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Los Estudios Generales y la filosofía

Alberto Rosales

A Ernesto Mayz Vallenilla maestro y amigo

En nombre del Prof. José Santos Urriola y del mío propio, quiero ante todo expresar nuestra satisfacción al ser honrados con el título de "Profesor Emérito", en reconocimiento a nuestros esfuerzos en esta Universidad. Esa distinción es tanto más valiosa para nosotros, cuanto que ella proviene de una institución que ha sido en muchos aspectos un modelo para la universidad venezolana. Este honor nos compromete a contribuir en el futuro, en la medida de nuestras fuerzas, a que ella se perfeccione en el mantenimiento y a la vez en el libre despliegue de sus principios originales.

Pero agradecer el honor recibido no necesita quedarse en una mera efusión de palabras, que desaparecen apenas son proferidas. Agradecer es más bien corresponder al regalo o a la distinción que se recibe y, en este caso, responder como docente a la Universidad que nos honra con este título. Por ello he creído que nuestra respuesta de agradecimiento debe consistir en ofrecer a la Universidad algunas reflexiones sobre ella misma y, en particular sobre aquella esfera de trabajo que ha hecho posible nuestra presencia en la institución, a saber, sobre los Estudios Generales.

Nuestros Estudios Generales han contribuido, sin duda, a ampliar el horizonte cultural de los estudiantes universitarios y a hacerles mirar más allá de los linderos de sus respectivas especialidades. En algunos casos esos estudios han logrado despertar una pasión insospechada por una disciplina lejana y hasta entonces desconocida. Sin embargo, esos resultados no corresponden propiamente a las metas originales de los Estudios Generales y, en consecuencia, no nos permiten decidir si ellos han alcanzado esos fines o si son, al menos en ese sentido, un fracaso.

En efecto, los Estudios Generales han sido ideados en Alemania, algunos años después de la última guerra, para superar los defectos del especialismo, pero a la vez con la mirada puesta en un ideal de saber, realizado aparentemente en la universidad medieval, que desapareció luego en el curso de la edad moderna, hasta ser sustituido por la fragmentación en disciplinas y especialidades que es peculiar a la universidad del presente. Ese ideal es el de un saber unitario sobre la realidad en total.

Los estudiantes de las primeras universidades, en Bologna, París y Oxford, cursaban ciertamente, como hoy en día, estudios especiales, por ejemplo en teología, artes, leyes y medicina. Si bien el acervo de saber de cada uno de estos estudios era aún bastante reducido, sólo pocos estudiosos llegaban a conocerlos todos. Como hoy en día, había ya por ese entonces una cierta especialización. A pesar de ésta, los estudiosos de esa época poseían un acervo de creencias comunes acerca del mundo en total, acerca de Dios, la naturaleza y el hombre. Ese saber general no sólo estaba presente de manera expresa, en los estudios universitarios de filosofía y teología sino que impregnaba de manera implícita toda la vida de aquellos países en los que había surgido la universidad. Ese acervo de creencias, en parte de origen religioso, se transformó luego en el curso de la edad moderna, para dejar finalmente de jugar en nuestra época el papel de fundamento para la vida de toda la sociedad. Debido a la desaparición de ese saber general, la universidad como institución se ha convertido en un agregado de especialidades y estudios profesionales sin un fundamento unitario, y los estudiosos han quedado encerrados en sus respectivas especialidades. De esa situación ha surgido entonces el especialísimo. Y como éste es considerado una deformación indeseable, se han ideado finalmente ciertos Estudios Generales, a fin de que los estudiantes y los profesores superen su especialismo, al mirar por encima de sus cercados, hacia las especialidades contiguas y más lejanas. Los Estudios Generales, así como el especialismo, y la situación presente de la universidad, no son pues meros hechos sin significación sino fenómenos con un sentido propio, que permanece oculto las más de las veces, porque se desconoce la historia de su formación.

Ese diagnóstico que suele hacerse del especialismo, así como el remedio que se prescribe para curarlo, parecen irreprochables y adecuados. Sin embargo, en estas cosas hay que desconfiar de las evidencias demasiado fáciles. Por ello debemos preguntamos si ese remedio no será apropiado más bien para otro mal, pero no para curarnos del especialismo.

