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La formación humana en la vida académica

Lección inaugural 1992 (Fragmento)

Freddy Malpica*

La actitud de apertura incondicionada a la verdad, que sustenta la búsqueda y transmisión del saber en la Universidad, reclama una formación intelectual que haga posible una buena actividad académica.

Un reconocido decano de la Universidad de Harvard resumía esa meta en los siguientes cinco puntos:

1) Una persona cultivada es aquella capaz de pensar y escribir clara y eficazmente; 2) una persona cultivada debería tener una apreciación crítica de los modos como adquirimos el conocimiento y la comprensión del universo, de la sociedad y del hombre; 3) en el último cuarto de este siglo, ninguna persona educada puede ser provinciana, en el sentido de ignorar otras culturas y otras épocas; 4) una persona cultivada es aquella que tiene alguna comprensión de problemas morales y éticos, así como alguna experiencia en pensar sobre ellos; 5) y, finalmente, un individuo educado debe haber ganado profundidad en algún campo del conocimiento. La idea del autocultivo, de la propia constitución, del aprender a crecer es la idea que alimenta la fuerza particular del ideal de cada individuo. Como tal, no implica tanto "recibir" como "aportar", "agregar" como "integrar". Un hombre con ideales es un hombre que quiere construirse a sí mismo. El que carezca de estos ideales simplemente se convierte en un usuario de la vida.

Resulta obvio que un ideal como éste se alcanza solamente en grados y medidas variables, particularmente en lo que se refiere a la apreciación crítica de nuestros modos de conocer en las distintas ciencias, así como en las artes y en las humanidades. Lo importante, sin embargo, de este señalamiento, es que más allá de indicar la base de todo trabajo académico de nivel superior, apunta a su finalidad humana. Porque lo que está en juego en la Universidad como institución, a través de sus diversas tareas, es la maduración humana del joven, al igual que -de modo permanente- el afianzamiento y desarrollo de la humanidad del adulto. Con ello, además está en juego el sentido mismo de su inserción en la vida social, con la específica contribución que puede y debe dar la academia.

Las tareas universitarias se encuadran, pues, necesariamente, en la tarea más universal de llegar a ser hombre, eso que expresaron los antiguos con la palabra humanista, es, "la educación del hombre de acuerdo con la verdadera forma humana, con su auténtico ser" . O, en la célebre frase de Píndaro: el llegar a ser quien eres.

En la edad actual del hombre -regida por el avance espectacular de la técnica- el hombre parece hallarse en un mar tempestuoso, sin rumbo cierto y a merced de un oleaje que amenaza con engullirlo.

Por eso, la figura humana que orienta la vida universitaria no puede reducirse al hombre-cosa de la era tecnológica, como ya lo denunciara el Rector Mayz Vallenilla. Decía, en efecto, en una de sus lecciones magistrales, cómo "la idea del hombre que le confiere sentido a nuestra educación actual es la del tecnita: portador, agente y usuario de la razón técnica", advirtiéndonos, sin embargo, acerca de los resultados negativos a que ello puede conducir: "El más grave de todos esos resultados -que sintetiza o resume, por así decirlo, el sentido de la alienación- consiste en que el hombre, objetivado o manipulado por aquella razón técnica, es convertido en un simple medio (a veces cosificado o reificado) para el propio hombre. Al ocurrir esto -concluye Mayz-, el ente humano se ve despojado de su condición y dignidad de fin en sí, quedando transformado en un simple instrumento al servicio de la voluntad de dominio de otros hombres". La palabra clave en la cita del Rector Mayz Vallenilla es "medio". Cuando se tienen ideales se encuentran los medios; lo contrario no suele traducirse ni en triunfo personal ni en logro colectivo.

Dentro de semejante mentalidad, que querría hacer consciente o inconscientemente, de la técnica lo supremo, el hombre mismo se vería reducido al papel de un engranaje más en la maquinaria de producción social.

Al contrario, a la Universidad le toca cultivar lo humano del hombre, también para que la técnica pueda encontrar su dirección y realizar su valor de promover una vida más feliz, una vida integral para el hombre. Así, hablando de las ideas educativas del Libertador, el historiador venezolano Armando Rojas nos resume a propósito: "Educación no es únicamente instrucción, transmisión de conocimientos teóricos. Educación significa, además, formación de la personalidad, capacitación para la vida social y humana, depuración del gusto para disfrutar de los goces estéticos, endurecimiento del cuerpo como soporte del espíritu. El concepto que Bolívar tenía de la educación era un concepto integral". Tan integral, que al trazar el plan educativo para su sobrino Fernando, El Libertador no se olvida, ni tiene empacho en incluir como sugerencia el aprendizaje y la práctica del baile, que, según dice allí, "es la poesía del movimiento y que da la gracia y la soltura de las personas, a la vez que es un ejercicio higiénico en climas templados". Y esta cita valga para puntualizar que la noción de ideal se vincula con la idea de felicidad, de alegre interacción con la vida y sus ciclos de esfuerzos, de reflexión, de descanso, pues un ideal no son sólo metas y objetivos. Un ideal es también un existir.

