Victor J. Krebs*
Lo esencial del texto filosófico está precisamente en aquello que rebasa su sentido literal y que es visible solamente a una mirada entrenada, a un alma dispuesta de la manera apropiada para su sentido. Pero para poder darle contenido a esta afirmación, será conveniente empezar con algunas reflexiones acerca del texto en general, y de los usos a los que ponemos a nuestras palabras, antes de entrar específicamente en nuestro tema.
1. Los textos y el eco de las palabras
Hay libros y libros....tantos tipos de libros como actividades y fines humanos. Y dentro de esta gama casi infinita podemos encontrar modos de lenguaje diversos, diferentes maneras de usar las palabras.
Nuestros fines prácticos involucran un uso del lenguaje en el que las palabras son meramente medios de información. Y así tenemos los manuales, y los informes técnicos, cuya lectura requiere simplemente del conocimiento del vocabulario correspondiente y de la atención a las conexiones lógicas que se hacen en el texto. Así por ejemplo las siguientes citas nos proporcionan ilustraciones de este tipo de texto: "Si los datos introducidos son correctos, pulse SET del mando a distancia para volver a la pantalla normal, y luego el reloj empezará a funcionar"", o bien: "Los bonos Par de la deuda venezolana cayeron 0.92 puntos al despedir la semana en 83,250% de su valor nominal, mientras los bonos de conversión de deuda, DCD, cayeron 1,53 puntos al cerrar en 85,81%." El lenguaje matemático y la formalización del lenguaje natural en los lenguajes de programación y sus respectivos textos informáticos, son otras instancias paradigmáticas de ese empleo de la lengua.
El periódico nos da ejemplos de textos igualmente mecánicos, que requieren de poco esfuerzo por parte del lector más allá de la mera recepción de información. El propósito de este tipo de textos es articular, manejar, y transmitir información, concentrándose en su utilidad práctica, y su instrucción es exclusivamente objetiva. Es poco el valor formativo que tienen. Uno entra en ellos y no es cambiado de ninguna manera. Esto no es ninguna deficiencia, sino más bien una peculiaridad del uso del lenguaje y el propósito al que están dedicados este tipo de textos.
Así como encontramos en el periódico el texto de información, encontramos también las columnas de opinión, las cuales se alejan de ese patrón técnico del que estamos hablando, pues incluyen en sí un elemento reflexivo que las distingue -tanto a su contenido como en su lenguaje- del texto informativo. Cuando leemos, por ejemplo: "es un escándalo que estén mejorando la imagen de Caracas cuando los servicios son completamente desatendidos; que pinten los semáforos para que se vean más bonitos cuando la mitad del tiempo no funcionan", el texto inmediatamente nos captura y nos hace partícipes, de una u otra manera, de su mensaje. Ya no se trata solamente de la transmisión de información, ni puede la actitud del lector permanecer ya meramente pasiva. El texto nos llama a darle una respuesta, a tomar alguna posición respecto a él. Las palabras rápidamente cobran vida en nosotros y, de meros signos informáticos, se transforman en elementos activos, capaces de inflamarnos, o deprimirnos, o tranquilizarnos.
Podríamos empezar a caracterizar la distinción entre estos dos tipos de textos en función de lo que quisiera llamar su resonancia, o eco interior. Las palabras de un manual técnico o de un instructivo teórico no tienen eco, no evocan en nosotros ninguna resonancia interior que les de sentido más allá de su significado literal. Es claro que un texto noticiero acerca del asesinato de Croatas en Yugoslavia, por ejemplo, puede conmovernos si nuestra sensibilidad para con el sentido de esas palabras está dispuesta. Pero de cualquier modo: no es ese su propósito, y es por ello que, en la mayoría de los casos, la misma forma en que esas palabras se nos entregan les quita todo poder de resonancia que puedan tener.
El eco del texto es función del compromiso que nos exige como lectores--y esto como medida de su trascendencia para nosotros como personas. Su resonancia no es sino una medida, en otras palabras, de la relevancia que tiene para nosotros individualmente, de su poder de llamarnos; pero también, y por ello mismo, es medida de su relevancia para nosotros en cuanto personas, es decir, de su función en nuestra formación humana. Esto no quiere decir: la difusión o recopilación de información, de conocimientos externos, que muy frecuentemente se confunde con el verdadero saber, sino el comercio con palabras capaces de ocasionar cambios en nuestra conciencia individual, que nos ayudan a crecer como seres humanos, no solamente como técnicos, o profesionales.