En efecto, nos parece muy bien que cada especialista cobre conciencia de la relación que pueda tener su campo propio de objetos con los campos vecinos. Ello es a veces necesario para que progrese la investigación dentro de cada especialidad. Pero cuando se hace que el estudiante obtenga una cierta información acerca de especialidades vecinas o lejanas sólo se logra, cuando más, que él adquiera una información de enciclopedia, un poquito de esto y otro poco de aquello, pero nunca un saber general. Y aún cuando alguien lograra estudiar hoy en día las más diversas carreras universitarias, no lograría sino una suma de saberes parciales, esto es, que versan sobre partes de la realidad, y no un saber general, acerca de la estructura de la realidad en su conjunto. Si ello es así, entonces la manera en que los creadores e ideólogos de los Estudios Generales tratan de poner remedio al especialismo, a través de la información sobre saberes particulares, no conduce a subsanar la causa de éste, es decir, la ausencia de un saber general. A diferencia de la información enciclopédica que proporcionan hoy los Estudios Generales, el saber general en cuestión es algo totalmente distinto y con una naturaleza propia, esto es, la filosofía.

De tales reflexiones resulta que si bien los Estudios Generales arrojan, en su forma actual, algunos resultados positivos, no llegan más allá de proporcionar una cierta información enciclopédica, una suerte de "animación cultural" y, no alcanzan la meta a la cual estaban originalmente apuntados, esto es, a obtener un saber general, cuya ausencia provoca el especialismo. Si todo ello es verdad, entonces habría que admitir que los Estudios Generales deberían al menos ser modificados, deberían girar en torno al estudio de un saber general como la filosofía. En qué consiste esa posible modificación y de qué tipo de estudio se trate, es algo que requiere aún algunas precisiones.

Sin embargo, dado el mundo en que vivimos, no tendría nada de raro que esa sugerencia fuera malentendida. Como en nuestro mundo humano toda diferencia de rango y de importancia suele ser entendida como una diferencia de cantidad, algunos podrían creer que la posibilidad esbozada consistiría en aumentar el número de los docentes y de los cursos de filosofía en los Estudios Generales. Por obra de ese malentendido, un problema de metas y de jerarquía en el saber sería trocado en una cuestión presupuestaria y de distribución de espacios, es decir, quedaría banalizado y aplastado. Por otra parte, tampoco sería raro que los mismos filósofos pensaran que mi sugerencia encierra tan sólo una nueva oportunidad para ofrecer, de las oscuras bodegas de la filosofía, un más amplio surtido de sus viejos licores. Si todo se quedara en esto, en aumentar y diversificar los cursos de esa disciplina, como si no hubiera pasado nada en los últimos dos siglos, se estaría olvidando lo que justamente el problema del especialismo ha comenzado a hacernos recordar.

El especialismo no surge como problema expreso mientras estaba presente entre los estudiosos, como centro unificador, un conjunto de convicciones sobre la realidad en total, expresadas en las más diversas manifestaciones de la cultura. Ello ocurrió de una u otra forma hasta los primeros decenios del siglo pasado. En ese momento irrumpe algo nuevo, preparado largamente en los siglos anteriores, que no es un mero cambio de ideología o de filosofía sino una transformación de la manera de pensar y vivir. En ese nuevo mundo de creencias vivimos hoy todos nosotros, estemos o no de acuerdo con ellas. Una de sus convicciones fundamentales es que poseer un saber acerca de la realidad en total es algo imposible para el hombre o al menos algo problemático.

A pesar de ello ese mismo mundo de creencias se funda justamente en algunas convicciones generales, escondidas en el fondo de nuestras cabezas, acerca de lo que creemos ser real. Tenemos por real hoy en día, no simplemente lo que vemos y tocamos, sino más bien los "hechos" que la ciencia conoce. Pero tampoco meramente a esos "hechos" sino a ellos en tanto algo con lo cual podemos producir resultados de algún tipo, algo que podemos elaborar y manipular, lo real como producto del trabajo. Y por lo tanto creemos, en tercer lugar, que lo real tiene al menos un aspecto económico, es algo que puede ser poseído, vendido, gozado y consumido. Es por tener en nuestras cabezas tales convicciones, sin que hayamos tenido que leer ni una línea de filosofía, que nuestra vida actual está casi completamente volcada sobre tales cosas, que permanecemos engolfados en su conocimiento, manipulación y consumo. La realidad así entendida es el campo de acción de la ciencia, la tecnología y de buena parte de nuestra vida práctica.

