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Nacimiento Y muerte de la adolescencia

Ana Carmen Rondón*

Este trabajo fue realizarlo en el curso Libros de infancia y juventud (LLB-526) que dicta el profesor Cristian Alvarez, del Departamento de Lengua y Literatura.

Muchos hay que sólo esta vez en la vida pasan por aquel morir y renacer que es nuestro destino, sólo esta vez, cuando lo que hemos llegado a amar quiere abandonarnos y sentimos de repente en nosotros la soledad y el frío mortal de los espacios infinitos. Y hay también muchos que embarrancan para siempre en estos escollos y permanecen toda .su vida dolorosamente adheridos a un pasado sin retorno, al sueño del paraíso perdido, el peor y más asesino de los sueños.
Hermann Hesse

Introducción

El nacer y el morir en la vida, o más específicamente en cada una de las etapas que la conforman, resulta sin duda un tema que seduce a cualquiera que tenga interés por el conocimiento, si ciertamente podemos lograrlo, de lo humano y vital. Entrar en los misterios que dan origen a una perspectiva diferente de las cosas que nos rodean y de nosotros mismos, no resuta más tentador que sumergirse en las revelaciones que dicha visión nos ha dejado como legado, una vez que nos hemos abocado hacia otros horizontes.

Si bien en la adolescencia cuando "buscamos la estrofa que nos falta, las palabras en que querríamos vaciar tanta inquietud y tantas emociones encontradas" según las propias palabras de Mariano Picón-Salas en su libro Viaje al amanecer, dicha búsqueda finalmente conduce al afianzamiento de nosotros mismos, al encuentro de "nuestra propia e intransferible peculiaridad" como lo revela el mismo escritor en su obra Regreso de tres mundos. Pero junto con el fin está el comienzo, es decir, el principio de la adolescencia y el final de nuestra infancia. Esta transición constituye el otro eje del presente trabajo: Nacimiento y muerte de la adolescencia como fuente motriz de nuestra existencia.

La primera grieta

Como el niño que abandona el vientre de su madre y que al verse privado de todo aquello que le rodeaba y que le brindaba seguridad, rompe en el llanto mas descarnado y profundo, asimismo esa sensación acompaña al adolescente que siente cómo todos sus sentidos están a la deriva, despojados del gran barco que timoneaba su vida. Es ese momento, como lo dice Octavio Paz en las pocas líneas que aluden este tema en su libro El laberinto de la soledad, cuando "entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia"1. Pero el levantamiento de esa muralla generalmente ocurre cuando, en el momento que menos esperamos, nos topamos de frente con la realidad. Ese encuentro puede resultar con el suceso más nimio, pero finalmente nos marca para siempre.

Picón-Salas escribió: "Entre las dos fronteras de toda existencia -el lugar desde donde se viene y aquel adonde se quiere llegar-se sitúa la extrema tensión del presente, aquello que ya no es recuerdo o utopía sino circunstancia acechante, cambio o pena biológica, lucha con los demás hombres, suma de episodios triviales que parecen apagarse con la ceniza de cada crepúsculo".2

Si pensamos tales fronteras existenciales como infancia y adolescencia, las palabras del autor merideño no podrían resultar más acertadas. Acaso ¿no es entrando en la adolescencia cuando dentro de nosotros suceden las más radicales e infinitas cadenas de cambios? Todo nuestro entorno nos resulta ajeno a la burbuja que encerraba nuestra niñez, e inmediatamente asumimos el rol de fuerte guerrero que con piedras y palos debe conquistar la tierra que le pertenece. Emprendemos entonces una lucha con la humanidad para arrebatarle un poco de la coherencia que la domina y de la cual nos sentimos ajenos.

En las páginas del Demian3, Herman Hesse nos relata cómo Emilio Sinclair, tras haber penetrado al mundo oscuro por medio de una mentira jurada en vano, y víctima de un chantaje, regresa a su casa, mundo luminoso, y al ser reprendido por su padre "por traer las botas mojadas"4, confiesa a sí mismo sentirse "como un delincuente al que se juzga por el hurto de un panecillo y tiene sobre su conciencia un asesinato"5. Justo entonces se siente superior a su padre, pues éste era incapaz de descubrir en los ojos de su hijo la terrible verdad que pesaba sobre sí. Y ¿qué puede resultar más trágico y frustrante para un niño que el poner en duda la superioridad de su padre? ¿Acaso no es éste la mano fuerte y segura que hasta entonces lo había llevado? Pero desde el mismo momento en que Emilio acepta su pecado e internamente decide asumir su culpa, y no escucha a esa voz infantil que le decía que lo contase todo a sus padres, concientiza que él es, y como ser debe él solo resolver sus conflictos.

Sin duda alguna esta obra pone al trasluz todo el proceso mental qe refleja la crisis de la adolescencia. Crisis porque nuestra vida se convierte en un caos, es como un remolino en el que flotan todo un montón de cosas y sensaciones que querernos alcanzar pero que no llegamos siquiera a palpar. Pero junto al conflicto emocional fluye la ebullición hormonal que llevamos dentro, que nos hace ver monstruosos gigantes donde sólo hay viejos molinos de viento. Emilio Sinclair es por demás un personaje con una extraordinaria riqueza espiritual, y en cada razonamiento de cada suceso en su vida, logra plasmar la terrible angustia que lo envuelve.

