Massimo Desiato*
El sujeto es una construcción social cuyo punto de partida es la llamada "moralidad de las costumbres". Significa esto que las prácticas generan hábitos que, a su vez, disciplinan las primitivas pulsiones del hombre. La coherencia y armonía del sujeto son el producto de prácticas coherentes y armoniosas; prácticas que se enfrentan a la potencialmente caótica sucesión de los impulsos: la contradictoria y contrastante pluralidad del alma humana es sometida y canalizada a través de rigurosas disciplinas corporales y espirituales. Entre éstas, las prácticas discursivas juegan un papel importantísimo.
En efecto, no debe extrañar si todos los grupos humanos han concedido al lenguaje un rol primordial en la configuración del sujeto. Las palabras no son simplemente símbolos con los cuales nos orientamos en el mundo exterior, sino, a la vez, señales que permiten posicionarse y juzgar los movimientos espirituales que conforman la interioridad. Toda palabra encierra un valor, un juicio, de ahí que todas las sociedades hayan ejercido sobre el lenguaje un control muy estricto: "no hablarás sino como te hemos enseñado", así reza el primer mandamiento moral de los grupos humanos.
En esta dirección, los grandes clásicos de la literatura funcionan como auténticos guardianes y guías del espíritu: disciplinan el alma, a la par que contribuyen a formarla en armonía con esas pulsiones en potencia desbordantes. En este nivel del análisis, la literatura no es un mero juego intelectual o simplemente un disfrute, sino un conjunto de narraciones ejemplares que dotan al individuo de las herramientas necesarias para hacer frente a las circunstancias de la vida. Los clásicos son fuentes de enseñanza y verdaderos maestros de vida en la medida en que contribuyen a fortalecer la sensación de unidad que se encuentra en la base del sujeto. Su movimiento se contrapone diametralmente al de la dispersión y fragmentación. A través de ellos, aprendemos acerca de nosotros mismos, pues, quizás, lo más propio del individuo es también aquello que tiene en común con el otro hombre.
La lectura de los clásicos es difícil. En ella el lector raramente puede abandonarse: en realidad ha de ejercer un constante control sobre el texto, buscando en él esa unidad de intención que lo caracteriza. Toda distracción es penalizada, pues conduce al extravío y hace que la tarea deba ser reiniciada. De las partes a la anticipación del todo y de esa anticipación de vuelta a las partes, así procede el círculo hermenéutico que, lejos de ser vicioso, permite al lector formarse una idea global de lo que está leyendo. El signo de este círculo es la continuidad.
En lo que se refiere a la lectura, a su arte y proceder, la postmodernidad puede ser definida como esa tendencia radicalmente anticlásica que eleva la dispersión y la fragmentación a valores supremos. Lejos de buscar la continuidad, de construirla, la postmodernidad deconstruye toda unidad, la trae de vuelta a la pluralidad. Lo que se pretende con este proceso es herir de muerte al mismo sujeto, tenido aquí como simple artificio gramatical. Deshacerlo, mostrando la imposibilidad, el error radical que supone toda voluntad ideal de sistema.
Dentro de este enfoque se rechaza cualquier tipo de centralidad, de fijeza. A la puntualidad y continuidad del tema, a la coagulación de los conceptos bien definidos se opone el juego diseminado del texto: éste, al igual que la famosa ilustración que Hume hace del yo, no es más que una cebolla: un haz que sólo aparentemente es unitario: su núcleo, el corazón de la cebolla, es puro vacío. En ese vacío ha de instalarse el lector, mejor dicho, abandonarse, para crear con los fragmentos de la cebolla cualesquiera figuras.
Las consecuencias para la lectura son altamente significativas: el texto, la escritura ya no se deja regir por la ley del sentido, del pensamiento y del ser sino que se despliega en la heterogeneidad del espacio y del tiempo, en un lenguaje múltiple, diseminado en una serie infinita de reenvíos significantes. Por lo mismo, leer ya no puede significar la re-creación del sentido, sino que el lector, por decirlo con palabras de Deleuze, se conduce frente al texto como el soldado vencedor frente a la ciudad conquistada: viola, saquea, mata.
Decir que estamos en presencia de un acto de violencia hermenéutica, es decir poco. Por lo demás, eso es uno de los objetivos de la lectura deconstruccionista. Pero no me parece ésta la consecuencia más importante. En efecto, si la literatura es también un acto vital, la deconstrucción, como ya he apuntado, no es simple venida a menos del sentido del texto, sino desplome radical del sujeto vital que se implica en la lectura. Todo parece indicar que en la postura postmoderna se olvida que la literatura puede ser también una actividad existencial a través de la cual algunos individuos buscan respuestas dadoras de sentido: se olvida que la lectura supone también incorporación, es decir, literalmente, un hacerse-cuerpo y un hacer-cuerpo. Estas respuestas son buscadas en la literatura porque la cotidianidad con su sentido común no ha sido capaz de satisfacer ese hambre de significado.