Las columnas de opinión en los diarios tienen eco, pero su eco tiende a ser superficial y de poca duración. Y es que son textos escritos rápidamente para la lectura rápida, que apela a nuestra reacciones y pensamientos más inmediatos, y que, si bien exigen de un cierto nivel de reflexión, no es mucho ni muy profundo el compromiso en el que entramos con ellos.
El caso es diferente cuando leemos una novela, pues ella cuenta con otros recursos y además proviene de un proceso de maduración que hace a sus palabras capaces de llegar, en sus mejores instancias, a niveles más profundos de nuestra conciencia. Una novela rosa, sin embargo, es muy distinta de una novela consagrada por la tradición por su profundidad, por su atemporalidad, por su capacidad de movernos independientemente de nuestra estación temporal. La última, mas no la primera, convierte ese reconocimiento en un medio de reflexión, una forma de enseñarnos lecciones, como lo hace en la vida la experiencia propia. Y es que el texto en ese movimiento de reverberación interior, nos transporta a través de nuestra memoria y de nuestra imaginación a la experiencia misma desde la cual entramos en contacto directo con nuestra propia sensibilidad: Nos imaginamos en la escena, y sentimos las emociones que corresponden, nos hacemos preguntas acerca de cómo nos encontramos nosotros dentro de ese escenario, comparamos nuestros valores, y nuestras reacciones con las de los personajes, a veces identificándonos, otras ahondando en nuestra comprensión, e incluso descubriendo nuevas conexiones que antes no habíamos visto, y aprendiendo de las palabras del autor que ya no nos hablan como a seres extraños sino con la intimidad de quien ha logrado entrar en nuestra alma.
El texto de una novela está lleno de ecos para nosotros, y es en función precisamente de ello que puede pasar del mero entretenimiento, a lo que pienso que es la función fundamental de los libros: el de proporcionarnos palabras que, como semillas, logren hacer crecer árboles en nuestra propia conciencia. El uso de las palabras es distinto en estos textos, pues no sirven sólo como transmisores de información, sino como medios de formación, como estímulos para la propia edificación.
Pero esta distinción que estamos haciendo, entre textos que exigen y textos que no exigen un compromiso o alguna medida de reflexión en nuestra relación con ellos, no tiene nada que ver con su nivel de complejidad. Hay tratados teóricos extremadamente sofisticados, que sin embargo no difieren en lo esencial de lo que estamos identificando como la característica de los textos de información, ya que a pesar de su sofisticación no tienen eco ni requieren de ningún compromiso; y no lo requieren porque su propósito es independiente de lo que podríamos llamar la formación del lector.
2. El texto filosófico
Los tipos de textos que hemos llamado técnicos reflejan un cierto propósito o ímpetu humano que tiene que ver con la supervivencia material, con la necesidad de control y manipulación del medio, con el procurarse con los medios para satisfacer nuestras necesidades físicas más básicas y para modificar nuestro medio a nuestra voluntad y de acuerdo a nuestros planes y proyectos. Pero junto a ese ímpetu hay una necesidad o un instinto igualmente poderoso e importante que podemos llamar el instinto de reflexión.
"No sólo de pan vive el hombre", nos dice el proverbio; y eso quiere decir que junto con nuestra necesidad de manipular y controlar nuestro medio, y así junto al uso correspondiente del lenguaje y sus respectivos tipos de textos, existe también la necesidad de reflexionar acerca del sentido de nuestras acciones dentro de un contexto mayor que el de nuestra supervivencia física, que las conecte con aquello que es más íntimo y profundo en nuestra conciencia. Es con esta necesidad que surge el uso del lenguaje y los tipos de textos a los que pertenece lo filosófico por excelencia.
Un texto de computación es valioso en tanto que nos sirve para aprender a usar la computadora, un texto de ciencias físicas, en tanto que nos ayuda a aprender hechos acerca de nuestro mundo. En la medida en que vayan más allá de su utilidad meramente práctica, sin embargo, y que se conviertan en objetos de reflexión y elementos en nuestra formación humana, podrá decirse que esos textos tienen una dimensión filosófica. Cuando Einstein escribe, por ejemplo, que "Dios no juega a los dados", aparte de explicarnos uno de los principios de su teoría, también nos está dando alimento para la reflexión, y en ese sentido su texto es capaz de convertirse en objeto filosófico.
