Ganador del concurso de cuento – 1er lugar
Ausencia
José Lezama*
[GÉNESIS]
Una cálida mañana de ese año que no recuerdo bien. Un baño en esa piscinita redonda. Miradas que no significaban nada, caricias inocentes, besos rituales. Siempre la piscinita. Formalidades que no entendía. Parentescos que olvidaba, rostros que apenas recordaba. Nada penetraba mi vida de manera permanente. Existía -únicamente- en un ir y venir oscilante, que no me decía nada de ella.
Hasta que viví ese día tan lleno de cambios, tan lleno de formas, colores y libertades nuevas. Llegó a mi vida, con sus ojos abofeteados de verde -según L- y su cabellera acariciando su solitario cuello.
[APRENDO A CAMINAR]
Ignoro qué era más grandioso, si el reflejo de sus ojos en la diáfana superficie del lago, o si el eco lacustre en su mirada pensativa. El frescor proveniente del cuerpo de agua incitaba a echarse en la grama y leer a Cortázar, a Hahn, o simplemente descansar.
Ella dormía plácidamente a la sombra de un manzano mientras yo hacía caso omiso de las sugerencias de la naturaleza. Libré una dolorosa batalla contra el sueño, prefería verla, presente y ausente a la vez, mía y no mía. Mi mirada quería fundirse con la suya, mi cuerpo ansiaba derretirse y mezclarse eternamente con su figura.
No sabíamos nada de la existencia, ni de la vida, ni siquiera de nosotros mismos. Y había algo que nos acercaba inexorable e irremediablemente el uno al otro: nuestra ignorancia.
[ADOLESCENCIA]
Solo en mi cuarto, escuchando el collage musical de Manu Chao y con el aroma de incienso de coco que bañaba todo a mi alrededor, intentaba plasmar esa mezcla psicodélica de marihuana, intranquilidad, desespero y hambre. Quería que mis líneas la tocaran y acariciaran por mí, que le dieran todo lo que yo no. Quería hacerle el amor con mis palabras, que disfrutara de mis escritos con fervorosa pasión e innegable apego.
Escribía poemas patéticos en mi computadora, intentaba olvidarme de ella -y de L también- sin conseguirlo, y sufría como puede sufrir una gota de rocío al ver despuntar los primeros rayos del sol.
El olor a coco me mareaba y decidí levantarme a abrir la ventana. Miré el sol y sentí que era más fácil pedirle que dejara de salir por el este, que dejara de ocultarse a la hora del crepúsculo -y que así ocurriese-, que negar el océano de incertidumbre que ahogaba mi interior. Pero necesitaba aceptar que no podía tenerla.
¿Tenerla? Era pretender que un pez podía volar hasta las nubes y posar sus húmedos costados sobre los colchones celestes de algodón. Era pedir ayuda a los Dioses del Olimpo al saberse uno incapaz de solucionar un examen de álgebra. Era algo totalmente ilógico, irreverente. Era imposible, pero nunca quise aceptarlo.
[¿POR QUÉ LLUEVE? ¿POR QUÉ EL CIELO ES AZUL?]
¿Qué logró el destino infame haciéndome de su sangre? ¿Por qué insistió en alimentar mi melancolía ese verdugo invisible? ¿Por qué me hería tan cruelmente con semejante agonía? ¿Cómo pude haberle hecho saber que en el océano de mi existencia tenía lugar una tormenta de magnitudes catastróficas? ¿Pudo L haber sido acaso mi utopía?
¿Por qué la vida? ¿Cómo vivir? ¿Supo alguna vez mi sombra que la veía? ¿Merecí lo que me dieron los demás? ¿Merecieron los demás lo que les di? ¿De qué me sirvió estar, si no pude ser?
[A PERFECT CIRCLE]
Una noche de ese invierno fue bastante fuera de lo común. Estaba tendido en el suelo frío de la cabaña cuando súbitamente dejó de oírse. Sentía el vacío que había dejado su partida. Miré, con una mezcla de susto y de repentino entendimiento, el armario de la música. Los discos y el reproductor ya no estaban.
Recordé entonces un pasaje de un libro que me encantó leer una y otra vez cuando hacía mi postgrado en musicología. Siempre estuvo allí. Desde tiempos inmemoriales ha estado allí. Se extinguirá el último hombre y ella seguirá allí. Seguirá estando en las olas, en las cascadas, en el trinar de los pájaros. Se acabará por fin el autoritarismo del hombre y ella será libre, y habrá de olvidarnos por completo.
