Gilberto Hernández*
¿Que ha habido mejores días en la vida de José García? Eso no se pone en duda, lo que puede quizás discutirse es el hecho de considerar éste el peor día de su vida, razones para pensarlo hay de sobra o por lo menos así le parece a nuestro personaje: un héroe moderno de nuestro mundo que se despierta todas las mañanas con la intención de hacer lo mejor que pueda, cuantas veces pueda, por cuantas personas pueda y de alguna forma pasar desapercibido mientras lo hace; y por qué no iba a ser así, después de todo era sólo una persona más que se dirigía a su trabajo diario, con la misma expresión de fastidio en su rostro. Si algo era distinto en todo caso era su mirada, una mirada que no reflejaba el cansancio que se veía en los demás, una mirada que se encontraba atenta a todo lo que le rodeaba, buscando siempre alguien que de alguna u otra forma necesitara de él o, mejor dicho, de alguien. La vida le sonreía y no había razón para no devolver el favor.
Hace ya algún tiempo que trabajaba en una empresa pequeña pero bastante exitosa en lo que se refiere a hacer dinero, y ¿acaso no se trata de eso la vida, de hacer dinero, todo lo que se pueda, sin importar cómo lo haces, sin tomar en cuenta si estás haciendo un bien o un mal? Pero, como supondrán, la estabilidad laboral para José es sólo un pequeño paso en la eterna búsqueda de la felicidad. La razón de la felicidad de José tenía un nombre, un nombre que nunca había abandonado su cabeza en los seis años que tenía de matrimonio, un nombre que al escucharlo provocaba todavía un nudo en su corazón además de dibujar en su rostro lo que hasta él mismo calificaba como “una sonrisa estúpida”. Pero no podía evitarlo, la amaba desde el momento en que la vio sentada en el parque, llorando sobre uno de los pequeños bancos.
Aún hoy, en el que probablemente ha sido el peor día de su vida, puede recordar y revivir ese momento. Allí estaba, sentada con su rostro entre las manos. El se detuvo un rato, sentía curiosidad como todo ser humano por saber qué le ocurría y, además, las piernas se veían bien y quería saber si el resto estaba acorde con las piernas (en esos momentos no era la persona que es hoy). Ella descubrió su rostro unos segundos y José pudo ver que, a pesar de la expresión de amargura, era hermoso. Conmovido, más por el rostro que por la situación, se acercó y le habló: - “Disculpa, pero no pude evitar notar que estás llorando y, bueno, no sé, si necesitas hablar con alguien, a veces un extraño puede ser un buen consuelo”-. No está absolutamente seguro de recordar las palabras exactas, pero nosotros que lo conocemos bien sabemos que esas fueron. Continuaron conversando y cuando luego ella pronunció su nombre, aquel sonido se le quedó grabado para siempre: Susana.
Ya es suficiente acerca de José, ¿por qué no mejor pasamos a su día? A ese día en la vida de todo ser humano en que se transforma, sin él mismo saberlo, en algo distinto: una especie de monstruo en donde apenas se distinguen pequeños retazos de la persona que alguna vez fue. Y, este día llegó para José: el 22 de Septiembre del año 2003.
Se despertó como hacía todos los días, volvió su mirada hacia Susana y se levantó de la cama. Se bañó, se afeitó y preparó su desayuno. Regresó al cuarto, cepilló sus dientes, se vistió, despertó a Susana para darle un beso y se marchó. Un día típico: camino al trabajo, la misma gente, las mismas situaciones, todo como siempre hasta que entró a su oficina. Había discutido ayer con el presidente de la empresa puesto que no podía seguir adelante con un proyecto que le habían encargado, que consideraba dañino; y él no iba a trabajar en algo que consideraba no hiciera el bien.
Al llegar encontró una carta de despido. No lo podía creer, había dedicado los últimos años de su vida a esta empresa, la había visto crecer desde cero hasta lo que era hoy y, sin duda, había sido parte importante de ese crecimiento. Lleno de rabia e indignación fue a pedir alguna explicación coherente del presidente, pero no la recibió, tan sólo un simple “creo que estamos avanzando en direcciones opuestas”, no podía soportar más estar allí y se decidió por ir a casa donde seguramente encontraría consuelo en Susana. Tardó sólo unas dos horas desde que la besó hasta que regresó abatido. Se encontraba desolado, pero nada en el mundo lo podía haber preparado para lo que vendría.
Abrió la puerta de su apartamento al borde del llanto, no tenía casi fuerzas para pasar el cerrojo lo que le permitió entrar muy silencioso (aunque esto seguro no cambiaría nada), caminó con la mirada baja lo que no le permitió ver la botella de vino que esperaba enfriándose sobre la mesa o la ropa de su esposa en el sofá junto a unos pantalones que sin duda no eran suyos. Sólo pensaba en cómo decirle a Susana que ya no tenía empleo, cómo no decepcionar a su amada Susana a la que tanto adora, casi hubiese preferido devolverse y quizás no estaría como ahora se encuentra. Pero entró en la habitación...
Allí vio a Susana sobre Armando, el que hasta hace una milésima de segundo había sido su mejor amigo. Ambos, desnudos, haciendo el amor como animales de granja en celo en su último día sobre la tierra. La imagen fue tan terrible que sencillamente dejó de ver, no volteó a otro lado, sus ojos seguían mirando fijamente a una Susana que se “bajaba” apresuradamente de Armando y se tapaba con vergüenza, como si se apenara de su desnudez ante su propio marido, no, José simplemente no veía más. Sus ojos miraban, pero su cerebro se negaba a procesar la información. Salió del cuarto, cerró la puerta de un golpe y se marchó del apartamento.