Hago así una distinción entre la dimensión práctica o literal de un texto, y lo que quiero llamar su dimensión filosófica. En la medida en que sus palabras sean medios de expresión de las necesidades y perplejidades más esenciales y las visiones más profundas del hombre, quisiera decir que estamos frente a su dimensión filosófica. En esa misma medida las palabras de estos textos tendrán el poder de transformarnos, pues ellas responden al instinto de reflexión.
Ahora bien, es importante observar que la filosofía como disciplina especializada, y la filosofía como asunto humano de alcance y relevancia universal no son siempre la misma cosa, y a mí me interesa la filosofía en su sentido más original, no como disciplina sino como necesidad universal del ser humano. No quiero igualar lo filosófico ni con la especialidad ni con la disciplina de la filosofía. La filosofía no es la propiedad de un grupo de profesionales que se llaman filósofos; es patrimonio de la humanidad entera y testimonio de la importancia y centralidad del instinto de reflexión que acompaña al hombre en sus actividades más prosaicas y cotidianas.
Por texto filosófico no me refiero entonces exclusivamente al texto escrito por aquellos a quienes reconocemos como "filósofos", es decir a los textos reconocidos dentro del cánon académico, o la disciplina de la filosofía. Pienso que el texto filosófico no depende de estas clasificaciones, generalmente las rebasa, y, es más, el verdadero texto filosófico generalmente las define e incluso, esporádicamente, las desafía, las cuestiona y las subvierte. Cuando hablo del texto filosófico, por lo tanto, no me estoy refiriendo solamente a los textos escritos por filósofos, sino esencialmente a lo que podemos llamar la dimensión filosófica de cualquier texto, a una dimensión del uso del lenguaje que, es claro, esperamos encontrar en su más amplia y lúcida expresión en los textos que llamamos de filosofía.
Como con cualquier otro tipo de texto, el filosófico puede adquirir un grado de sofisticación que requerirá, tanto en el lenguaje como en la experiencia del lector, una aptitud y dominio proporcionalmente complejo. Esto hace de los textos más representativos de la filosofía, en cierto sentido, textos especializados. Pero este fenómeno no es exclusivo a la filosofía, sino común a cualquier uso del lenguaje que muestre algún nivel de profundización y que implique el aprendizaje de modos más complejos de expresión.
Hay sin embargo una diferencia entre el texto especializado de filosofía y otros textos especializados. El texto filosófico difiere de otros textos especializados en que su tema es de relevancia e interés universal. Un texto de altas matemáticas, por ejemplo, es un texto especializado cuyo tema es de interés y relevancia para quienes les interesa las matemáticas. Y habrá mucha gente que no se encuentre identificado, que no sienta ni atracción ni afinidad en ese tema. Pero el texto filosófico no admite de esta distinción, pues este texto se refiere al ser humano y al sentido de su existencia, que es de relevancia e interés para todos.
El texto filosófico puede tener también diferentes niveles. Un texto de metafísica de Connie Méndez, por ejemplo, es un texto filosófico pues su preocupación está en aquellas preguntas que constituyen lo esencial de la filosofía. El uso de lenguaje es el mismo, tiene la misma intención y está guiado por el mismo instinto, pero la sofisticación y la profundidad es otra que la de los textos filosóficos consagrados por el tiempo; es filosófico, podemos decir, pero en el mismo sentido en que una novela rosa, por ejemplo, es una obra de literatura.
Pero, entonces, ¿en qué consiste la dimensión filosófica de un texto? ¿Qué preocupación es esencial al texto filosófico? Hablé ya del eco; el eco que permite que se transformen las palabras de otro en palabras de mi propia experiencia, o que mi experiencia se transforme en palabras sentidas, profundas, capaces de mover al otro. Una de las marcas de lo filosófico es que en el nivel más profundo de intimidad alcanza el sentido más universal de relevancia e importancia. Mientras más sincera y deliberadamente se interna en su experiencia personal el autor, más poder tiene de hacer que otros se reconozcan en sus palabras de reflexión. La suya es aquella voz en la que todos los seres humanos se reconocen como si sus palabras estuviesen dirigidas específica e íntimamente a ellos. Así la poesía cuando me revela algo acerca de mi existencia y aumenta así mi conciencia, es filosófica. Pero además -y tal vez sea esto lo crucial- el texto filosófico está escrito deliberadamente con la intención de reflexionar acerca de esos temas, y de hacernos reflexionar y seguirle la pista hasta sus más profundas y complejas consecuencias.