La educación, en particular la educación superior, contribuye de esta manera a renovar y mantener la esencia de la civilización: la armonía del hombre consigo mismo, con la sociedad, con el medio ambiente.

¿No es cierto que, al recodar ahora esta idea fundamental, vemos enseguida cuántas veces se la deja de lado en la vida cotidiana, para terminar afirmando, casi sin querer, la importancia del especialismo, el predominio de lo cuantitativo, el valor determinante de lo utilitario? Pero, nada haremos con "especialistas sin espíritu o visión y gentes sensuales sin corazón". Con universitarios diplomados pero sin ideales, con metas pero sin visión, con saber pero sin sabiduría, que es la marca triunfal del hombre realizado. Necesitamos seres humanos completos, sin mutilaciones, con una formación integral.

En este punto, lo esencial es darse cuenta de que Universidad es, primero, comunidad, un conjunto de personas unidas en la búsqueda de un objetivo común -la verdad, el saber- que comparten, como hemos visto, las mismas actitudes de base. Porque, para llevar a cabo su cometido, sobre todo, para alcanzar y mantener la humanización que le da sentido final, debe lograrse un modo de convivencia, una relación interpersonal acorde con el ideal propuesto. Sería paradójico, acaso contradictorio, tener una Universidad deshumanizada. Por el contrario, un verdadero ámbito académico, una verdadera Universidad es por naturaleza el espacio adecuado para el diálogo y el intercambio, para la discusión de las ideas regida por el pluralismo y el respeto mutuo. Los temas sobre los que puede versar este intercambio no tienen más fronteras que las de los intereses del ser humano y el nivel de rigor y seriedad con que sean abordados. El transcurso de una clase o sesión de seminario, el laboratorio, la reunión de trabajo académico, la consulta en el cubículo del profesor o la conversación más informal en el momento del receso de actividades: cualquier oportunidad puede ser apropiada en el ambiente universitario para la realización de esa comunicación mutua humanamente valiosa de visiones e interrogantes, proyectos, ideas y pareceres. Y es que nada educa tanto como esa interrelación, no sólo de profesores y alumnos, sino de profesores y de alumnos entre sí. Es la educación por contagio, como la llamara algún autor clásico en el tema; una feliz epidemia de idealistas para continuar transformando el mundo.

Todo ello está bien representado en la siguiente anécdota que, significativamente, recoge el Decano Rosovsky en su libro sobre la Universidad: "mi mejor amigo cuando estudiaba postgrado –cuenta— tenía muchas dificultades en un curso y pidió cita al profesor, un economista, húngaro de nacimiento, de renombre internacional. Hablaron varias horas seguidas y, de repente, mi amigo se dio cuenta de que eran ya las seis de la tarde. Por supuesto, pidió excusas por haberle quitado al profesor tanto de su valioso tiempo, y dijo que -sin duda- su maestro tenia otros compromisos más importantes. El profesor respondió: no, en absoluto. Después de todo, ¿no estamos en la misma profesión? Esas palabras, dirigidas por un maestro famoso a un estudiante en su primer año de postgrado, se hicieron legendarias entre mis contemporáneos". Y añade Rosovsky esta importante conclusión: "nos enseñaron más sobre ética y moralidad que muchas horas en el salón de clases y, a su vez, estoy seguro de que también beneficiaron a nuestros futuros alumnos".

¿No tenemos todos, en alguna medida, una experiencia similar? ¿No es verdad que hemos aprendido más del profesor eminente que se atreve a responder con sencillez "no sé" ante la pregunta intempestiva del buen alumno, que de aquellos que parecen hablar ante auditorios anónimos? ¿Acaso la pasión del conocimiento, compartida con los compañeros de promoción, no nos estimuló más que cualquier recompensa externa?

Las palabras de Don Augusto Mijares lo sintetizan bien y nos conducen al último punto que quería tratar hoy. Dice el gran educador venezolano: "lo esencial en la grandeza humana no son aquellos hechos en los cuales se manifestó ocasionalmente, sino las virtudes íntimas -la laboriosidad, el desinterés, el valor y la perseverancia- de los héroes que las realizaron. Por lo cual y en todo momento, cualquiera que sea nuestra labor, la persistencia de esas virtudes es la que asegura la tradición espiritual en la cual reside la verdadera historia de un país".
(*) Rector.

Universalia nº 9 Ene - Mar 1993