Se encuentra usted aquí

Mi encuentro con el terror...y el amor

Natacha Sagalovsky
Estudiante del curso "Venezuela ante el siglo XXI"

Todavía recuerdo el momento en que el piloto de nuestro avión tomó el micrófono y dijo "Les habla el capitán Petterson, antes que nada quiero asegurarles que nuestro avión está en perfecto estado, y no tenemos ningún problema en cuanto a su funcionamiento. Sin embargo no podremos aterrizar en Nueva York. No tengo mucha información. Lo único que sé es que ha habido dos ataques terroristas, uno en Nueva York y otro en Washington. Estados Unidos ha cerrado su espacio aéreo y nos han desviado hacia Canadá. En aproximadamente una hora estaremos aterrizando en "New Found Land", esa es toda la información que tengo hasta ahora...". Silencio total.

Era el 11 de septiembre del 2001, estaba en un vuelo de American Airlines procedente de Londres, con destino a Nueva York. Mi familia y yo estábamos regresando de unas estupendas vacaciones en Europa. Luego de 6 horas de vuelo me hallaba bastante cansada y un tanto impaciente por llegar a Estados Unidos. Según los planes familiares pasaríamos ese día en Manhattan y el 12 saldríamos para Caracas. Yo no veía el momento de llegar a mi casa pero por lo visto, tendría que esperar un poco más.

Las manos me temblaban, ¿qué tipo de ataque terrorista podría haber ocurrido que fuera tan grande como para cerrar todo el espacio aéreo de EE.UU.? El ambiente dentro del avión se transformó por completo. Se respiraba en el aire una mezcla de confusión, angustia y miedo. Luego de un rato, alguien logró comunicarse con un familiar, quien le contó la noticia: Dos aviones se habían estrellado contra las torres del World Trade Center (una ya estaba en el suelo), y otro se había estrellado sobre El Pentágono. Uno de los aviones estrellados contra las Torres era de United Airlines, los otros dos de American Airlines. Repentinamente me vino una imagen a la cabeza: Yo sentada en mi puesto, volando a quien sabe cuántas millas sobre el nivel del mar, dentro de un avión que tenía escrito del lado de afuera en grandes letras: "AA American Airlines". En ese momento comprendí que la palabra "terrorista" proviene de "terror". Podía ver claramente en mi mente a los pasajeros de esos dos aviones, aterrorizados, sin la más mínima idea de qué sería lo que les sucedería. Me resultaba difícil concebir tanta maldad.

Por fin aterrizamos en una isla perteneciente a la provincia de Terranova (New Found Land), en un aeropuerto del pueblo de Gander, que suele recibir muy pocos vuelos por semana, pero que sólo ese día recibió cuarenta. Estuvimos 14 horas dentro del avión, estacionados en la pista, antes que el gobierno de Canadá nos diera permiso para bajar. Tiempo más que suficiente para pensar en el sufrimiento de montones de personas, en los miles de niños que en un segundo se quedaron sin padres, y ver "Moulin Rouge" unas seis veces. Mientras estuvimos allí, fuimos informados que otro avión de American Airlines se había estrellado en Pensilvania y que otros tres se habían reportado perdidos.

La espera se nos hizo eterna, pero como a las 3:00 a.m. nos dejaron finalmente bajar del avión. Luego de pasar por un largo proceso de seguridad, nos brindaron una taza de café y un sándwich, y nos montaron en un autobús. Llegamos a golpe del amanecer a una pequeña escuela en donde nos esperaba un gimnasio, lleno de cobijas colocadas sobre el suelo para que nos "acomodáramos". Había un mapa mundial pegado a la pared con una flecha que señalaba a la isla y decía "Usted está aquí". Jamás me he sentido mas lejos de mi casa.

No éramos el único vuelo que se "hospedaba" en la escuelita. Tres grupos de pasajeros de otros tres aviones distintos ya se encontraban allí. Un aproximado de 400 personas nos hallábamos en lo que parecía ser un hueco en el tiempo y el espacio. Holandeses, africanos de distintos países, británicos, árabes también de diversas nacionalidades, dinamarqueses, franceses, norteamericanos de EE.UU., italianos, rusos, japoneses, venezolanos, etc, terminando o iniciando sus vacaciones, ahora se encontraban convertidos en damnificados temporales.

