Daniel E. Lucani*
Leyendo una vez más algunas historias sobre la infancia, encuentro en ellas una sabrosa claridad natural que existe en el mundo pero que parece ocultarse con el tiempo. La simpatía por los personajes, con sus alegrías y sus penas, me embarga en cada página. En nada se parece este sentir al tedio y la profunda incomprensión que motivaban en mi ser “Las Memorias de Mamá Blanca” en la escuela. En ese tiempo, era algo mayor que Blanca Nieves y Violeta, las niñas de la novela de Teresa de la Parra. No encontraba interesante leer sobre juegos o historias narradas por graciosos hombres mayores: en casa podía encontrar historias más deliciosas e íntimas, un palpitar más real en los juegos y correrías que perturbaban el pulso y la respiración. También habían tesoros más suculentos en la alacena o en el jardín: el quesillo blando y jugoso, los mangos pequeños que empapaban los rostros y las manos en un gozo que era todo sabor e impúdica alegría, las misteriosas cartas de mis abuelos escritas en lengua arcana. Por supuesto, las frutas no han dejado de ser deliciosas y la casa de mis abuelos aún hoy conserva su simpatía y alegría. Sin embargo, no se siente la misma aura de magia y secreto. “Si no la infancia ¿qué había allí entonces que ya no está?” diría Saint-John Perse en uno de sus poemas. Esta pregunta es pertinente pues revela un sentimiento de pérdida. Acaso es la pérdida de algunos valores o dones que existían en la infancia, unos dones que permiten una manera de vivir más plena y armoniosa. Ahora, parece interesante tratar de precisar y comprender en qué consiste esta pérdida. Quizá la conciencia de lo perdido – distinto y complementario al sentimiento de pérdida – permita conciliar y recobrar en parte ese bien que ya no se tiene; acaso pueda tenderse un puente entre el presente y algunos valores ínsitos de la infancia y así recuperarlos. Picón-Salas comenta en “Pequeña confesión a la sordina” que “La nostalgia de esa naturaleza perdida es uno de los leit-motiv de su obra literaria”. ¿Acaso se refiere a su Mérida natal o a otro tipo de naturaleza? ¿En qué consiste la nostalgia? ¿Es la nostalgia algo negativo o permite acaso la renovación de los valores de la infancia? La presente reflexión tratará de resolver estas interrogantes intentando explicar en qué consisten estos valores que habitan en la infancia y que, tal vez, valga la pena rescatar. Otro punto importante a resolver consiste en analizar la relación entre los relatos de infancia o, para ser más precisos, los cuentos en general y la literatura. Esta discusión buscará contestar las siguientes interrogantes ¿qué hay en la literatura que permite recuperar la infancia? Y ¿en qué consiste esta recuperación? Para ello, parece pertinente comenzar por presentar y analizar algunas características de la infancia para lograr una mejor comprensión de la misma. Los conceptos de nostalgia, contemplación, evasión y renovación también serán estudiados para lograr un mejor entendimiento de ese conciliar que se mencionó anteriormente.
“En cada niño nace la humanidad”, dice Jacinto Benavente, por eso es quizá pertinente buscar en la Biblia y, más precisamente, en el Génesis algunas de las características más interesantes de la infancia. Si recordamos, Adán y Eva lo primero que hacen en el paraíso es explorar sin vergüenza y conciencia de su desnudez y fragilidad, sin conciencia del peligro. Simplemente se entregan al descubrimiento del Edén, a nombrar y descubrir cada cosa. Sentimos allí una suerte de armonía y ritmo natural, una comunión entre los seres y las cosas: el león y el ternero parecen convivir sin problema alguno; Adán parece ser y estar de forma natural, sin prejuicios. Esta armonía y comunión parecen ser también características de la infancia. Un niño habita su realidad sin importar el tiempo o el peligro, aceptando cada cosa porque existe y es. Quizá por eso puedan verse a los niños jugando en calles ruinosas luego de un terremoto o en los tiempos de calma durante una guerra o, como se aprecia en la película “Educación de árbol pequeño”, en un bosque lleno de peligros – pero también lleno de gracias – sin que esto parezca extraño. El niño parece gozar el presente. El infante extrae hasta la última onza de vida y destello de la realidad y disfruta como parte de ella. El niño es pleno, tiene esa curiosa y agradable forma de habitar la realidad aceptando cada cosa.
