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El libro, memoria y lenguaje

Luis Barrera Linares*

Nadie sabe en qué punto la escribió ni con qué caracteres, pero consta que perdura, secreto,
y que la leerá un elegido.

J.L. Borges
"La escritura del Dios"

Aunque no siempre un existido en la forma en que lo conocemos en la era moderna, el libro ha sido una especie de compañero inseparable del hombre. De alguna manera el ser humano ha estado siempre rodeado de signos y los mismos le han servido generalmente para indagar en la búsqueda de la perpetuidad. Los dibujos de animales, de hombres, de cosas de la naturaleza que pueden "leerse" en las paredes de alguna antigua caverna atestiguan en cierto modo la presencia de un elemento equivalente a un libro, libro rudimentario cuya presencia denota la evidencia de lo que haya sido la villa, la magia, la cotidianidad del grupo humano que alguna vez intentó perpetuarse a través de ese medio. Libro de piedra que guardaría para el devenir la trascendencia del universo inmediato de quienes simbolizaron gráficamente su presencia en el mundo. Escasas pero elocuentes páginas, macizas escrituras de historia milenaria en el entorno de lo que un lingüista español, Francisco Marcos Marín, ha denominado la "era pretextual". Epoca remota en que ya el ser humano aporta para la eternidad un conjunto de datos relacionados con su propia existencia, valiéndose de los escasos recursos que podía ofrecerle el sistema pictográfiico que le sirve de lenguaje para comunicarse con el futuro. Allí, con entero sentido de la preservación de su memoria, aflorarían primero las imágenes estáticas, después los cuerpos en movimiento para hablar de jornadas de cacería o de ceremonias religiosas, y más tarde hasta para plasmar ideas acerca de algún acto relacionado con la vida.

Vendría después de muchos años esa prodigiosa ocurrencia que significó la invención de la escritura moderna, hecho explosivo y definitivo para el resto de la historia de la humanidad, hacia el infinito, muy por encima del efímero retazo del presente que nos haya correspondido a nosotros. No sin razón el eminente historiador norteamericano James H. Breasted ha dicho que si bien el habla distingue al hombre del animal, la escritura marca el tabique definitivo entre el hombre civilizado y el bárbaro. El surgimiento de la palabra escrita sería entonces el acto casi definitivo que nos permitiría aglomerar en libros los caudales de información a través de los cuales hoy sabemos del universo en una dimensión que habría lindado con los extremos más lejanos de la ciencia?ficción unos seis mil años atrás.

Después de la gloriosa invención de la escritura, argumenta el mismo Marcos Marín que actualmente andaríamos en ese período último que algunos han vaticinado como definitivo para la extinción del libro. El tiempo en que otra maravilla, la de la tecnología, permite registrar y conservar también la palabra oral (magnetofonía), registro que inclusive ha podido ser complementado a través de la imagen (con el video, por ejemplo).

No obstante, para despecho de los falsos profetas, lo curioso es que ni siquiera el auge asombroso de esta tercera etapa haya disminuido en modo alguno la vigencia de la palabra escrita. Es decir, por encima de voces agoreras que expedían al libro su partida de defunción al observar las ventajas de la "vida audiovisual", éste ha sostenido su estampa con la dignidad que le acredita el ser depositario de la historia completa de la humanidad. Nunca produjo el ser humano tantos libros como en esta era en la que la simple pulsión de una recta guarda también la magia de la transportación inmediata hacia otros universos posibles pero diferentes de la realidad circundante. Pensemos, sino en la radio, la televisión, el cine o el video. Es bien curioso pero inevitable a indiscutible: los ordenadores, la televisión, la imprenta moderna, siguen aferrados en buena parte al imperio de la escritura y el mejor lugar para el reposo, la preservación y la proyección de esta última continúa siendo el libro. Ese extraño objeto que alguna vez entró a la actividad del hombre para quedarse, pareciera más bien un testimonio insoslayable de la terquedad con que, a veces sin saberlo, luchamos por superar, entender y hasta utilizar los acosos de la tecnología.

Pero habría que decir que inclusive es mucho más que eso: el libro archiva la magia, preserva la simbología, contiene el desarrollo de toda la actividad humana sucedida, sucediendo y por suceder. Y, quizás lo más importante, testifica, da fe, atestigua la existencia de una de las facultades que hace del hombre dios y demonio al mismo tiempo dentro del reino animal: el lenguaje. El hombre es el lenguaje, dirían lingüistas tan respetables como E. Sapir, F. Saussure, N. Chomsky o M. Halliday. Y el lenguaje consigue sus mejores barricas entre los límites de esas dos tapas que constituyen la cubierta de un libro. Allí la escritura, el traje de gala de la lengua oral, madura, trasciende, se hace inmutable e imperecedera. El lenguaje y el libro consagran valores, estimulan aventuras, convierten en real lo irreal, y abren perspectivas de trascendencia y continuidad a la labor humana. Son la vía necesaria y única para preservar la memoria de la especie. Son generalmente el camino más expedito hacia lo inasible, lo misterioso, lo imaginario. El código escrito continúa siendo la manera más económica, más duradera, y menos traumática, de resguardar la memoria cultural, tecnológica política, social, de cualquier grupo humano. Y el libro sigue en su pedestal privilegiado al ser también la manera sagrada de proteger lo que nos hace ser distinto del resto de los animales.

"Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos? ¿para que nos haga felices?. Dios mío, también seríamos felices si no tuviéramos libros, y podríamos, si fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan felices. Pero lo que debemos tener son esos libros que se precipitan sobre nosotros como la mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser como un pico de hielo que rompe el mar congelado que tenemos dentro."
Franz Kafka (1883-1924).
De su correspondencia.

* Profesor de Castellano y Literatura (IUPC) y MA en investigación lingüística (Sussex, Gran Bretaña). Además de varios trabajos en Lingüística y Crítica Literaria, ha publicado los volúmenes de cuentos En el bar la villa es más sabrosa (1980), Beberes de un ciudadano (1985) y las novelas Para escribir desde Alicia (1990) y Parto de Caballeros (1991). Es miembro del Departamento de Lengua y Literatura.

Universalia nº 8 Sep - Dic 1992