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LA PEQUEÑA PANTALLA

Primer premio, Concurso de Cuento "JOSE SANTOS URRIOLA"

Carlos Gómez*
Ahí estaba Clara acostada en la otra almohada, en carne y hueso, en superficies y grados centígrados, en estímulos y respuestas. Hundidos entre las sábanas, nuestros cuerpos se iban entremezclando poco a poco hasta confundirse, como dos corrientes que se encuentran lentamente en un remolino y se enrollan hasta quedar separadas por una línea difusa. Pequeños estímulos indefinidos venían de todos los sentidos. Un suspiro, un vacío, una yema afincada, una línea, una mano, cinco líneas, una curva ósea, una llovizna de pelo, un pie, un olor a cuello... O de pronto un gemido me arañaba o un beso me borraba... Pero no se trataba de un acto de tocar y agarrar con desdén, sino de un juego creativo que consistía en provocarle al otro la mitad de un suspiro o alguna respuesta motriz pero sin repetir dos veces la misma trayectoria con los dedos, sin volver a presionar el mismo nervio, ni volver a hundir el mismo acorde. Y así seguía el debate, hasta que poco a poco todo se iba calmando como un mar agitado que regresa lentamente a la inercia. A un momento dado ya nada se movía en el cuarto, salvo dos locomotoras que latían desenfrenadas bajo el pecho hasta que finalmente ellas también regresaban a la calma.
Aquella mañana, volteé con resistencia la cabeza para mirar el reloj. Eran más de las seis y era hora de apurarse. Me cepillé los dientes mientras que almorzaba con alguien y me vestí mientras que hacía aerobics. Tomé el carro y emprendí camino a la universidad.
Clara no paró de distraerme a lo largo de todo el trayecto. A cada instante me llamaba por el hombro. Me cruzaba con un Corolla como el de ella y me daba dos golpecitos en el hombro. Una Salsa me venía a la cabeza y me daba dos golpecitos en el hombro. Pensaba en un bikini y me daba dos golpecitos en el hombro. Llegué a las cercanías de la universidad.
Al llegar a la universidad, dirigí mi vista con cuidado hacia las escaleritas de cemento que comunican el auditorio de ENE con el estacionamiento. Ahí estaba Clara, sentada en silencio a un costado de la escalera, apartada de la gente, con el busto levemente inclinado hacia adelante. A sus pies una paloma blanca caminaba sin mucha dirección. Clara la observaba detenidamente, siguiendo sus pasos con los ojos, en una especie de diálogo silente entre ella y la paloma. Me acerqué sin que me viera y me senté en silencio a pocos centímetros de ella, a observarla detenidamente, siguiendo cada uno de sus gestos con mis ojos. Al cabo de un rato volteó extrañada.
-¿Qué haces?

-Te observo -respondí.

Por un instante puso cara de desconcierto y luego sonrió con gracia.

-Acompáñame a desayunar -me dijo.

Me disponía a acompañarla, pero no pude, porque tuve que parar a echar gasolina.

Al llegar a la universidad, subí inquieto las escaleras de ENE. Clara no estaba. A mitad de camino, divisé a Katherine caminando al frente en sentido contrario al mío. Katherine es la mejor amiga de Clara. Es una mujer estoica, y bastante alta, lo suficiente para tener que bajar la cabeza para mirarle los ojos a la persona promedio. Precisamente por eso nunca baja la cabeza. Anda por ahí, con su estatura imponente, siempre mirando en línea recta hacia adelante, como si eso de mirar hacia uno y otro lado fuera cosa de tipos como yo que no tienen muy seguro lo que quieren. Aunque teóricamente casi no la conocía, sí había estudiado un trimestre entero con ella, y pasarle de frente sin saludarla era ignorarla de manera evidente. No sabía muy bien qué decirle, es decir, podía decirle hola, pero hay muchos holas, cada uno con su fonética diferente; hola-me-caes-bien, hola-qué-sorpresa, hola-tanto-tiempo, hola-ya-te-acabo-de-saludar, hola-chao, hola-hola, etc.

-Hola-te-tengo-miedo -le dije.

Katherine bajó la cabeza.

-Hola -respondió, sin detenerse ni bajar la velocidad.