Me olvidé de la ausencia del verdadero amor de mi vida y pensé en ella, en mi amor imposible. Me di cuenta de que yo pensaba igual que el autor de ese libro -un tal Jonsì- con la excepción de que yo no me refería a la música, yo me refería mi adorable desconocida.
[HABANOS]
Busqué un cigarrillo en el bolsillo de la chaqueta. Ya no me quedaban. Deben quedarme habanos en la cocina -pensé-, y me fui en busca de ellos. Aproveché para servirme una buena copa de vino que me ayudara a entrar en calor. Me senté en la silla que tenía reservada para L, y viendo las telarañas en el techo recordé esa tarde en la clase de música caribeña. Encendí el último habano -no sé por qué era el último, estoy seguro de haber comprado una caja- y me tomé de un sorbo el vino.
Estaba justo detrás de ella y sólo me concentraba en oler su cabello. El profesor hablaba de la posición correcta para tocar el bajo, y yo no dejaba de pensar en que posición tocarla a ella, abajo. Flotaba en un universo de papel y grafito que sólo conocía límites al acercarse al final del pupitre. El sol de la tarde me enceguecía y a mí sólo me interesaba acercarme furtivamente a su cabello. Mis ojos empezaban a arderme debido a la constante exposición al sol.
¿Al sol? ¡A las cenizas, carajo! Que ironía del destino mezclar mi ardor causado por mi distracción ese día -ardor completamente verídico- con la molestia causada por las cenizas de mi habano cayendo certeramente en mis ojos. Me reprendía por mi distracción mientras caminaba a ciegas tanteando el recorrido al lavaplatos. Incapaz de ver, buscando enjuagar mis ojos y alcanzar a distinguir lo que existe a mi alrededor. ¡Irónica similitud con mi vida!
[MARIHUANA]
La tenue luz del ocaso invadía las paredes ocre de mi cuarto desordenado. El escritorio, una maqueta de alguna ciudad medieval rodeada de torres de libros de Platón. La peinadora, una selva donde crecen -exclusivamente- libros de poesía latinoamericana. Mi saxo, mi violín y mi flauta en el piso, durmiendo en un peligroso trío desafinado. Necesitaba relajarme, y me deje llevar por la corriente.
No sabía qué otra cosa hacer. Estaba inmerso en una estampida de búfalos. Estaba solo, hambriento, drogado. El único refugio que tenía, me había sido arrebatado ya por el infame verdugo. Quería auxiliarme en su cintura, atraparme en su red. ¡Quería tantas cosas! ¿Por qué no pude tenerlas?
Este no es tiempo de preguntas...
Estaba realmente solo, triste, perdido. No tenía a quien acudir y decidí fumar un poco. Salí de una esfera apenas húmeda para luego sentir las caricias de una dulce cabellera corroída por el deseo insolente de un condenado. Sentía la brisa fresca del lago, el frío penetrante del piso de la cabaña. Sentí un crujido en el líquido piso de la cabaña y un estruendo silencioso que perforaba mis oídos. Una lengua de aserrín lamió todos mis sentidos y cosquilleó mi cuerpo entero. Inevitablemente empecé a morir. Todo mi cuerpo empezó a temblar y a sudar. Tenía miedo, y no había nadie que me ayudara. ¿Por qué demonios lo hice?
Este no es tiempo de preguntas…
Luego de varios litros de refrescante agua, decidí seguir con mi vida, intentar acomodar lo poco que me quedaba. Asedié sin piedad la ciudad de las torres de Platón, deforesté las selva de poesía latinoamericana. Y mi cuarto empezó a verse como tal luego de varios estornudos, vasos de agua y lágrimas ahogadas.
Me quité la camisa y me recosté con el almohadón entre las piernas. Prendí la lámpara, que tenía centurias apagada en la mesa de noche. Alcancé, a duras penas, la botella de vino, y me dediqué a escuchar los dulces acordes y la letra conmovedora de I don’t wanna miss a thing. Seguía teniendo ganas de tenerla. Seguía siguiendo sus pasos por la vida. Seguía envidiando al agua que recorría perezosamente su cuerpo. Seguía envidiando incluso a su cepillo de dientes; su primer estímulo en la mañana, su último beso antes de dormir.