Aparte de esto, lo filosófico siempre implica una referencia permanente a un ámbito más profundo y más real que el de nuestra experiencia cotidiana. Es decir, nos refiere siempre a una dimensión trascendente. Esto no quiere decir nada acerca de la posición con respecto a lo trascendente que pueda tomar el autor. Un texto filosófico puede ser más bien anti-trascendente, pragmático, inclusive ateo. Pero lo que lo hace filosófico es que lo trascendente está dentro de su ámbito de reflexión, es parte del campo de fuerza de sus palabras, y contexto tácito y constante de su discurso.
Aquí encontramos el punto de contacto entre la filosofía, la religión, el arte, la poesía, incluso las ciencias naturales, en algunas de sus modalidades; pero en todos estos casos la marca esencial de lo filosófico está en que responde directa y exclusivamente al instinto de reflexión, el cual no es sino evidencia de ese amor por la sabiduría que los griegos llamaron philo-sophia.
3. La labor del texto filosófico
El mundo del pensamiento es un mundo invisible, cuyas leyes requieren de un entrenamiento y una disciplina que se justifica sólo con el tiempo, y se sostiene solamente a través de una fe o una necesidad que es la vocación del pensar. Hay algunos que sienten ese llamado más que otros, pero en general es un llamado que responde a las necesidades más profundas e íntimas de todos los hombres. Por ello sus logros, sus descubrimientos son inmediatamente reconocibles y deseables por todos los seres humanos, aun cuando los esfuerzos que ellos requieren no sean aceptables para todos y puedan incluso parecerle insoportables a muchos.
El texto filosófico es difícil; y lo es, en primer lugar, porque depende de un llamado interior al pensamiento. La actividad de la filosofía es una labor de transformación de la experiencia en pensamiento, de su traducción en palabra, de su reflexión, y su cuestionamiento, con el objeto de hacerla más lúcida y consciente. El pensador recibe en sí al mundo circundante; lo medita, le da el nuevo arreglo de su propia mente, y lo articula de nuevo. Llega a él vida; sale de él palabra. Llega a él, breves acciones, experiencias y vivencias diversas, se destila a través de él en pensamientos profundos, y universalmente válidos. Llega a él comercio cotidiano; sale de él, poesía. El hecho muerto se transmuta en pensamiento vivo. ( Cf. "El erudito americano").
Como decía un gran filósofo de este siglo, pensar es tan difícil como mantenerse sumergido debajo del agua. Cada vez que se afloja la guardia, uno empieza nuevamente a flotar a la superficie. La dificultad del texto filosófico radica precisamente en que requiere de una disposición del lector a entrar en su profundidad, de someterse al trabajo de reflexión y a su esfuerzo deliberado. Como escribe Thoreau, "El leer bien, es decir, el leer verdaderos libros con verdadero espíritu es un noble ejercicio...que requiere de un adiestramiento como el de los atletas, una firme resolución casi de por vida. Los libros deben ser leídos con la misma deliberación con que fueron escritos." (Walden, p. 97). Esa es la dificultad del texto filosófico, y no otra.
Pero es también cierto que hay que estar a la altura del texto. Eso implica contar con los recursos internos para poder hacer eco, para poder conectarse con sus palabras. Así como una novela que habla de sentimientos que no hemos sentido nunca, estará muy lejos de nuestra verdadera comprensión a pesar de entender sus palabras literales, el texto filosófico se nos escapará por entre los dedos si no contamos con la experiencia, la familiaridad y el conocimiento del área y el discurso necesarios. Y eso quiere decir no sólo saber el idioma del cual emerge la obra, sino además poder reconocer los matices de sus palabras y los problemas a los que están dirigidas.