Y eso es lo que siempre me ha cautivado de Katherine. A mí eso de saludar, de conversar, siempre me ha parecido bien complicado. Para mí es igual a un juego de pelota, donde uno lanza el balón a la cancha contraria y espera a que quien esté ahí te lo devuelva luego de pensar su respuesta, para luego tú atraparlo y volverlo a lanzar, y así sucesivamente hasta que alguien dice chao y se queda con el balón en la mano. Pues bien, yo antes de lanzar el balón hago toda una maniobra, me le acerco lo más que pueda al otro, me coloco, y se lo lanzo suavecito, para que no se le vaya a caer. Si converso con un profesor, entonces le hablo en un tono todo científico-humanístico. Si converso con una muchacha, entonces me podrían confundir por marico. Pero Katherine no hace así. Katherine siempre lanza el balón en línea recta hacia adelante, así tú estés al otro extremo de la cancha y tengas que correr desesperadamente y pegar un brinco para poder alcanzarlo. ¡Yo escogiendo con tanta precisión el hola, y ella que me lanza el primer hola que se le viene a la cabeza, como si saludar fuera algo así tan natural!

A todas estas ya había llegado al auditorio. Me senté en un puesto cercano a la esquina, en una fila de arriba; la clase ya había empezado y el auditorio estaba repleto. Una plantación de cabezas volteadas me separaba del profesor. Y ahí estaba Clara, sentada más adelante, a pocos pasos... pero parecía un helado derretido, una toalla mojada. Me detuve a contemplarla. Su rostro claro, afincado sobre el cuaderno, apenas se dejaba entrever detrás de su cabello, su larga cascada fluida de agua sólida, de negro claro, de tela destejida. Apenas mecía la cabeza, una onda le atravesaba el cabello de arriba a abajo, centímetro por centímetro, hasta llegar a la punta y desaparecer en un choque inaudible con el borde de la mesa. Poco a poco su pelo se iba deteniendo como un móvil, y en el momento preciso antes de que se quedara quieto, Clara cambiaba apenas la inclinación de la cabeza y le daba cuerda a su movimiento perpetuo...

Al terminar la clase, me quedé esperando que todo el mundo se fuera, sentado en mi puesto. Quedé rodeado de asientos vacíos. Al principio fingí estar ocupado escribiendo sobre el cuaderno, para que nadie sospechara nada. Pero no era necesario, nadie iba a ponerle atención a un desconocido sentado solo sin hacer nada. El mío era un asiento vacío más. Cuando estuve totalmente seguro de que no quedara más nadie en el auditorio, bajé hasta el puesto donde había estado sentada Clara. Inspeccioné cuidadosamente el asiento por todos lados. A su pie había un cuaderno botado (más tarde me arrepentí de no haberle puesto más atención a ese cuaderno). En la tabla había unas líneas escritas a lápiz:

me gustas cuando callas porque estás como ausente
y me oyes desde lejos y mi voz no te toca
parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca

¿Las habría escrito ella? Pero no era eso lo que estaba buscando. Seguí examinando el asiento, el respaldar, el suelo, mirando desde uno y otro ángulo. Busqué, busqué... y de repente, un filamento de cabello se pudo distinguir a contraluz sobre el respaldar. Sobresaltado por mi descubrimiento, lo tomé con todo el cuidado y lo suspendí en el aire para mirarlo a través de la luz. Y debí haberme visto bien ridículo, contemplando el pelo boquiabierto como si fuese un hallazgo arqueológico. De repente sentí unos pasos a mi espalda. Volteé de un golpe. Clara y una amiga estaban ahí, a menos de un metro. Clara me miraba fijamente con la rabia en los ojos.

-¿Qué tienes en la mano? -me dijo con voz ofendida.

El pánico me atravesó el cuerpo.

-Devuélvemelo -dijo terminantemente.

Clara me miraba sin ni un parpadeo. Las mujeres tienen esa facultad de transformarse súbitamente en mamá, en suegra, en tu maestra de primer grado. Era como si de pronto todo su encanto se hubiera volcado en mi contra. Su atractivo salvaje la hacía más temible. Su dulzura la hacía más amarga. Su cuerpo solemne me hacía chiquito. Clara me miraba. ¿Qué podía hacer? A lo mejor podía encontrar una explicación no tan vergonzosa. Clara me miraba. A lo mejor podía improvisar un chiste salvavidas. Clara me miraba. A lo mejor... pero su voz me habló como desde dentro de mí mismo, así que extendí el brazo con el pelo en la mano para entregárselo. La mano me temblaba.

