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Humanitas

Mariano Picón Salas

La encuesta reciente de la Unesco vuelve a poner en discusión el tema de las Humanidades clásicas y el papel que todavía pueden ellas cumplir en el mundo científico y tecnificado de nuestros días. ¿No le restamos al hombre de hoy un precioso tiempo que destinaría a la Física y a la Química, al cada día más complejo artilugio tecnológico que gobierna la civilización, cuando imponemos larga consideración en los programas escolares a las lenguas muertas, a Sófocles y a Lucrecio, a cuanto de hermoso se escribió y soñó sobre la humanidad en los veinticinco o más siglos que nos separan del clasicismo helénico? Y profetas excesivamente modernos llegan a vaticinar que ciertos instrumentos tradicionales de la Cultura como los libros y la buena conversación habrán de desaparecer o perder su importancia, cuando podamos pedirle a un "robot" lo que ahora consultamos en una Enciclopedia; y cuando las imágenes del Cine y la Televisión parezcan más veraces que cualquier tratado de Historia. Ya hay una infantil y menesterosa cultura de "muñequitos" y "tiras cómicas" en que las caricaturas de Sancho y Don Quijote intentan sustituir a la prosa de Cervantes. Otras revistas de gran circulación en los Estados Unidos quieren "deshidratar" la Literatura, tratarla con la misma manipulación con que se reduce el peso de las legumbres y las frutas y condensan a Dickens y a Carlyle, quitándoles metáforas o epítetos que se consideran innecesarios, para ofrecerlos en el más chato e inocente estilo de oficinista. Ver rápidamente; hacer no importa qué cosa, moverse de un sitio a otro, más que reflexionar, parece el ideal de vida de muchos contemporáneos. Los centenares o millares de horas de vuelo sustituyen hoy las que antes podían destinarse a la meditación y la lectura. Cualquier empleado de tienda de New York y Chicago pudo estar en Creta y Micenas, en Tebas y en Heliópolis, aun ignorando la existencia de Homero y Herodoto. Y quienes todavía leen los venerables libros de la antigüedad apenas podrían acompañar como fatigados cicerones, entre las ruinas, a los mercaderes prósperos, o enseñar aquellas cosas que se están tornando inútiles, por muy poca paga, en un liceo de provincias. El humanista se está convirtiendo en un hombre maniático, de traje raído, seguido de sus milenarios espectros y repitiendo hexámetros, en una sociedad que busca emociones más aceleradas.

Si sobre la importancia educativa de las Humanidades pidiéramos un juicio al viejo profesor de Latín que fuera de su Virgilio no encuentra otro sistema de salvación espiritual, o por el contrario, al tecnócrata empecinado que desdeña lo que no se puede reducir a ecuaciones y no se resuelve en estructuras mecánicas y caballos de fuerza, lograríamos respuestas muy contradictorias y radicales. El primero protestaría del escaso tiempo que ya se destina en el Liceo a las "Eglogas" o las "Catilinarias", como el orgulloso tecnólogo las suprimiría del todo en los horarios escolares. Y también el debate de las Humanidades en el mundo presente parece trocarse entre los que creen que casi todo ya se dijo y todo se repiensa, y los que -como los constructores bíblicos de la Torre de Babel- suponen que las empresas de la Historia nacen con ellos. Es una discusión ya tan antigua, que uno de sus episodios más recientes aconteció en la Francia de Luis XIV entre aquellos eruditos de monstruosa y engargolada peluca que se sentían más geniales que los griegos porque habían vivido muchos siglos después. Y parece equiparable peligro el del maniático de la tradición que piensa que el concepto de belleza se detuvo en Fidias o en el Renacimiento italiano, como el del hombre modernísimo que supone que su automóvil, su nevera, su máquina de calcular y su decoración abstracta, le dan primacía de agudeza o inteligencia sobre cualquier otro Adán que antes poblase el planeta. A veces, en nuestra madurísima civilización, parece que las cosas se hubieran hecho superiores a los hombres y nos amenaza una subversión de los objetos como la que ya destruyó una primera especie humana en la trágica leyenda religiosa de los mayas.