Más adelante escribe Hesse: "Fue una primera desgarradura en la santidad del padre, una primera grieta en los pilares sobre los que había reposado mi infancia y que todo hombre tiene que destruir antes de poder llegar a ser él mismo”. Es aquí donde aún no encuentro compartir mi pensamiento eon el autor. Pero no pretendo con ello negar su trascendencia, es sólo un cuestionamiento personal. Si bien es cierto que tal "degarradura" marca un antes y después, que por ella somos capaces de asumir la responsabilidad de ser y de cambiar la visión ante el mundo; y que, más aún, ella significa la primera grieta en los pilares que se ha basado nuestra existencia hasta entonces, ¿por qué tener que destruirlos para poder ser nosotros mismos? William Wordsworth dice: "El niño es padre del hombre" 7 y entonces si destruimos las bases de nuestra niñez, ¿qué nos queda cuando seamos adultos? ¿No resultaría más sensato reforzar los pilares poco a poco con cada descubrimiento del mundo y de nosotros mismos, tratar que esa grieta perdure como parte intransferible y propia de nuestro ser, para así encontrar nuestra verdad? No puedo evitar sentir un vacío al pensar que debo destruir -pueda que esta palabra me resulte algo antipática- aquello que quizás resulte lo único cierto en toda mi vida, pues cuando en la madurez evoque mis reflexiones de ese pasado que se fue para nunca más volver, encontraré un silencio absoluto que sólo me llevará a pensar ¿qué existió allí que ahora no está?, al igual que en el poema Para celebrar una infancia de Saint-John Perse. (Quizás cuando pasen los años y relea estas líneas, pueda entender el verdadero sentido ele las palabras de Hesse, o por el contrario reafirmar mi pensamiento).

Muchas veces, el encuentro con la realidad sucede al unísono con el despertar del sexo en el adolescente. Para W. B. Yeats "el gran conocimiento de la vida de un muchacho es el despertar del sexo"s. A pesar que esta revelación no tiene la misma significación para ambos sexos, existe en ella un lugar común. El descubrimiento de nosotros mismos a través de la expresión y conocimiento de nuestro cuerpo, revela ante nosotros un despertar de los sentidos, una cierta sensualidad. Nos sabemos poseedores de un soma, y a través de él nos sentimos capaces de exteriorizar nuestro pensar, y más aún, aprender y descubrir el mundo que nos rodea.

Particularmente pienso que el tránsito de la infancia hacia la adolescencia está mareado, corno señala Octavio Paz, por un sabernos solos y un asombro de ser. Pueda que uno lleve al otro, pues desde el mismo instante que nos sentimos seres únicos, nos damos cuenta de que estamos solos. Y a pesar de que la soledad brinda misterios fascinantes que dan una aire de misticismo a la existencia, sentimos la lejanía de todo lo que hasta hace poco nos rodeaba y armábamos. Nuestros ojos se ven nublados por el abarrotamiento de las primeras lá - grimas profundas y existenciales, pues "¡Ay del adolescente que no lloró en algún momento de confusión y soledad, de vago misterio y asombro ante los conflictos que nos depara la vida!"9.

Pero como muchas cosas en la vida, tenemos que levantarnos y caminar, y buscar nuestra propia expresión. Pero sólo aquellos que nacieron con un poco de vida interior son capaces de encontrarla, y no dejar que el ritmo agobiante de la sociedad moderna las entierre y sepulte bajo las luminosas marquesinas que nos hablan de una vida fácil llena de lujos y comodidades, que inspiran en cualquiera el terrible afán de poseer y de dominar.

Para culminar, me pregunto después de haber dedicado horas a tratar de sentir ese morir y renacer que pasamos en los años adolescentes, si todo el mar infinito que tenemos frente a nosotros, todo aquello que nos aleja de esa cierta Piedad Natural que une entre sí los días de infancia, que nos es arrebatada para emprender los triunfos y sinsabores que aguardan en nuestro destino; acaso todo ese estallido lo sentimos ¿como castigo o corno redención?

Notas

1. Octavio Paz. El laberinto de la soledad. FCE, México. 1978,p.9.
2. Mariano Picón-Salas. Regreso de Tres Mundos en Autobiografías. 1era. Edición. Monte Avila Editores. Caracas. 1987, pp. 145-146.
3. Herman Hesse. Demian. 5ta. edición. Editores Mexicanos Unidos. México. 1982. 231 p.
4. Ibid., p. 34. 5. Ibid., p. 35. 6. Ibid- p. 35.
7. William Wordsworth. Poetas líricos ingleses. Selección de Ricardo Baeza. I studio preliminar de Silvina Ocampo. Clásicos Jackson. Volumen XXXIV. W. M. Jackson Editores. México. 1963, p. 171.
8. W. B. Yeats. Ensueños sobre la infancia y la juventud. lera. edición en español. Traducción de Julieta Fombona de Sucre. Monte Avila Editores. Caracas. 1986, p. 83.
9. Mariano Picón-Salas. Coloquio en Valera en Com-prensión de Venezuela. Prólogo de Hernando Téllez. Colección de autores venezolanos. Aguilar. Madrid. 1955. Nueva edición corregida y aumentada, p. 390.

(*)Ana Carmen Rondón es estudiante de la Licenciatura en Química, Cohorte '89.

Universalia nº 10 Abr - Jul 1993