[HAMBRE]
Solía abrigarme estando allá. Siempre esperaba el último momento para arreglarme e irme. Fue bastante extraño encontrarme a mí mismo en ese lugar. Era el menos indicado para la gente como yo. Sin embargo, allí me di cuenta de muchas cosas. Me di cuenta de que la vida es más dura de lo que parece. Me di cuenta de que los problemas siempre están merodeando por ahí, viendo a quien fastidian. Me convertí en una persona más segura, más analítica.
Cada día la deseaba más y más. Cada día me importaba menos la vergüenza. Cada día me convencía más de que hacía lo correcto. Notaba su ausencia, y me dolía su silencio. Nunca logré atarla definitivamente a mí.
Fue una época en la que sufrí profundamente. Me sentía abandonado en una playa desierta, donde el viento hacía que la arena me golpeara incesantemente, con violencia y sin piedad. Mis ojos se fatigaron de tanta monotonía. Mi alma no encontraba reposo en ningún otro regazo, y enternecida, luchaba contra la mudez de mi conciencia para gritar su nombre.
Iba al cine y a los museos. Hacía teatro y escribía. Tomaba fotografías, pintaba, esculpía y lloraba. No encontraba la manera de calmar mi hambre, ni de calmar mi hambre de ella. Mi arte me parecía insolentemente vacío. Mi arte era como yo, aunque acaso menos triste. Pero el hambre y el hambre de ella seguían ahí.
[RETORNO]
Las vicisitudes de la vida me llevaron de vuelta a mi ciudad natal. Necesitaba acercarme a mi esencia, y para lograrlo era primordial mi regreso a la cuna. El vil destino la arranca de mi vida por segunda vez. ¿Cómo vivir sin ella cuando ya me las había arreglado para tenerla tan cerca?
A orillas del Golfo de Cariaco, mientras tomaba una refrescante cerveza, vi cómo un pelícano recuperaba un pez que se había caído de su pico unos veintidós metros más arriba. Estaba decidido a no perder su pez, y al ver su almuerzo en peligro no dudó -quizás simplemente porque los pájaros nunca dudan- en lanzarse en picada, de frente al mar que me vio nacer - que probablemente también vio nacer al pelícano y al pez en cuestión-, y con sólo unos segundos para lograr su objetivo. Faltaban unos nueve metros (¿por qué no más? ¿por qué no menos?) para estrellarse contra la líquida superficie, cuando le obsequió el mordisco fatal a su almuerzo pisciforme.
Harto de toda la cháchara de tenerte o no tenerte, harto de estar tantos días y noches alejado de ti, y después de haber visto esta lección de la naturaleza, decidí que no iba a dejar que el infeliz destino -que sólo busca hacernos a todos unos infelices- te separara de mi lado por más tiempo. Me incorporé de un salto, derramando cerveza y arena sobre mis superfluas pertenencias.
Caminando bastante rápido, pasé por la recepción del club sin despedirme siquiera. El asfalto candente me quemaba la planta de los pies, como parodiando el futuro que me esperaba. Me monté en el carro y me alejé de la playa tanto como pude. Di vueltas sin sentido por toda la ciudad. Me decía a mí mismo que ella me amaba.
Veía a la gente en la calle y deseé ser alguno de ellos aunque sólo fuese por un par de minutos. Quería olvidarme de mi she loves me, she loves me not y curiosear la vida de un total extraño.
Al sentirme más tranquilo regresé a mi casa, tomé una copa del chardonnay que compré para L -pero que nunca me atreví a darle- y fumé un Lucky Strike, esperando uno sin saber por qué. Me abstuve de prender las luces y padecí a oscuras el camino del comedor a mi habitación.
[AU REVOIR]
Embaracé a mi maleta con todos los hijos que merecíamos ambos. Eché a un lado todos mis estudios de la retórica, de Platón, de poesía latinoamericana. Pisé -no sé si fue sin querer- mi flauta, y pateé -deliberadamente- mi violín y mi saxo.
Desenchufar los electrodomésticos era como desenchufar mi propio respirador artificial. Meter los libros en las cajas, arrancarme pedazos de piel y echarlos a la basura. Mi cabello acariciaba el viento como queriendo dar a luz un hijo de ambos. Mis lágrimas se matizaban con el reflejo de su ausencia.
Cerré todas las ventanas, evitando los contactos de mi casa con el exterior -aislándome-. Pasé el cerrojo de la reja, y pasé la página final de ese capítulo de mi vida.