Así, si bien en principio la lectura deconstruccionista puede ser muy interesante, en tanto nueva modalidad de ejercer la tarea literaria, en lo relativo a su implicación existencial luce extremadamente peligrosa. Más peligrosa si se piensa en las condiciones y motivos que inducen a la lectura, pues si el individuo está ya desconstruido y se encuentra en búsqueda de un sentido, una lectura desconstruccionista termina por dispersarlo. Distinto es el caso del lector experimentado que siempre puede regresar a una unidad existencial y hasta profesional que justamente permite catalogar la actividad desconstruccionista como un "juego": el lector experimentado sabe siempre donde está parado.
Ahora bien, parece que estamos en presencia de un auténtico problema ético cuando imponemos criterios de lectura. Si lo anterior está claro, lo que debe preocuparnos son las condiciones en las cuales se encuentran nuestros estudiantes al ingresar a la universidad. No luce aventurado decir que ellos no son precisamente lo que se define como "lector experimentado". Si además evaluamos rápidamente la sociedad que nos rodea, ella también parece bastante desestructurada, o deconstruida, según se prefiera. Hasta donde entiendo, la tarea del educador es la construcción, y concedido el punto de que toda construcción implica cierta dosis de destrucción previa, lo que me preocupa es saber hasta qué punto estamos comprometidos con la construcción. En todo caso, es oportuno anotar al margen que la deconstrucción sólo es viable si hay algo que desconstruir: eso supone una construcción previa a la que hay que demoler. Con esto quiero decir que no es lo mismo, por ejemplo, leer a Nietzsche si se conocen Descartes, Kant y Hegel, a si en cambio se ignora gran parte de la tradición filosófica: el efecto de la lectura es cualitativamente distinto.
Los postmodernos utilizan a Nietzsche como estandarte, quien decía que "a lo que cae es preciso empujarlo". Lo que me pregunto es si hay todavía algo que empujar y si el propio Nietzsche no se haya caído también, pues, también es oportuno recordar que desde los últimos escritos de este autor ha transcurrido casi un siglo y que las condiciones han cambiado profundamente. En todo caso, el mismo Nietzsche criticaba duramente el nihilismo pasivo, aquel que se contenta con destruir todo sin crear nada.
El decontruccionismo estilo Derrida conduce a una lectura totalmente fragmentada y no es en lo mínimo formativo, a no ser que aquel que lo asuma opere desde un sólido eje. Con esto no quiero decir que alguien no tenga derecho, si así lo cree, a destruir los clásicos; pero, al menos, si va a matarlos, que los conozca y que otorgue razones de por qué hay que olvidarlos. De otra forma su destrucción luce como fin a sí misma y se convierte en un acto meramente gratuito, y la gratuidad pudo ser del agrado de Gide, pero difícilmente se compagina con el espíritu de la Academia. La deconstrucción puede ser igualmente válida si es asistida por un lector experimentado que vela por ubicar al lego en los contextos adecuados, supervisando constantemente los efectos que esa tarea produce en el nivel existencial.
Esto último nos lleva a discutir los límites de flexibilidad de la Academia misma: ¿puede en ella impartirse cualquier cosa o, en cambio algunos enfoques se colocan por definición fuera de su ámbito? ¿Cómo debe ser concebida hoy la Academia? Esto es, ¿qué tareas le son propias?, y ¿cómo deben ser realizados sus quehaceres? Si además, como acontece entre nosotros, se dispone de unos Estudios Generales, ¿cómo debe interpretarse "general" aquí? ¿Equivale "general" a cualquier cosa? ¿Es lo general algo sin ejes y coordenadas? ¿Vale en lo general el collage postmoderno? Y más en profundidad, ¿qué relación debe haber entre lo general y la cultura? ¿Admite la concepción de cultura lo invertebrado? ¿Puede ser la cultura aformativa, simple puesta en circulación de informaciones?
Todas estas interrogantes se vinculan estrechamente y responderlas excede con mucho los límites de esta breve reflexión. Por lo demás, me parece que su respuesta implica un diálogo interdisciplinario que involucre a todos los que trabajan en los Estudios Generales. Mi intención ha sido simplemente la de mostrar una problemática que muchas veces no es suficientemente atendida porque, de una forma u otra, los profesores reflexionamos desde nuestras experiencias que, en este caso, no hacen texto. Aun cuando, esta misma intervención sufre de lo que ella denuncia.
(*)Massimo Desiato realizó estudios de licenciatura en Filosofía en la Universidad de Urbino (Italia) y en la Universidad Católica Andrés Bello. Magister y Doctor en Filosofía en la Universidad Simón Bolívar. Profesor del Departamento de Filosofía.
Universalia nº 13 Ene - Jun 1997