Al ver esto, Clara estalló a reírse a carcajadas con la amiga. No paraban de reírse. Se agachó a recoger su cuaderno, se levantó, y las dos salieron corriendo hacia afuera, tomadas de la mano, soltando una risa que me deleitaba y carcomía... Quedé solo en el auditorio, con el pelo en la mano.

Y eso fue todo. Pasé el resto del día tratando de olvidar el asunto, dando vueltas por la universidad, huyendo de las esquinas, por temor a que Clara y la amiga aparecieran detrás de una de ellas y me vieran y se echaran a reír a carcajadas.

Al llegar a mi casa, todo estaba oscuro. Todo estaba quieto. Todo estaba solo. Tiré el morral sin ganas a la entrada de mi cuarto. Entonces, me detuve un momento antes de voltear hacia la cama. Giré la cabeza. Clara me esperaba en silencio extendida sobre las sábanas. Me dejé caer encima de ella y nos hundimos en un largo beso. Poco a poco fui perdiendo peso y me empecé a elevar lentamente, me fui despegando de su cuerpo, primero los pies, luego la cintura, el pecho, el cuello y a un momento dado ya nada me ataba al suelo, salvo sus labios que sorbían dulcemente para no dejarme ir...

La mañana siguiente, me desperté de un golpe. Sentía la cabeza un poco confusa. La mañana estaba algo borrosa, como si las cosas estuvieran ocurriendo un segundo antes de que las viera ocurrir. Desde temprano empezaron a surgir complicaciones inusuales una tras otra. Mi papá pidió que por favor lo dejara en el banco antes de coger dirección a la universidad. Le dije que sí, como no.

En el carro, Clara asfixiaba mi pensamiento. Mi papá permanecía en silencio en el asiento de al lado. Yo me veía con ella jugando como niños, o casados con dos hijos y dos carros y dos cuentas de banco y haciendo el amor dos veces a la semana, o simplemente dando vueltas con ella debajo de las cobijas. De repente mi papá comenzó a murmurar una canción que me sonó conocida. And I guess that's why they call it the blues / Time on my hands could be time spent with you... Era algo de Elton John. Laughing like children / Living like lovers / Rolling like thunder under the covers / And I guess that's why they call it the blues... La coincidencia con lo que estaba pensando me causó gracia... Más adelante, me empecé a preocupar por diversas cosas. Iba a llegar tarde a la universidad, y más ahora con la cola en que me estaba metiendo y todo por llevar a mi papá al banco. Por culpa de él iba a tener que entrar en medio de la clase y sentarme al fondo y entender la mitad de lo que el profesor decía y escribía. Pero qué iba a comprender mi papá de eso, él que no había estudiado ingeniería y menos en la Simón -mi papá permanecía en silencio. Qué fastidio son los viejos cuando se vuelven niños y es uno quien tiene que cuidarlos, etc. En eso fue que mi papá habló.

-Déjame aquí vale, que yo me las arreglo.

-No papá, realmente no me es ninguna molestia llevarte hasta allá -le dije.

-No hijo, vas a llegar tarde, déjame aquí mejor.

Y se bajó del carro sin decir una palabra más...

Llegué a la universidad justo a tiempo. Ese día el auditorio, minutos antes de la clase, parecía un poco la bolsa de Nueva York. Todos caminaban al mismo tiempo, todos en direcciones diferentes, gritando algo a distancia o haciendo señas con la mano. Yo me precipité al primer puesto vacío que pude ver. Me senté. Me instalé. Respiré. Pero de repente vi de reojo un brazo que me sonó conocido. Giré la cabeza noventa grados, temiendo lo peor. Era Katherine, que estaba sentada en el puesto de la derecha, inmóvil. No se molestó en voltear a ver quién la estaba observando, sino que seguía con la cabeza fija mirando en línea recta hacia adelante y formando una perpendicular exacta con el suelo. Tenía puesta una camisa que no empezaba precisamente desde su cuello, sino que empezaba bastante más abajo, justo a tiempo para cubrir apenas un pedacito de sus senos. La posición privilegiada de mi cabeza sumada con el aspecto benevolente de su camisa y su total falta de atención por lo que hacía, eran condiciones exclusivas innegables para distraerme un rato mirando lo que en tan pocas ocasiones se puede ver. No mirar hubiese sido negligente. Así que hice que mis ojos se dejaran llevar por las subidas y bajadas de su pecho. La luz entraba diagonalmente por la abertura de su camisa y tocaba fondo en lo más profundo, revelando la forma completa de su seno derecho, como cuando se puede ver la mitad de la luna y un poquito más...

