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¿Del hecho al dicho?

Lourdes C. Sifontes Greco*

Nunca podré negar el rol del uso en la configuración y crecimiento de una lengua. Creo que el uso, además, cubre muchas veces necesidades reales de los hablantes, con vocablos, giros y expresiones que responden a carencias en nuestro inventario de la realidad y completan nuestro lenguaje, nuestro conocimiento, nuestras posibilidades de asir el mundo. Nunca podré negar, tampoco, que el uso se impone en los sistemas léxico, gramatical, fonológico, etc., por razones, muchas veces, valederísimas y explicables por medio de la comprensión de aspectos anatómicos o culturales … Incluso los comodines: aun cuando quiero dejar claro que no justifico su excesiva presencia en el discurso, resulta importante comprender que las bromas, los bichos, las vainas y sus derivados son uno con una visión de mundo en la que la desvalorización y la pérdida de sentido nos llevan a un qué nos importa cómo se llama esto o aquello, a una suerte de desgano frente a toda posible precisión, a un tú igual me entiendes que distorsiona, muchas veces, los propósitos comunicativos.

Digamos que, en materia de usos en la lengua, hay asuntos comprensibles y justificables, comprensibles y no tan justificables, y a veces, en sincronía, fenómenos que consideramos no comprensibles ni justificables y que, con el tiempo, nos revelarán su sentido.

Sin embargo, en el entorno académico y en el contexto de la llamada norma culta, si es que tal cosa existe, llaman mi atención los usos que, aun ligados frecuentemente a la lectura de un vocablo, disocian su pronunciación de su representación gráfica, aun en aquellos individuos que, por sus labores, su preparación profesional y su cuidado al hablar y escribir, deberían leer lo que están leyendo y no algo distinto … y aquí me permito una expresión que agradezco a los recursos comunicativos de las ya no tan nuevas tecnologías: :-) .

Esto desencadena algunas inquietudes que he debido titular como aquella película de 1950, protagonizada por Fred Astaire: Tres palabritas. Tres palabras que escucho y leo con frecuencia en el entorno universitario, en particular entre colegas que, aun frente a un flamante cónyuge impreso, leen “cónyugue”, frente a novel y noveles, así, sin tilde, leen “nóvel” y “nóveles”, y convierten un esdrújulo ínterin en un agudo “interín”. Y luego, en la matriz de la tradición oral, multiplican estas ocurrencias en clases, conferencias, y discusiones … Pocos son los que de pronto se preguntan: “¿Este acento va aquí?” o “¿Por qué no me había fijado en que aquí no había una “u”? Y si de mayorías hablamos, una búsqueda en alltheweb.com al 7 de julio de 2004 revela 994 apariciones de “cónyugue”, frente a 79.326 de cónyuge. Conozco a quienes escriben perfectamente cónyuge y novel, y leen, en su propia escritura, “nóvel” y “cónyugue”. Quizás se trate de alguna reminiscencia de esas frases publicitarias que nos iluminaban la pronunciación en lenguas extranjeras: se escribe de un modo y se pronuncia de otro …

Como dije antes: sé que el uso tiene sus razones, y hay procedimientos analógicos, hipercorrectivos, de “naturalización” y de aclimatación de palabras. Sé que en muchas ocasiones simplemente “las oímos decir”, y así las repetimos. Pero lo que la escritura y la ortografía preservan (contra lo que podría esgrimirse una sureña humorada sobre el segundo término: ¿escribir como el orto?), más que una anquilosada tradición, es, las más de las veces la recuperación de la historia y las historias del habla y de la lengua, es decir, de nuestro propio pasado como humanidad. La comprensión de la razón ortográfica y etimológica abre al conocimiento las puertas de una auténtica economía del lenguaje y las de nuestro propio re-conocimiento como organizadores del mundo y estructuradores de un sistema como pocos, que ofrece su punto de partida a las más diversas formas de lo que llamamos saber. Nos encontramos, además, en un medio en el cual la lectura, la atención, la precisión, la exactitud y la información compartida sin distorsiones constituyen, simultáneamente, fundamentos y desiderata del hacer, el saber y el buscar en la Universidad. Si en un texto aparece un término, entonces, ¿por qué razón leemos otro? Las lenguas trazan su historia entre hechos y dichos. ¿Qué más podría decirse? Los profesores insistimos en que queremos de los estudiantes una lectura atenta: pues demos otro tanto. ¡Vivan, pues, en el ínterin, los noveles cónyuges!

(*) Decana de Estudios Generales USB.

 

Universalia nº 21 Ene-Jul 2004