[AMNESIA]
[HOMOGÉNEO]
Vagaba sin rumbo por las estaciones del metro. Buscaba mezclarme con las personas que pululaban en los andenes, en los torniquetes, en las casetas, en los vagones, en los pasillos... Quería combinar mi vida con sus historias. Por momentos me detenía en medio del pasillo y congestionaba el sector. Hablaba de mi desgracia con los desconocidos; unos me apartaban con desprecio, otros me daban limosnas. No sé qué creían ellos que yo esperaba de su parte. Yo sólo tejía mi intrincado plan, yo sólo necesitaba de mucho tiempo para pensar y de mucha gente con la que hacerme homogéneo.
Y así me paso el tiempo. Mi vida se derrumbó como un castillo de arena fatigado por las olas. Todos los días estaba parado ahí, en esa estación en donde el amor se iba a bajar de un vagón del metro. Pero nunca llegó; ese vagón no existía. O existía en el andén del frente, ése en el que no se debe estar, ése en donde se espera el tren que va a la dirección contraria.
Nunca llegaron los músicos ambulantes, ni mi camino se cruzó alguna vez con alguno de ellos. Tuve que conformarme entonces con lo único que tenía: mi poemario de Oscar Hahn y una foto suya en el bolsillo de la chaqueta. Eso era todo lo que me quedaba. Escuchaba la risa fría del destino y no me quedaba otra opción que la de entregarme a sus designios, para nunca más ser libre.
[INANICIÓN]
Nunca estuve excelentemente nutrido, pero no pensé que llegaría a este punto; el rugoso rodapiés de esta triste pared del centro de la ciudad duele mucho en la espalda. Al despuntar el alba debería marcharme para no entorpecer el paso de los peatones, de las víctimas del consumismo. Pero no tengo fuerzas para dejar abrir la puerta de esta desdichada tienda que me tiene por inquilino. No me siento bien. Siento un frío que muerde mis huesos y un hormigueo que azota mi brazo izquierdo.
cruzo la
[PUERTA]
Intento levantarme y ceder el paso a este amable empleado, pero mi fustigado brazo está reacio a cooperar. Irónicamente, una oscuridad creciente nace en mis ojos al mismo tiempo que los primeros -y últimos- rayos solares de mi diecisiete de julio. El golpe contra la acera es fulminante. Lo último que logro ver es la cara de espanto de un pobre muchacho que no me conocía, pero que se dignó a ayudarme.
[AUSENCIA]
Ya sé que mis ojos no se iluminarán más con su sonrisa. Y sé -como he sabido durante toda mi vida- que nunca me sumergiré en su cuerpo hirviente. Me acongoja darme cuenta de todo esto ahora, cuando todo conocimiento es inútil ya. Ya sé que no tendré otra oportunidad para decirle a alguien lo que siento. Sé que no podré descansar en su regazo, que nunca más podrá consolarme con sus dulces palabras. Sé que nunca más la tuve.
[AUSENCIA]
Ahora Él hunde sus dedos corroídos, llenos de espinas y de sal, en las profundas laceraciones de mi alma. Fustiga mi piel con su podrido fuego flagelante. Deja caer las cenizas candentes de su habano en mis tristes ojos liquidados.
Me siento caer en un profundo sopor. Dejo que mis ojos se cierren -no tengo la fuerza para evitarlo- para quizás no volver a abrirse jamás. Sueño una vez más con unos labios que nunca fueron míos, con una piel en la que nunca naufragué. Me dejo sentir por última vez la ausencia de su lengua en mi piel, el vacío infranqueable entre su tez y la mía.
El hierro al rojo vivo me recuerda que no he muerto. El olor a piel quemada y a sangre reviven las escenas de la jornada anterior: las espinas, los latigazos, las cenizas. Ya tolero el habano y sus putrefactos dedos, pero la piel se despelleja y arde. Siento que la desgarran y la sumergen en arena hirviente, en la arena hirviente de esa maldita playa desierta.
Veo la piscina -la desdichada piscina redonda-, sus ojos verdes y su aciaga cabellera respondiendo mis dudas. Nos veo haciendo el amor en un cuaderno, la veo saliendo de mis sueños saliendo de la ducha. Me veo como su única protección contra el frío del hambre. Veo mis estudios inacabados sobre la mesa de noche, flotando en una niebla de notas musicales. Veo el mer de noms que me hizo feliz, que hizo mi vida. Veo a los búfalos y a los músicos ambulantes en el único andén del metro. Veo las respuestas a todas mis interrogantes, y al mismo tiempo dejo de verla.
(*) Estudiante de Ingeniería Química.
Universalia nº 21 Ene-Abr 2004