Katherine de repente se puso su suéter. "Cómo es eso, Katherine", pensé. "¿Vienes a hacer públicas tus tetas, y cuando te las miran, las tapas? ¿O es que la exhibición era sólo para Tu Hombre, y no para un gusanito como yo? Puedes creerte muy por encima de mí. Puedes creerte por muy encima de cualquier mujer. Pero cuando te miro y te recorro eres una más, eres un simple mecanismo de contornos y de nalgas que se acciona suavemente con el mío."

Katherine permanecía en silencio en el asiento de al lado. "Con sólo cerrar los ojos puedo desnudarte y darte vueltas, Katherine, y ni siquiera necesito tu consenso." Katherine permanecía en silencio. "Eres una pobre carnada a la merced de la imaginación masculina". Y

Katherine permanecía en silencio, con la cabeza tensa hacia adelante, como quien escucha algo parando la oreja. Entonces me entró el pánico... ¿Qué pasara si Katherine estuviera escuchando cada palabra de mi pensamiento? ¿Si su silencio era porque no hallaba cómo expresar su disgusto por mis horrendas fantasías obscenas? Y no era del todo absurdo.

Siempre había encontrado que mis padres a veces tenían conductas extrañas, sin ningún motivo aparente. ¿Y si, cuando uno nace, nuestros padres adquieren un sentido más que les permite sencillamente escuchar nuestro pensamiento, a través de una especie de 'cordón umbilical' mental? Claro que no sería tan fácil ocultarle a los niños semejante aspecto de la vida humana, pero, ¿por qué no? ¿Cuántas veces no había yo dejado la carta de San Nicolás debajo del arbolito, para constatar con asombro la mañana siguiente que había desaparecido mágicamente? ¿Cuántas veces, miles de veces, no había escuchado esas cuñas de narradores de béisbol, que dicen '¿A usted le gusta que su esposo lo tenga duro y fuerte?, entonces plánchele el cuello de la camisa con almidón Alicia'? Y me quedaba indagando en mi pequeña mente por qué podía ser tan importante que el señor tuviera el cuello de la camisa duro y fuerte... ¿Y cuántas veces no había escuchado a Caperucita Roja decir 'Abuela, ¡qué brazos tan grandes tienes! ' sin jamás imaginarme que Perrault había podido cometer la semejante indecencia de hacer referencia a la dilatación de los órganos sexuales en un cuento infantil?

La realidad la percibimos diez por ciento a través de nuestros sentidos y noventa por ciento a través de la palabra de los demás. Vivimos en un pequeña celda con una pequeña ventana, como Segismundo.

Imagínense lo importante de escuchar la mente de sus hijos, en términos de cohesión familiar y orden público. Imagínense también lo importante, especialmente en términos de orden público, de tener en la calle una 'policía mental' que ande por ahí de incógnito sintonizando el pensamiento de los ciudadanos. Y Katherine es uno de ellos. Tiene aquella mirada, aquella postura misteriosa, y el lunar, tiene un lunar enigmático en la mejilla izquierda, como si encerrara algún significado oculto...

De repente Katherine me dio un golpecito con el codo.

Ahí me atravesó un escalofrío. Mi teoría era cierta. Katherine estaba ahí, enchufada a mi pensamiento, siendo ella mismo testigo de que había sido desenmascarada. Su cuerpo me inspiraba toda clase de pensamientos, los cuales trataba de interrumpir desde su nacimiento.

Cualquier pensamiento imprudente podía resultar en una cachetada. Cualquier cosa que pensara me podía incriminar. Estaba privado de mi intimidad mental. Me sentía un poco como con una cámara delante de la poceta. Así que traté de dejar de pensar. Dejar de pensar, así como dejar de mover la mano, como cerrar los ojos. Dejar de pensar siempre ha constituido para mi una paradoja mayor que la cuadratura del círculo o la trisección del ángulo. Por más que dejara de elaborar ideas longevas, nunca había podido del todo detener la mente.

