Ganadora del concurso de cuento – 2do lugar
Carolina Chirinos A.*
Al fin hicimos la parada que tanto esperábamos a mitad de nuestro largo viaje, en un hotel grande y lujoso. Paramos la camioneta en el estacionamiento que daba hacia la puerta principal. Tanto en el estacionamiento como a la entrada del hotel había árboles, unos pinos junto a cada lado de la grande puerta principal, y varias florecitas rojas en materos, por aquí y por allá.
Al acercarnos a la entrada, dos señores vestidos de pantalón y saco negros muy amablemente abrieron las puertas de vidrio de par en par. Al entrar, miramos alrededor muy sorprendidos de la hermosura del lugar: a la derecha, una gran sala, un bar y una pantalla inmensa donde proyectaban un juego de fútbol; frente a nosotros la recepción, un gran mueble de madera con campanitas para llamar a los recepcionistas, varias mesas de vidrio y muebles revestidos de costosas telas. En eso vino hacia nosotros un señor, el encargado, que a diferencia de todos los que trabajaban allí, se mostraba con un extraño aire de superioridad. Nos saludó como si de antemano supiera que nosotros cinco entraríamos por aquella puerta a la exacta hora en que llegamos. Nos saludó muy cortésmente, y nos invitó a visitar las instalaciones. A pesar de lo lujoso, me parecía que el lugar tenía como un aire extraño, lo cual me producía ansiedad, pero a la vez curiosidad. No mencioné nada al respecto.
Salimos por una puerta que estaba en la parte de atrás de la sala, bajamos unas escaleras y dimos con el área de las piscinas. Había dos, una olímpica con dos trampolines de un lado, y otra más pequeña. Estaban rodeadas de un extenso jardín, donde había sillas y mesas con tolditos; había gente merendando, mientras otros tomaban un poco de sol en alguna esterilla. Había bastante gente: niños jugando, corriendo por los alrededores y brincando en los trampolines; señores y señoras de avanzada edad jugando cartas, y el resto dentro de la piscina.
Atravesamos aquella área y pasamos al lado de dos grandes edificios blancos, donde se encontraban las habitaciones. Estas tenían vista a la piscina o a un jardín trasero al que llegamos finalmente. Una vez ahí, el señor que nos guiaba se detuvo repentinamente, se volvió hacia nosotros, y señalando el último piso del edificio, nos contó, casi sin expresión en su cara, que al inaugurar el hotel, hacía ya mucho tiempo, una pareja de novios había alquilado la habitación principal, puesto que se casarían al día siguiente de su llegada, y celebrarían la fiesta de bodas en el “Salón Real” del hotel. Y sucedió que extrañamente ambos murieron el día de su boda. Nadie nunca supo con exactitud qué había pasado, lo cierto fue que un señor que estaba dando un paseo matutino por las instalaciones encontró el cadáver de la futura esposa en el jardín trasero. Ella yacía muerta. Ataviada con su hermoso traje blanco, no mostraba signos de violencia, y, a pesar de que estaba muerta, el anciano que la encontró describió ante la policía que parecía un ángel, no sólo porque era muy hermosa, sino porque su cara mostraba una increíble expresión de satisfacción, tal vez felicidad.
Minutos más tarde, cuando las autoridades fueron a la habitación, encontraron al novio, muerto, en el piso, y vestido también con su traje de gala. Lo curioso del asunto, es que no se encontraron indicios ni de asesinato ni de suicidio. No había armas, ni drogas ni nada extraño o fuera de lo común que les diera una pista de lo sucedido. El novio tampoco mostraba signos de violencia.
El encargado nos contó esto de una manera tal vez un poco insensible, como si no le importara en lo absoluto lo sucedido, pero a la vez con una intensidad espeluznante, casi como si disfrutara de las muertes de aquellos dos. Continuó el relato diciendo que los directivos del hotel, en honor a las extrañas muertes, habían decidido construir unas estatuas de los novios, que luego nos mostró.
A medida que nos acercábamos al lugar donde estaban las estatuas, recuerdo haber volteado a ver las caras de mis compañeros. Omar parecía un poco fastidiado, mientras que mis padres estaban atónitos y sin palabras, por lo visto deseosos de ver las estatuas y saber el fin de la extraña historia. La esposa de Omar parecía más interesada en el extenso jardín del hotel, miraba a todos lados y le hacía pequeños comentarios inaudibles a su marido. Al tiempo en que observaba a cada uno de mis acompañantes, me preguntaba la causa de las muertes, e incluso pude imaginarme varios escenarios: uno donde los novios tenían una discusión; el la empujaba por el balcón y luego, arrepentido, tomaba una extraña poción que lo mataba de inmediato. Otro donde un extraño espíritu o alguna criatura malvada decidía divertirse un poco a costa de los inocentes novios, o si no, el celoso padre de la novia que envenena al pretendiente, pero que luego sus planes se ven frustrados en lo que la hija lo descubre, después que cometió el asesinato, e indignada se lanza por el balcón. Ya que ninguna de estas posibilidades me satisfacía, dejé de esforzarme por imaginar una posible causa de las muertes, y aunque seguía un poco abstraída, resolví continuar el paseo, ansiosa de ver las famosas estatuas. El señor que nos guiaba nos dejó solos.