Pero también semejante debate se colora del unilateral prejuicio de que unos valores excluyan a los otros, como si el goce y seguridad con que se maneja una máquina debiera inhibirnos de leer a Cervantes. O la tendencia pragmática y especializadora enclava el hombre al yugo de su oficio, cerrándole otros caminos de deleite y liberación. Cuando Spinoza tallaba cristales en su tiendecita holandesa y cuando el señor Goethe con verde y condecorada casaca recibía en su despacho de Ministro, no pensaban que esas funciones les impedirían ser también filósofos y poetas. En nuestros días Paul Claudel pudo escribir excelentes informes comerciales sobre precios y mercados que tampoco eran obstáculo para su labor poética. Más que sobre la incapacidad del espíritu para acercarse a diferentes comarcas de la Cultura, el especialismo exclusivista de nuestros días radica en la exigencia económica de tratar al hombre como máquina mono-productora. Es una "taylorización" de la inteligencia, análoga a la que se impuso en el trabajo obrero. Y en la tierra del más pretencioso especialismo como los Estados Unidos, el desequilibrio psíquico que produce con frecuencia la esclavitud de una sola tarea, se quiere curar con el hobby. ¿Qué hobby tiene usted?, preguntan los psiquiatras a sus enfermos, como si les fuera preciso tomar a los juguetes de la infancia; como si el espíritu no se hubiera hecho adulto por el desenvolvimiento armonioso de sus funciones. Y el financista cansado trabajará como mal carpintero cuando dejó su junta de accionistas, o se empeña en construir con el plano que apareció en un magazine la pequeña canoa que zozobrará en un arroyuelo próximo. La sensibilidad y la curiosidad espiritual que no encontró oportuno cauce, busca estos sustitutivos de desesperación. Es un mundo de cuerpos ocupados y de almas vacías.

No me atrevo a decir que las Artes, la Historia, la Poesía, constituyen infalible panacea para las neurosis de nuestro tiempo. Pero cuando le damos a la Educación un fin que supere lo utilitario y pragmático, cuando queremos formar hombres y no sólo mercaderes, parecen ofrecernos las Humanidades una olvidada Pedagogía de la felicidad. De tanto forzar al hombre para que sea una máquina productora, nos olvidamos del tranquilo y continuo goce que dan -para quien aprendió a gustarlos- los libros y las obras de arte. O prisioneros en la contingencia de lo material que se traduce en el salario, horas de oficina, requerimiento de nutrición, casa y vestido, nos asomamos a otro mundo que supere la fatalidad de lo cotidiano a través de los filósofos, los poetas, los artistas. El pensamiento logra una fuga espacial más larga y de tempo más intenso que los más rápidos aviones de propulsión a chorro. Y ser testigo no sólo de lo coetáneo, sino de lo que ocurrió y se vivió dramáticamente en Atenas, en Roma, en Florencia; en aquel castillo perigordiano donde Montaigne reflexionaba sobre la fragilidad de nuestra condición de hombres, es el elogio más sencillo, más desprovisto de Retórica, de esto que han llamado las Humanidades. Con esos personajes que escribieron los mejores libros, formamos el Club más exclusivo. Virilmente ellos nos enseñan la belleza y el horror -y cualquier enseñanza humanística seda incompleta sin ambos lados de la máscara- para darle a la vida otro fin que el puramente hedonista de la nutrición, el sexo o el dinero. No estamos en el mejor de los mundos posibles, pero tampoco estamos en el irremediable, es acaso la respuesta cautelosa del humanista que aspira a equilibrar en el oficio de vivir el espanto y la belleza ejemplarizantes que comporta la Historia. No es sólo goce estético sino norma y juicio moral. Una existencia que negara el sentimiento trágico seda infantil y azucarada, víctima de toda sorpresa, asépticamente confortable y, por lo tanto, idiota, como la que pintó el novelista americano en su retrato de Mr. Babbitt.

Cuando el concepto de "Humanitas" se incorpora a la Cultura mediterránea-como en la definición de Cicerón-, ésta lleva implícita un designio de libertad espiritual. "Humanitas" es el vínculo que une a los hombres por sobre su condición de extranjeros y ciudadanos; de libres y esclavos; es la razón superior que salta sobre las fronteras artificiosas de sangre. Estado y dinero que erigieron las clases y los poderes dominantes. Cuando los libertos griegos empiezan a enseñar en las casas de los quirites romanos los versos de Homero o los textos platónicos, se cumplía en el alma antigua un primer proceso de conciliación universalista. Se formaba contra la crueldad de las guerras, el recelo de romanos y bárbaros, de patricios y plebeyos, una primera sociedad de los espíritus que parece precursora de aquella "comunión de los santos" en que se empeñará la utopía cristiana. Era una nueva imagen del hombre y de la Cultura que combatía contra el particularismo racial y religioso y fijaba al individuo una comunidad más amplia que la de su ciudad y su liturgia. Aun el derecho quiritario -expresión de una clase ávida, fuerte y opresora- se impregna de nuevos valores éticos.