Inténtenlo. Es dicho que al dejar quieta la mano esta siempre tiembla un poco a nivel microscópico. Igual es el pensamiento, por más que uno trate de apagar todas las ideas siempre van a brincar pequeñas ideas efímeras por aquí y por allá. Así que hice un gran esfuerzo de concentración para dejar de pensar, como quien se lanza sobre un toro bravo para detenerlo, y entonces lo logré, por un instante dejé de pensar, y me percaté con euforia de que lo había hecho, pero ello por supuesto constituyó en sí un pensamiento, e invalidó mi triunfo. Era inútil. Así que traté de distraerme y pensar en otra cosa. Saqué un Cocossete que tenía guardado (más tarde me arrepentí de haber recurrido a ese Cocossete). Lo abrí haciendo resonar el papel plástico en las propiedades acústicas del auditorio. Cuando me lo empezaba a comer, al parecer una esquina de Cocossete se atascó en el conducto de mi garganta, y no hallaba cómo hacerla bajar ni subir. Al principio traté de contener el pecho y solté una tos disimulada, que le fue perfectamente posible de ignorar a todos los que estaban en el auditorio. Al cabo de un tiempo la tos seguía y seguía y era ya evidente que me estaba saliendo de la conducta normal para una clase de matemáticas. Pero el pecho halaba cada vez más fuerte y la garganta se estremecía y arrastraba con ella a la tráquea y a los pulmones y a todo mi tronco, y la esquina de Cocossete seguía ahí... No hallaba qué hacer, estaba desesperado y todo el alrededor se empezó a poner turbio, la muchacha delgada que estaba a mi izquierda me miraba atónita, sin saber qué hacer y nadie hacía absolutamente nada y la esquina de Cocossete seguía ahí. Entonces sentí una mano fuerte y compacta en mi espalda.

Katherine se había afincado sobre mi cuerpo y empezó a darme golpes y golpes por detrás; sus palmadas eran enérgicas y no dolían, sus manos eran rudas y cariñosas a la vez. Pero la esquina de Cocossete seguía ahí. Katherine seguía intentando desesperada, como si fuera su propia vida la que estuviera en sus manos, y de repente como impulsada por un aliento sobrehumano me dio un golpe contundente que resonó en todo el auditorio, la esquina de Cocossete salió volando y con un bramido empecé a respirar. Estaba a mitad consciente y a mitad inconsciente, sentí la otra mano de Katherine abrazándome por el pecho y el mundo giraba y todo me daba vueltas salvo los suaves brazos de Katherine que me aguantaban en el vacío.

Después de semejante experiencia, una onda de euforia crónica y de qué corta es la vida me invadió el espíritu. No podía pasar un día más sin que Clara supiera todo. No podía arriesgarme a que el día de mañana me muriera y mi amor como una ciudad bajo el océano nunca saliera a luz. Así que andaba caminando por ahí, buscando alguna manera desesperada de confesarle. En eso me encontré por casualidad a Katherine.

-Hola.

-Hola.

-¿Has visto a Clarita? -me preguntó ella.

-Hoy no la he visto.

Había caído en la trampa como un bobo. Katherine puso una sonrisa mordaz.

-¿Y tú cómo sabes quién es Clara?

A decir verdad, esa era una buena pregunta. Luego de cinco meses enamorado de ella, me había colado en una de sus clases de Teoría Celular I dictada por un profesor que siempre pasaba lista, para averiguar cómo se llamaba aquella mujer suelta que caminaba por ahí como un rayo de luz.

-Te caché -me dijo Katherine.

Me puse rojo. En ese justo momento apareció Clara, que andaba buscando a Katherine.

-Ven acá -le dijo Katherine-, que te tengo un secretito.

Katherine le susurró algo en el oído mientras me miraba y se reía. Clara no tardó en impregnarse con la misma risa. Giró los ojos, en una rotación lenta y planetaria, hasta alinearlos perfectamente con los míos, hasta detenerse mirándome y sonriendo, sonriendo y mirándome fijamente.

-¿Qué vas a hacer esta tarde? -me preguntó sonriendo.

-Lo que tú quieras -respondí.

Luego reí y rompimos el hielo.
(bis)

Pasé el resto del día buscando en vano a Clara. No la vi en todo el día. Al llegar a mi casa, tiré el morral sin ganas a la entrada de mi cuarto. Todo estaba oscuro. Todo estaba quieto. Todo estaba solo.

Al día siguiente, camino a la universidad, no sé por qué me puse a contemplar la realidad alrededor. En todas las esquinas encontraba algún concreto manchado, o rejas viejas oxidadas, pintura despintada, aceras brotadas, aceras reconquistadas por los árboles. Hace algunas décadas grandes obras de concreto habían sido la expresión de los sueños ambiciosos del venezolano. Hoy el concreto manchado no es sino el fantasma omnipresente de un sueño abandonado. Las ruinas de un sueño abandonado en todas las esquinas...