Los rumores corrían a millón: Que si explotaron dos puentes de Nueva York, que si pusieron no se cuántas bombas en no sé dónde, que si abrieron el aeropuerto de Queens, que si lo volvieron a cerrar, que si lo volvieron a abrir. Y como consecuencia de esos rumores, nacían otros: que si nos vamos en tres horas, que si nos vamos a las 7:00 p.m., que seguro, a más tardar, esta noche nos vamos, que si ya hoy no será... y así sucesivamente.

Muchas veces sentí ganas de llorar debido al ambiente de tristeza, angustia, incertidumbre e impotencia que allí reinaba, pero me daba cierto cargo de conciencia al pensar que justo en ese momento habían millones de personas en el mundo que seguramente estaban mucho peor que yo, entonces sentía que no tenía derecho de llorar. Pasaron largas horas en las cuales lo único que hacía era ver CNN y tomar coca-cola, pues dormir era realmente difícil. En una de mis caminatas por los pasillos, me encontré llorando a una de las muchachas que estaba en el mismo vuelo: su hermano había estado dentro de una de las torres.

Los canadienses se portaron de maravilla. Constantemente llegaban lotes de comida, cobijas, almohadas, ropa, shampoo, y hasta cepillos de dientes nuevos, ya que todo nuestro equipaje se encontraba dentro del avión. Los voluntarios llegaban a las 5:00 a.m. para prepararnos el desayuno, y de allí en adelante se la pasaban cocinando el almuerzo y la cena. En la noche venían grupos musicales locales para entretenernos. Las personas sonreían, contaban chistes y cada vez que podían le preguntaban a uno "¿Cómo estás?" o "¿Necesitas algo?". De ese modo pude percatarme no sólo de lo cruel sino también de los extraordinariamente hermoso que puede ser el ser humano.

Al tercer día vino el Capitán de nuestro vuelo a conversar con nosotros y a "ponernos al día". Si todo salía bien, nos dijo, esa noche saldríamos para Nueva York. Distintas personas comenzaron a hacer preguntas sobre qué tan seguro sería volar en ese momento, y cuáles eran las posibilidades de que nos sucediera algo. Fue entonces cuando entendí que sí existe tal cosa como "demasiada información", y sentí que a mis 16 años era demasiado joven como para escuchar tales respuestas. Nos habló de las pocas probabilidades de que dentro de nuestro avión hubiese una bomba y de todas las situaciones que podrían o no afectar nuestro vuelo. En general las respuestas eran bastante tranquilizadoras, pero aún así, el hecho de que tantas cosas fueran posibles me erizaba la piel. Por medidas de seguridad, cada miembro de la tripulación cargaría un arma blanca. ¡No recuerdo haber estado más asustada en mi vida!.

Por razones que no vale la pena mencionar, esa noche no salimos hacia Nueva York, tuvimos que esperar dos días más. Los canadienses que habían "cuidado" de nosotros, nos prepararon una pequeña merienda para la espera en el aeropuerto (que fue de casi 5 horas), y se despidieron de nosotros entre grandes abrazos, sonrisas y lágrimas.

Recé durante todo el viaje de regreso. Realmente tenía miedo y confieso que no pude evitar cerciorarme numerosas veces que el grupo de musulmanes que estaban a tres puestos delante mío, y los árabes que estaban dos puestos más atrás, todavía estuviesen allí. Ahora, más calmada e informada, entiendo que esa reacción mía fue producto de un temor sobrecogedor inducido por los hechos horrendos del 11 de septiembre, que me hizo momentáneamente generalizar y culpar de manera injusta e injustificada a toda una religión, etnia o cultura de los actos reprobables de una minoría de fanáticos.

Unas cuantas horas después llegamos a Nueva York, y esa misma noche, mi familia y yo logramos abordar un avión hacia Caracas. ¡Me sentí tan tranquila cuando por fin llegamos a nuestra casa!. Dormí como no había dormido en mucho tiempo, y confieso que me sentí la persona más afortunada del mundo, porque a pesar de toda esta increíble experiencia, estaba finalmente acostada en mi cama, dentro de mi casa, con mi papá, mi mamá y mi hermana, sanos y salvos y cerca, muy cerca de mí.

Universalia nº 15 Abril-Diciembre 2001