La estatua del novio medía como 3 metros, estaba de pie, vestido con esmoquin, y apoyaba su mano derecha a la cintura. Mostraba una mirada profunda, y se revelaba un poco sumiso, viendo en dirección a la representación de la mujer que estaba a unos cuantos metros de la suya. Por el contrario, la de la novia era una representación magnífica, no sólo por las dimensiones (que duplicaban la de él), sino también por su esbeltez, presencia y majestuosidad. No obstante, su cara era casi indescriptible. A pesar de que era hermosa, descubría un cierto aire de maldad, pero era algo tan sutil, que si no se observaba muy detalladamente, era bastante probable pasarlo por alto. A pesar de que noté esta pizca de maldad, no pude evitar sentir una especie de atracción, así como si quisiera ir, de algún modo hacia ella. Logré contenerme, y la seguí observando. Tenía un vestido que terminaba en una inmensa cola, de la que al final, después de mucho inspeccionar, noté que un pequeño diablillo (también tallado) se escondía con una mirada pícara detrás de la falda, así como un niño travieso.
Mis padres, Omar, su esposa Cecilia y yo estábamos atónitos. Ninguno de nosotros podía creer la suntuosidad de lo que veíamos. Mi papá le tomaba fotos por todos lados, a cada detalle, buscando siempre el mejor ángulo en el que quedara mejor retratada la maravillosa y tan extraña creación. Mi mamá comentaba con Cecilia sobre los detalles del vestido, la gracia con la que la estatua representaba a la mujer, que levemente tomaba con una mano su inmensa falda, y la increíble pose en la que fue imaginada y luego esculpida por el autor. De pronto, Omar nos llamó con mucho entusiasmo, ya que había descubierto, bajo la falda de la estatua de la novia, unas escaleras, que bajaban hacia una hermosa puerta dorada que tenía unos grabados. Cuando nos dirigimos al sitio, nos dimos cuenta de que en las escaleras y en los alrededores había varias personas (que no habíamos notado durante el trayecto), leyendo, dibujando o pasando el rato, debajo de la falda, como si la blanca e inmóvil mujer los estuviese cobijando.
Bajamos las escaleras, atravesamos la puerta, y apareció ante nosotros un salón lujoso, con muebles de cuero, alfombras y grandes candelabros, donde se exhibían unas estatuillas doradas. Algunas eran caballos, otras encarnaban guerreros; y también había pinturas de los mismos temas, caballos salvajes, o representaciones de guerras de tiempos antiguos. Además, había espadas, lanzas y armaduras en exposición. Al parecer todas estas manifestaciones de arte estaban a la venta, ya que había unas muchachas que estaban atendiendo a unas personas, que por lo visto estaban interesadas en alguna que otra de éstas reliquias.
Después de que entramos, nos percatamos de que este lujoso salón tenía, al final, otra puerta parecida a la primera, que daba a un jardín pequeño, en el que se exhibían unos ataúdes, y donde una señora mayor, delgada, esbelta y de pelo corto canoso atendía a los interesados. No llegamos a salir al jardincito porque decidimos terminar de ver las estatuillas y armaduras. Pero desde donde estábamos pudimos ver que había féretros de todos los tamaños, incluso para niños.
Cuando nos dispusimos a pasar al jardín, notamos que Omar no estaba con nosotros. En realidad, aunque no le dimos importancia, (ya que estábamos absortos en las cosas que veíamos), Omar se había separado desde hacía algún rato de nosotros. Ni siquiera Cecilia sabía dónde estaba. Después de buscarlo por todas partes, volteamos hacia la puerta del jardín y por fin lo vimos. Caminaba en dirección a la señora mayor que atendía en esa parte, pero había algo muy extraño en el. Durante todo el trayecto no había mostrado demasiado interés en la historia, ni en las estatuas, ni en el salón de las antigüedades. Sin embargo ahora, que caminaba hacía el jardín, parecía como si algo lo estuviese guiando, como si estuviera hipnotizado por algún tipo de fuerza cósmica o algo parecido. Era tan extraño verlo caminar de ese modo que lo único que hicimos fue ver que era lo que iba a hacer. Incluso Cecilia parecía estar en shock, ya que nunca había visto a Omar comportarse de aquel modo.
Seguimos observándolo, y cuando ya había atravesado casi la mitad del jardín, le hizo una reverencia a la delgada señora mayor; y con mucha determinación fue directo hacia uno de los ataúdes, sin siquiera detenerse a ver el resto. Lo abrió, lo miró durante unos breves segundos, y, para sorpresa de nosotros, se metió dentro de el y cerró la tapa.
Fuimos corriendo inmediatamente a ver qué le había pasado, y a pesar de que golpeamos el féretro y gritamos su nombre incontables veces no había respuesta. La tapa no se abría por más que lo intentáramos, y ninguna de las personas que allí había parecía querer ayudarnos. Todos nos miraban y comentaban entre ellos, pero nadie se movía.
Las lágrimas empezaron a brotar del los ojos de Cecilia, que ya estaba desesperanzada, ya que estuvimos intentando abrir el ataúd durante casi media hora. Hasta que por fin, alguien se nos acercó. Era la anciana. No nos dijo nada, sólo nos vio y nos hizo señas para que nos apartáramos. Nos retiramos un poco, y ella empezó a cantar en voz baja una especie de rezo, que luego fue acompañada por las voces del resto de las personas presentes, que cantaban lo mismo. Al cabo de un rato, la anciana hizo una señal para que pararan el canto, y la gente calló. Cecilia se desesperaba cada vez más, y los ojos de mi papá mostraban una gran preocupación.
La anciana se inclinó poniendo su oreja sobre el ataúd. Se retiró y la tapa se abrió un poco. Luego nos vio, sonrió con dulzura, y a una señal suya, todos los presentes se marcharon con ella.
Nos apresuramos a terminar de abrir la tapa; y vimos a Omar, que estaba dormido. Al notar el rayo de luz que apareció al abrirse el ataúd, Omar se despertó. Bostezó, se estiró, y cuando nos vio sonrió, y como si se estuviese levantando de su propia cama, nos dijo: ¿ya es hora de volver a casa?.
(*)Estudiante de Ingeniería Química.
Universalia nº 21 Ene-Abr 2004