En la universidad mi único propósito era conocer de una buena vez a Clara. Encontré la oportunidad perfecta saliendo de la biblioteca. Apenas volteé a la derecha pude ver en la distancia a Clara y a Katherine recostadas sobre una palmera. Clara tenía la mirada caída, los ojos a mitad escondidos bajo su borde inferior. Estaba ahí en silencio, como a la espera de algo, como a la espera de nada, 'callada y constelada'. Entonces me vino una idea. Aquellos versos de Neruda que había encontrado en la tabla de su asiento, ¿los habría escrito ella?

Tenía que ser. Me acercaría hasta ella y le diría:

-Me parece que un beso te cerrara la boca.

-¿Has leído Neruda? -me preguntó.

-Todos sus libros -le dije.

-Yo también.

El plan no tenía manera de fallar. Emprendí camino y me dirigí en línea recta hacia ella, ensayando mi pequeño guión mientras caminaba.

-Me parece que un beso te cerrara la boca -le dije.

-¿Has leído Neruda?

-Todos sus libros.

-Yo también.

Me acercaba más y más y Clara se hacía más y más grande... A mitad de camino sentí una masa pastosa debajo del zapato. Había pisado un pupú de perro. Me lamenté por la irónica e improbable coincidencia, pero ya no había marcha atrás. Además, Clara ni se había dado cuenta, así que no me detuve. Seguí acercándome como torpedo hacia mi objetivo. Faltaban pocos metros. Llegué.

-Me parece que un beso te cerrara la boca.

-Me parece que pisaste un pupú de perro.

-No, creo que no.

-Sí, creo que sí, revisa bien -me dijo.

Volteé lentamente la cabeza hacia abajo, levanté el otro pie y examiné el zapato cuidadosamente, para mostrarle que no tenía nada. Cuando levanté la cabeza, Clara se había ido. Miré a lo lejos y pude verla con Katherine corriendo hacia otro lado, tomadas de la mano, soltando una risa que me deleitaba y carcomía...

¿Qué iba a hacer después de semejante infortunio? Pasé varias horas dando vueltas desesperadas por la universidad, tratando en vano de huir de mí mismo. Me imaginaba recostado sobre esa palmera viendo aquél tipo extraño caminando desenfrenado hacia mí, que pisa un pupú de perro y aún así tiene las bolas de decirme que un beso me calla la boca.

Y así seguía en ese camino tormentoso, sintiendo hasta pena ajena conmigo mismo. Traté de tranquilizarme y me senté en una gramita con vista panorámica hacia el laberinto cromovegetal. Me consolaba pensar que con sólo cerrar los ojos podía hacer aparecer a Clara delante de mí, podía cambiarle los colores al cromovegetal o podía cubrir todo el panorama con una lenta llovizna de nieve. La realidad tiene demasiados pupús de perro, demasiado concreto manchado, demasiadas rejas oxidadas. ¿Y si la realidad no es más que una celda de rejas oxidadas, y nuestra verdadera vida es aquella que transcurre en esa pequeña pantalla que todos tenemos detrás de los ojos? A lo lejos unos chamos hacían bulla y brincaban y saltaban. Era raro, verme a mí tan conmovido en mi mundo, e inmóvil en este...

Tanta polémica me había hecho olvidar a Clara. De repente sentí que una figura se aparecía por detrás. Era ella. Estaba tan aferrado a mi pensamiento que su presencia no me causó sobresalto alguno. Ella me observaba con una mirada indagadora.

-¿Qué haces? -me dijo.

-Estoy pensando.

-Deja de pensar -me sugirió.

-Eso no se puede.

-Claro que sí se puede -respondió.

-¿Cómo? -le pregunté incrédulo.

-Observa...

Clara se acercó suavemente, se apretó contra mi cuerpo y me sumergió en un largo beso. Hundidos en el suelo, nuestros cuerpos se iban entremezclando poco a poco hasta confundirse, como dos capas de arena que se remueven vagamente en el fondo del océano y se intercambian hasta quedar separadas por una línea difusa. Pequeños estímulos indefinidos venían de todos los sentidos. Una gota, un océano, una mano, una ola, una pierna insegura, un dedo gordo...
*Estudiante de Ing. de Computación

Universalia nº 17 Sep-Dic 2002