En una comunidad de valores y saberes como debe ser la universidad, cuya vida misma se afirma en la disputatio, en el diálogo continuo que intenta iluminar sentidos, trazar sendas que guíen la búsqueda de la verdad, la preocupación por la ética, que alcanza cada una de nuestras actividades y ambientes, parecería inobjetable. "¿Qué hacer para recuperarla?", podemos inquirir después de pasear la mirada por un panorama que a nuestros ojos resulta reprochable o desesperanzador. "¿Cómo enseñarla o cómo hacer para transmitirla, si esto es posible?", volvemos a preguntarnos con desánimo ante una situación que parece invencible. Y quizás este legítimo interés nos lleva, con muy buena intención inicial, a ensayar estrategias, cursos, encuentros, foros y cuanta actividad pueda propiciar el adjetivo ético. Pero el asunto no parece conducir a algún sitio claro cuando la ética se convierte en sólo un tema más de discusión que se reduce al banal clisé, se cae en relativismos o propicia un consenso esterilizante. Y aun puede anunciar distintísimos derroteros cuando comienzan a proliferar discursos personales que declaran respetables posturas éticas con aparentes lecciones edificantes, muy pocas veces a la sordina para que la voz pueda ser intencionalmente reconocida como la única atenta o esclarecida. En este punto ¿cuánto falta para la actitud acusadora o intimidante y su consecuencia en una comunidad. el fundamentalismo y su intolerancia, la educación en la sospecha o su colofón en el escepticismo aséptico, junto al persistente cálculo de conveniencia...?
"Cuando las repúblicas están enfermas -recordaba un experimentado profesor -, abundan los yos envanecidos lanzando sus mesiánicos y encendidos discursos". Y así la "enfermedad" consistente en esta pérdida de los supuestos de una comunidad, en la disolución y olvido de los conceptos que deben sustentarla en la realidad -la conciencia y la convivencia- sin necesidad de que se insista tanto, tiene como uno de sus síntomas el encierro personal y la declaración llena de énfasis opuesta a cualquier diálogo. "¿A qué gritar, cuando las gentes pueden también entenderse en el tono normal de la voz humana?" nos preguntamos también con Mariano Picón-Salas. Y en la pérdida del norte, entre tanta confusión y exposición altisonante, ¿dónde queda aquel fin universitario de "afianzar los valores transcendentales del hombre"?
Es claro que lo expuesto exige una continua y delicada labor de la conciencia. No puede apartarse de su meta quien sinceramente la busca, y así no puede prescindir jamás de los inacabables interrogantes que intenta conciliar, sintiendo, como dice Guillermo Sucre, "lo que hay de desgarrador, íntimo e íngrimo en toda moral". Sin olvidar esto y si pudiéramos dejar de lado aquella discusión que sólo busca imponer individuales razones y poderes y nos dispusiéramos simplemente a atender los fines de la Universidad preteridos por nuestra obstinada y limitada percepción, observaríamos que el tema de la ética es mucho más cercano y sencillo que las argumentaciones en que nos empeñamos. Comprenderíamos que la disciplina universitaria tiene como su objetivo central un sentido ético que es inalienable de nuestra apetencia de conocimiento: aprender a conocer la realidad, lo que incluye la propia condición humana, su relación con el entorno y los métodos y los resultados de su saber; aprender a asumir las responsabilidades que implican los alcances de ese pensar. Entenderíamos que, como lo indica Etienne Gilson, la ética de la vida universitaria consiste esencialmente en la práctica de dos virtudes: la honradez intelectual, que es un respeto escrupuloso por la verdad tratando de atenderla en todos sus detalles, y la humildad intelectual ("objetividad" la llamamos en términos más modernos, anota el pensador francés), que es la sumisión o apertura a la verdad. Dos virtudes morales que tienen su correspondencia en el trabajo del intelecto y que con simplicidad trazan líneas que orientan nuestras búsquedas. Si nos mantenemos en ellas, no haremos sino permanecer en la fidelidad que apunta a una realización plena y en el verdadero sentido.
Podemos pensar, sin embargo, que esta observación quizás se dirige principalmente a la faceta del cultivo intelectual; mas ello sólo en apariencia, pues la esfera social es inseparable de esta búsqueda sincera, y así el respeto y el saber escuchar son actitudes cónsonas con las virtudes aludidas. Podemos ir un poco más allá y preguntarnos nuevamente qué hacer cuando somos testigos de situaciones equívocas que se desvían de los valores. La honradez y la humildad siguen orientándonos en tales momentos, pero acaso pueda sernos de utilidad acudir a una experiencia singular. En una ocasión le solicitaron con insistencia a San Francisco de Asís que resolviera una "disquisición ética": ¿cómo reclamar, porque es nuestro deber, a quien se encuentra en una conducta impropia? Respondió: con el buen ejemplo y la santa y saludable conversación. Precisamente en nuestra casa rectoral, la imagen de San Francisco está presente de manera especial, al menos un par de veces: en un cuadro de ascendencia colonial y en un hermoso vitral. ¿No podríamos apreciar algo de su atento espíritu y recobrar con esta "lección ética" llena de cortesía la convivencia de una comunidad que busca crecer hacia su bienestar?
C. A. A.
Universalia nº 13 Ene - Jun 1997