristóteles, revitalizaron la novela griega, se apoderaron del tesoro literario de hindúes y persas. ¿Qué son Las mil y una noches sino una inacabable relación de periplos viajeros? Frente a ellos, el español arabizado o morabilizado significaba el puro dejar hacer. El hecho de que fueran necesarios casi ochocientos años para reconquistar la Península es una prueba de la falta de entusiasmo colectivo. Por este desinterés y desarraigamiento hacia las cosas España no mantuvo su hegemonía mundial más de un siglo.
Lo que se ha dado en llamar realismo en relación a la pintura de Velásquez no es más que frialdad, desprecio por el entusiasmarse. Cuando se compara los cuerpos contorsionados de Miguel Ángel o la exuberancia de Rubens, el colorido vibrante de Tiziano con esa rigidez austera y alejada de la pintura de Velásquez es como mejor se percibe los abismos de diferencia entre estos diversos mundos emotivos.
El día que se examine de nuevo la tan repetida estética realista que tipifica el arte español, se hallará con que tal realismo no es más que un efecto, una desviación expresiva del carácter español. Observemos que cuando se habla de novela realista, la novela picaresca española es única en su género. La vida de los pícaros es semejante a la pintura de Velásquez: objetivismo, limpidez de la forma, atmósfera tersa, falta de entusiasmo, crueldad en el detalle sea éste grato o ingrato al espectador. Entre el grupo de campesinos toscos e idiotas que beben alrededor de un tonel en Los Borrachos de Velásquez y los aficionados al vino que acompañan a Estebanillo González por las tabernas de media Europa, no hay ninguna diferencia. El Menipo velazqueño apenas conserva del filósofo griego más que el nombre. Es un pícaro bajo una capa. Puede ser cualquiera de los personajes que Cervantes describe; los bufones y enanos, como el niño de Vallecas, Sebastián de Morra, Pablillo de Valladolid, Don Antonio el Inglés, donde el pintor representa la anormalidad fisiológica con la naturalidad de quien considera normal todo lo que produce la naturaleza. Es cierto que la pintura no ha rechazado nunca lo monstruoso; en la pintura medieval encontramos una iconografía monstruosa en sus juicios finales, tentaciones de santos, etc.; pero siempre detrás de lo deforme había un propósito de exaltar la belleza por omisión. En Velásquez el propósito no existe. Se representa las deformidades con absoluta indiferencia. ¿Realismo? No: estoicismo y frialdad. Un paso más allá y sobreviene el desprecio.
Desprecio hay en sus retratos. Acepta al retratado como es; sin obsequiarle con interpretaciones subjetivas. Esta frialdad y este desprecio son llevadas al límite en sus interpretaciones mitológicas. En la pintura renacentista los mitos griegos fueron generadores de belleza y de ficción. Velásquez se acercó a ellos con una total indiferencia. Por ejemplo, su Fragua de Vulcano o su Mercurio y Argos. La fragua no es más que una simple herrería de pueblo. Vulcano con su pañuelo anudado a la cabeza y sus ojos encrespados se halla tan lejos de la divinidad, como los otros herreros que le rodean; parecen más bien gitanos sevillanos. En el Mercurio y Argos el terrible vigilante se ha dormido en el suelo como un campesino a quien le coge la siesta. Lleva una camisa desgastada por el uso y está descalzo.
Muchos críticos han tratado de hallar la simbología de esta falta de símbolos. Todo es bastante simple en cuanto se aprecia a través del espíritu del pintor, del genio colectivo, de la estirpe nacional. Desprecio hacia la emoción; desdén al ritual; objetividad ante los hechos; apatía; frialdad y un amargo sentido del humor también muy íbero.
Puesto que Apolo lleva a Vulcano la nueva de que su esposa le es infiel y puesto que los dioses descienden a tan menudos chismes alrededor de una presunta infidelidad, ¿por qué no aceptarlos tal como son, mezquinos, ocupados en actividades domésticas?
Así veo algunos aspectos de Velásquez y a través de ellos como una ventana abierta de clara luz, a lo auténticamente español.
Universalia nº 7 Abr - Jul 1992