No es fácil decir -como quiere la UNESCO- si la concordia de las Humanidades con la Ciencia y la Técnica que parece imponer la época, deba hacerse sacrificando lo que ahora se enseña de lengua y literaturas clásicas, para sustituirlos con cursos de Física nuclear o manejo de los más complicados "robots". O que el griego y el latín, lenguas abuelas de la Cultura de Occidente, se releguen en las Universidades y Colegios a cursos opcionales para muy pocos con un valor educativo semejante al del juego de polo, las danzas o el folklore de determinada provincia. Lo que importa no es la cantidad de autores que pueda absorber el estudiante, sino el espíritu y la agudeza con que lo haga. Y quien no tenga tiempo de aprender griego o latín, que se contente con estudiar sus propios clásicos o los de las lenguas modernas más vecinas. Si aún le sobra ocio, descubrirá que todavía -a dos milenios de distancia- es un placer leer a Virgilio. Quizás- como lo dice Ernest Robert Curtius en un libro reciente- la demasiada Historia y erudición sobre el pasado de la Humanidad que ya parece inasimilable en un programa didáctico cualquiera, deba sustituirse en una época próxima por nuevas síntesis o por grandes mitos del hombre donde lo puramente noticioso se sacrifique a lo significativo y ejemplar. Tal vez en este depósito inmenso de conocimientos que ya hace explotar las bibliotecas, los sabios de una nueva Alejandría, los escolásticos de otra edad, tengan que preparar nuevos "escolios" y "Summas"; claros balances y estados de cuentas de saldo de la cultura humana; y el estudiante del año dos mil comience a ignorar -para reemplazarlas por otras muchas noticias que preocuparon a los antecesores ¿No lo hicieron así todas las épocas? ¿Cuántos autores cuyo mensaje se agotó, mueren cotidianamente en las páginas de las Crestomatías? Quizá -como parece anteverlo Curtius -el mito de Prometeo, la leyenda de Edipo o un mármol del Erectión, nos expliquen más esencialmente la cultura griega que muchos libros atiborrados de hoy, y lo que en los conocimientos actuales se nos presenta como dato erudito y abrumador, necesitará alquitararse en la ficción poética, en una nueva explicación mítica del destino humano. Pero esto mismo fija la eternidad de la Poesía frente a las ciencias y técnicas cambiantes. Y el sueño y añoranza de una "Humanidad" que consuele la angustia del hombre, que lo haga partícipe, sobre los siglos, de la sociedad de otras almas, no ha de desaparecer aún entre las más logradas invenciones de la Cibernética. A través de bellos versos y bellos cuentos, pensando de nuevo en Gilgamesh, en Prometeo, en Fausto, verá el hombre un espejo de la eterna zozobra y tentación de la diáspora terrestre. Si el hombre en comunidad necesita una máquina, el hombre en soledad acaso prefiera un poema. Hasta el aséptico Mr. Babbitt cantaba una trivial canción al afeitarse todos los días. Y los novelistas, los poetas, los dramaturgos y hasta los psiquiatras saben bien que por las calles de nuestras ciudades populosas, todavía pueden encontrarse Edipos y Orestes como en una tragedia clásica.

(Tomado de Obras Selectas, 2da. edición, corregida y aumentada. Ediciones Edime. Madrid-Caracas, 1962.)

Mariano Picón-Salas (1901-1965) nació en Mérida y murió en Caracas. En 1922, habiendo renunciado a los estudios jurídicos, viaja a Chile para estudiar Historia. En 1928 concluye sus estudios en la Universidad de Chile, institución de la cual será profesor entre 1931 y 1935. A la muerte de Juan Vicente Gómez, vuelve a Venezuela, donde propone y logra la creación del Instituto Pedagógico Nacional. A partir de 1938 funda la Revista Nacional de Cultura, dicta conferencias en todo el país e imparte clases de literatura. Esas mismas actividades las realizará luego en Estados Unidos, México y algunos países sudamericanos. En 1947 se convierte en decano fundador de la facultad de filosofía y Letras de la UCV. Exiliado voluntariamente en México después de ser derrocado el Presidente Rómulo Gallegos, regresa a Caracas en 1951 y se reincorpora a sus cátedras universitarias. Entre 1953 y 1957 dirige el "Papel literario" de El Nacional, y en 1954, junto con Arturo Uslar Pierti, obtiene el Premio Nacional de Literatura. Al caer la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, es nombrado sucesivamente Embajador en Brasil, la UNESCO y México. En 1964 la Presidencia de la República le encomienda organizar el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, pero la muerte le sorprende en Caracas el primer día de 1965.
Universalia nº 13 Ene - Jun 1997