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Estimado amigo:

Francisco Barbadillo*

En el trimestre pasado logré inscribirme en el general LLE-116: Introducción al conocimiento del lenguaje como medio e instrumento del pensamiento escrito (Normas y elementos de la redacción y composición). Lo hice porque, desde hace un tiempo para acá, vengo sintiendo la necesidad de salir de algunas dudas y perplejidades, que me asaltan ala hora de escribir, no sólo el lenguaje del especialista de carrera, sino también el lenguaje que está más cerca de nosotros, el que hablamos, leemos y escribimos a diario; el lenguaje que se corresponde con nuestra "profesión" de estudiantes, que tiene que ser, obviamente, el de la propiedad y de la coherencia en todo cuanto a humana condición se refiere, creo yo.

Lo he tomado, digo, porque en el buen deseo de expresarme por escrito, constataba, cuando lo hacía, que no acertaba, sino más bien me enredaba en lo que quería decir ¿Tiene sus exigencias el lenguaje escrito? ¿cómo saber de ellas?, ¿en qué medida unas clases pueden ayudar a resolver mis inquietudes y vacilaciones con el idioma propio? ¿por qué, en fin, no hacer del lenguaje un instrumento idóneo en nuestra vida?. Estas cuestiones influían en la necesidad, mejor diría, obligación, de tomar el curso.

Durante el trimestre, a tres horas por semana, y cumplidas con dedicación y constancia las treinta y seis que manda el curso, me actualicé en las reglas de acentuación y puntuación, y en las normas a aplicar en el género y número de algunas palabras nuevas y viejas; asimismo, supe de las nueve partes y funciones (aunque no todas) de la gramática; hice ejercicios de concordancia; me ejercité en la elaboración del párrafo; seguí las recomendaciones y, eso sí, escribí textos propios.

Bueno, esto último es un decir, pues de propios tenían poco, sobre todo los primeros. Y es que, en este menester de la escritura, del pensamiento escrito, los participantes sabíamos de los textos de todos; todos recibíamos copia del original que leíamos haciendo observaciones de fondo y forma; de comienzo, esta actividad nos causaba cierto desagrado que pronto vencíamos, convencidos de que nadie hace párrafos perfectos al primer intento; y así, con la lección aprendida, rehacíamos los "entuertos"; y nuestro "original" adquiría la versión definitiva; sobre errores, más que sobre aciertos, trabajábamos.

Esta manera de proceder nos daba la dimensión de que algo íbamos mejorando, de que, poco a poco, algo importante se nos iba revelando (¿será mucho decir?): El amor por el lenguaje escrito. Llegué así, a tomar conciencia del cuidado y la pulcritud en la presentación de nuestro trabajo escrito, lo que equivale, o es extensible, a la estima y responsabilidad en todo lo que uno mismo hace y le pertenece.

Porque en el trabajo de la composición, la gran verdad es el texto, nuestro texto que tiene que decir por sí mismo; si no lo dice del todo, o lo dice mal, es porque alguna deficiencia tiene, porque algo hace que en su naturaleza se resienta; pero si, por el contrario, expresa bien lo que dice (el contenido) y la forma de decir (el continente expresivo), el texto mismo es, dentro de sus limitaciones, la manifestación propia de quien lo hace; esa es la verdad.

En este asunto de la escritura, como te digo, el norte de nuestros desvelos era sencillamente éste: puesto que el lenguaje es con nosotros, está aquí, a la carga de todos los días, bien pudiéramos pedirle sus servicios en la explicación de los compromisos e incidencias de la vida; y desde nuestra condición de estudiantes, exigirle igualmente que nos "perfeccionara" en el propósito, por ejemplo, de saber hacer peticiones y reclamos, redactar informes, pasantías, currículos, memos o faxes; todo ello como exigencia, si se quiere, de la composición, de la comunicación clara y eficiente. Pero no sólo en estas actividades, por así decir, funcionales, sino también en otras más reflexivas y creadoras, el lenguaje nuestro de cada día nos "invitaba" a escribir textos descriptivos, narrativos, expositivos y argumentativos, es decir, elocutivos. Y te puedo decir, con conocimiento de causa, que correspondimos a las exigencias de nuestro idioma con "nuestros textos bien hechos".

Lástima que no dedicáramos el tiempo suficiente (siempre decimos que no tenemos tiempo) a esta labor de escribir correcta, precisa y rigurosamente, porque otras ocupaciones, otras asignaturas "más urgentes" de estudio y examen nos absorbían; pero, a pesar de todo, procuramos mantener vivo el interés.

Por otra parte, si se tratara de señalar qué de bueno me procuró este estudio general, no lo podría hacer por los momentos; creo que aún es pronto para saberlo; pero sí puedo afirmar, porque las he comprobado, tres cosas: la primera, es que los asuntos del lenguaje escrito son lentos y exigentes; la segunda, es que he perdido el miedo a la página en blanco; y, finalmente, he decidido, de aquí en adelante, y ojalá que por mucho tiempo, continuar escribiendo, o sea, haciendo el trabajo o "actividad intelectual y/o creadora del escribidor"; pero a puerta cerrada, por ahora.

En definitiva, lo que aquí te señalo, lo entenderás mejor, si te decides a hacer el curso; te aseguro que este general será para ti una experiencia única e intrasferible. Después de la corta vacación intertrimestral, tendremos ocasión de hablar in extenso de todo esto que te escribo.

(*)Francisco Barbadillo es Licenciado en Letras por la Universidad Católica Andrés Bello y Magister en Educación Superior Universitaria por la Universidad Simón Bolívar. Ha realizado cursos de especialización en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid. Profesor del Departamento de Lengua y Literatura.

Universalia nº 13 Ene - Jun 1997