Pero ¿es ésa toda la realidad? Solemos admitir además hoy en día que, al lado de todo eso, existe también el individuo humano con sus sentimientos, deseos y fantasías, como una zona subjetiva, donde no hay verdad ni falsedad. A esa zona no científica pertenecerían también las creencias religiosas, las especulaciones filosóficas, las convicciones morales, como opiniones subjetivas que nos vemos obligados a tolerar en los demás, al igual que toleramos sus caprichos, gustos e inclinaciones.

El abismo que se abre hoy en día entre las humanidades, por un lado, y la ciencia y la tecnología, por el otro, el menosprecio de aquéllas y la sobrevaloración de éstas, no es algo que ha sido siempre así, sino que ha nacido al surgir la decisión entre las dos zonas de lo real, que acabo de esbozar. A partir de ese momento las humanidades se transforman en lo que se suele llamar "las humanidades bobas", en algo inofensivo e inútil, salvo como adorno cultural, que empieza a ser tomado en serio sólo cuando alcanza un buen precio en el mercado.

Y la situación paradójica en que nos encontramos hoy en día es, al menos en parte, un reflejo de esa manera de ver la realidad. Vivimos, en efecto, en el apogeo de una civilización técnico-científica, que nos proporciona un poder y confort antes nunca vistos, pero vivimos a la vez en una humanidad sin metas morales, donde toda agresión del hombre contra sí mismo y contra sus semejantes resulta posible. Esa situación paradójica de apogeo y a la vez de disolución no sólo nos inquieta. De ella surge en nosotros la conciencia de que necesitamos conocerla, escudriñar su origen y sus posibilidades y, ante todo, convertir en problema la manera como concebimos hoy la realidad. Estas tareas van mucho más allá de lo que pueden respondernos las ciencias humanas, si bien éstas contribuyen, como saberes particulares, al esclarecimiento de nuestra situación. Esas tareas apuntan más bien a un saber filosófico. De ello resulta, que un saber general como la filosofía no sólo sería indispensable para enfrentar al especialismo en la formación universitaria, sino también, y ante todo, sería algo necesario para el hombre de nuestra época en total.

Con esto llegamos al término de nuestras reflexiones. Ellas nos han conducido a la posibilidad de radicalizar a los Estudios Generales, proporcionándoles por vez primera un centro, el estudio de un saber general como la filosofía. Ello cumpliría a la vez un deseo que surge de las urgencias de nuestra vida actual. Sin embargo, como vivimos en un mundo que nos hace desconfiar de la posibilidad de todo saber general, el que osara volver a dar un papel a la filosofía en la universidad tendría que estar consciente de que ello no puede consistir en la enseñanza habitual de esa disciplina, sino en un intento inédito, que parta de la situación actual del hombre, para aclarar los supuestos de nuestro mundo, sus problemas y posibilidades. Aunque ese intento no aportara aún un saber definitivo, su mera búsqueda podría se el centro unificador, que vincule nuevamente las especialidades hoy en día esperadas.

La Universidad Simón Bolívar, desde su ilustre comienzo bajo el rectorado de Ernesto Mayz Vallenilla, se ha distinguido por un diálogo creador entre la ciencia, la técnica y las humanidades, un diálogo como el que sería necesario para considerar y discutir la posibilidad que he esbozado. Ojalá que esta institución, en la cual hemos tenido la suerte de laborar una buena parte de nuestras vida académica, y que nos honra hoy con el título de "Profesor Emérito", mantenga viviente ese diálogo, que tan buenos frutos puede dar a sí misma y a la universidad venezolana.

Universalia nº 11 Sept - Dic 1993