Caminó sin rumbo por la ciudad durante un largo rato, dos horas para ser exactos. Se detuvo frente a un bar, abierto a las 12:32, en pleno mediodía. Le pareció un tanto extraño pero, después de todo, hoy era un día especial y no le vendría nada mal un trago, además, no recordaba en absoluto esta parte de la ciudad, así que la palabra extraño ya no tenía ningún significado puesto que ahora todo era extraño.
Entró al bar, un lugar bastante curioso, nada parecido a los que frecuentó alguna vez. Para empezar, no había ningún alumbrado eléctrico, todas las luces del local provenían de grandes candelabros que colgaban de las paredes y del techo. El barman usaba una bata bizarra, parecida a un abrigo de piel, pero no era como ningún abrigo de piel que hubiese visto antes, además del sombrero, un poco al estilo vikingo, parecía alguien tratando de adoptar el “look” de Olafo. El lugar estaba completamente construido en madera, las paredes, el piso, las mesas, sillas, el bar, todo, todo estaba hecho de madera. Las jarras de licor era lo único que estaba fabricado en otro material ¿metal? ¿cuál? No lo sabía, nunca supo nada de metales. En fin, parecía un bar sacado de una máquina del tiempo que viajó unos tres o cuatro siglos adelante.
Luego de dar un segundo vistazo se convenció de que ya no se encontraba en Caracas, el barman que le había parecido tan extraño era el más normal de todos, sin duda el extraño allí era él. Se sentó en el bar un poco incómodo puesto que se sentía, como nunca antes, fuera de lugar. Miró al barman como excusándose y le pidió una cerveza. Lo que le sirvieron no era cerveza en absoluto pero su sabor era mucho mejor, por lo que no había razón para quejarse, quizás a la hora de pagar, pero no creía que pagar fuera un problema en este lugar o en este mundo.
Al cabo de unos segundos y dos tragos a su “cerveza” escuchó una voz que lo llamaba por su nombre, -“¿cómo puede alguien conocerme aquí?”, pensó José y volteó a ver quién lo llamaba. El rostro no era para nada conocido, era un rostro delgado, pero no delgado como conocemos, no, delgado como de unos cinco centímetros de ancho. “¿Quién eres? ¿y por qué sabes mi nombre?” preguntó José.
- “Si supiera quién eres, no necesitaría contestar esas preguntas” respondió de forma lacónica el rostro enfermizamente delgado y se marchó.
A José le pareció que ya había sido suficiente y decidió marcharse también, iba a preguntar cuánto debía, pero algo en el ambiente le aseguró nuevamente que eso no tenía importancia. Justo cuando abría para salir lo detuvo otra vez “el flaco”, como lo recordaría luego, y le dijo “José, (¡otra vez mi nombre!, pensó) tu no tienes porque sufrir por una mujer infiel”, luego apartó la mano de la puerta y dejó salir a José.
¡Qué no tenía él que sufrir por mujer alguna! eso estaba claro, mucho menos por una mujer infiel, así que decidió volver a su casa puesto que era hora de hacer pagar deudas pendientes.
Cuando llegó a su apartamento Susana lo estaba esperando, tenía puesto el vestido rojo que siempre usaba cuando quería algo. José jamás lo había notado así, pero ahora todo era distinto: el vestido era el primer paso de un proceso que empezaba por sexo y terminaba con él accediendo a muchas cosas. “Eres una perra” pensó, y sabemos bien que tenía toda la razón. José se sintió extraño, sumamente impulsivo, lo que sin duda no cuadraba con su personalidad calmada y pensativa. Al verla vestida de rojo experimentó un inmenso deseo de atacar, de destrozar, de matar, se sintió de hecho como un toro. Poco sabía José que eso era exactamente lo que Susana veía ante ella: un toro, era su marido sí, pero era un toro.
José, o el toro, embistió con todas sus fuerzas
(y ese toro enamorado de la luna)
Susana apenas y logró apartarse, por lo que el toro se llevó la mesa por delante destrozándola, volvió su mirada enfurecida hacia Susana y arremetió otra vez
(que abandona por las noches la manáa)
esta vez Susana apenas y pudo esquivarlo, el toro golpeó con fuerza la pared y cayó unos
segundos al piso mientras recuperaba el conocimiento, el rostro de José sangraba
(y es pintado de amapola y aceituna, y le puso Campanero el mayoral)
mientras observaba con odio a Susana y embestía de nuevo, con más fuerza que antes,
(los romeros de los montes le besan la frente)
esta vez logró cornear a Susana en el vientre, y el toro con toda su furia la levantó por los aires, mientras Susana aún colgaba de los cuernos del toro (o los cachos de José) iluminados por la luz de la lámpara del comedor
(las estrellas y luceros lo bañan de plata)
el toro siguió sacudiendo a Susana sobre su cabeza hasta que la lanzó contra la pared
(y el torito que es bravío y de casta valiente)
luego se abalanzó sobre Susana y la pisoteó hasta la muerte llenándose las patas de sangre.
(abanicos de colores sus patas parecen)
José volvió en sí luego de unos minutos y observó a la que fue en vida su mujer, completamente destrozada en el piso de la sala, no estaba seguro qué había pasado. Al ver sus manos y su ropa llenas de sangre, comprendió que había sido él. Salió aterrorizado y corrió por la ciudad, buscando de nuevo aquel extraño bar. En pocos minutos lo encontró, en un lugar distinto de donde estaba anteriormente y allí buscó al sujeto que le habló, al “flaco”, y éste le volvió a llamar por su nombre, que no era José y nunca lo fue:
“Toro, ¿arreglaste el problema?”
(*)Estudiante de Lic. En Química.
Universalia nº 20 Sep-Dic 2003