Además de contar con los recursos necesarios, uno debe estar en su mejor forma intelectual para poder acceder al sentido filosófico del texto. Pues éste se torna invisible para la mente que no está alerta, y que sólo puede asimilar lo literal, y el significado inmediato de las palabras. El texto filosófico tiene una densidad que requiere del concurso de nuestra propia interioridad, y exige un compromiso íntegro para descifrar su sentido invisible, por lo que debemos dedicarle nuestras horas más lúcidas y nuestra más deliberada atención si queremos llegar a él. No hay texto que requiera más de la participación del lector para su comprensión, que exija mayor compromiso, que el texto filosófico. Es ahí que radica su verdadera dificultad. Pero es ahí también que se encuentra su premio y recompensa. Pues un texto filosófico, una vez que nos ha tocado, nos transforma y nos puede cambiar la vida.
La lectura del texto filosófico requiere de nuestro compromiso íntegro y del ejercicio de aquellas virtudes de nuestra propia alma como lo son la sabiduría que viene de la experiencia bien vivida, y que nos permite así conectar cada palabra con sus sentidos más ricos y profundos; o de aquella generosidad que nos hace capaces de escuchar cada palabra con humildad y compasión; e incluso de coraje para no refugiarnos en nuestras concepciones más queridas por temor a la verdad que sus palabras nos brindan, y que siempre implica una transformación, y por ello una muerte en nosotros. Como lo dice Thoreau:
Debemos buscar laboriosamente el significado de cada palabra, de cada línea, conjeturando mediante tanta sabiduría, valor, y generosidad como poseamos un sentido más amplio que el que permite el uso común. (Walden, cap. 3, p. 97)
Nada puede reemplazar al pensamiento que llegó a las palabras escritas salvo el pensamiento revivido en la mente del lector. Es más, las palabras impresas no tienen más vida ya que aquella que el lector es capaz de inspirarles mediante su propia inmersión. De otro modo quedan muertas en el papel. Los libros, sobre todo los filosóficos, tienen el valor que les otorga el alma que los recibe. No son los libros mismos, sino lo que los libros son capaces de transmitirnos, lo que los hace grandes. Y lo que determina su valor es el cuidado, y la seriedad con la que se siga, lo más cerca del propio corazón y de la propia vivencia, el camino del cuestionamiento que nos proponen, para formular uno mismo sus propias preguntas y buscar sus propias respuestas a partir de ellos. La actitud hacia los libros debe ser entonces fluida y siempre fiel al proceso que se inicia en el contacto de las palabras con una mente activa (Emerson, "The American Scholar"). De otro modo caemos en el literalismo, que le da valor a las palabras en sí; y a la ideología, que se opone al pensamiento vivo y siempre en movimiento, que es la virtud primera de la filosofía. Y es que, como siempre nos lo recuerda Emerson, los libros no son para otra cosa que para inspirar. Y esa es, en esencia, la intención primera del texto filosófico.
Hay una característica especial de los textos filosóficos que es necesario tener siempre en cuenta, y con la que podríamos tal vez concluir nuestra breve reflexión: Toda aplicación seria y sostenida a ellos dará siempre frutos, y sus mejores frutos son generalmente frutos tardíos, que requieren de una maduración silenciosa, de un proceso de incubación mudo y frecuentemente largo, desde el que luego le vuelven a uno sus palabras con una majestad inédita que antes solo se intuyó, pero que nuestra lectura paciente y constante logró conservar en la memoria. Y es que la promesa de todo texto filosófico está, como leemos en Walden, en que "probablemente encierra [...] palabras tan certeramente amagadas a nuestra propia condición que si pudiéramos oír y comprender realmente serían más saludables para nuestra vida que la mañana o la primavera, y que posiblemente nos revelarían una faceta insospechada de las cosas." (Walden, p. 102). Es, pues, en lo invisible que se encuentra el destino y el efecto más profundo y perdurable de la lectura filosófica.
*Profesor titular del departamento de filosofía, USB. Ph. D., University of Notre Dame, USA. B.A., Vanderbilt University , USA.
Areas de investigación: Filosofía de la psicología/mente y lenguaje, los problemas de la estética, y los problemas de la tecnología.
Cursos dictados en Estudios Generales: La muerte del alma: De Platón a la realidad virtual, El lado oscuro del yo, Los seis sentidos del sentimiento,y Dioses, dáimones y ángeles.
Universalia nº 15 Abril-Diciembre 2001