Por supuesto, esto no quiere decir que el niño se encuentre siempre alegre ¡Cuántas veces no hemos visto a un párvulo llorar de esa manera tan desconsoladora e hiriente, ese llanto sincero y desgarrador que sólo un niño tiene! Pero poco tiempo después le vemos corriendo alegre o durmiendo despreocupadamente. El niño parece debatirse entre sentimientos absolutos, entre la alegría y la tristeza, la atención al mundo y el sueño más profundo. Podría preguntarse si el niño es menos pleno cuando llora. Vale la pena recordar que el mundo está lleno de lágrimas y sonrisas, de amor, odio y apatía. Todos estos sentimientos son consustanciales, forman parte del mundo ¿Puede haber alegría sin tristeza? Entonces, si el niño acepta el mundo porque es y se encuentra en comunión con todas las cosas, como si no hubiese barreras entre él y su entorno ¿por qué no habría de aceptar y vivir la tristeza y el llanto? Perse dice, en “Para celebrar una infancia” que “La sombra y la luz estaban entonces más cerca de ser una misma cosa”, como si no existiera una escisión ante los ojos del niño. El mundo es en la infancia más ordenado, todo tiene su lugar y su orden estratificado y su armonía, todo parece estar más completo y más pleno. Como si el mundo fuese entonces más cercano a ser un todo y no una colección de seres y objetos, más parecido a una orquesta que a un grupo de músicos.
Otro punto importante de la infancia que ha sido mencionado pero que no se ha discutido es el descubrimiento. Existe algo en la mirada de la infancia que parece iluminar cada cosa y loarla porque es y está en el mundo. Al observar el mundo, el niño va conociéndolo con el asombro, esa alegría del descubrimiento, de los navegantes que llegaron a extrañas tierras o, mejor dicho, estos navegantes recobraron sus ojos de infantes al hollar nuevas costas. El niño tiene una frescura e irradia una pasión indescriptible en cada experiencia. Digo que irradia, pues parece dar una nueva luz, un nuevo brillo a los seres y los objetos. Se intuye en éstos una frescura originaria pues ¿no empiezan acaso su historia en el niño? La pupila del niño tiene la pasión e inocencia para asombrarse, para recordar que cada cosa es parte del mundo y es digna de estima y alegría. George Eliot diría “What novelty is worth that sweet monotony were everything is known and loved because it is known?” Esto parece ser revelador. El niño ama las cosas que conoce simplemente porque las conoce, porque aprecia en ellas lo esencial e íntimo; con su imaginación las colma de magia y aventura. Entonces, el niño parece tener esa mirada limpia que le permite apreciar la chispa o destello en cada ser vivo y objeto. Para él “el mundo tiene un esplendor intenso que después desaparecerá, y los colores arden y los sonidos traspasan y las texturas hablan, pues no hay barreras que produzcan opacidad y es como si los cuerpos penetraran en otros y ya no hubiera cuerpos sino un puro sentir, o como si los cuerpos(...), entraran en otro tipo de comunicación en que todo se compenetra” como dice hermosamente Rafael Cadenas.
Acaso en contradicción con lo que se ha planteado hasta ahora, se puede decir que el niño está solo. Estando en forma armoniosa dentro del mundo, jugando sin importar con qué y durmiendo tranquilamente sin preocupación alguna, el niño es parte del mundo y, sin embargo, se encuentra solo. La soledad del niño proviene quizá de su falta de conciencia del poseer y del dominar. No poseer y no dominar –o ser dominado – le da al niño la posibilidad de estar en el mundo sin ataduras, sin nada que le impida amar y apreciar. Ésta es una forma de libertad. Estar libre por no tener nada que le ate y, sin embargo, estar unido a cada cosa, ésta es la libertad del niño. Es libre por amar y respetar todo, no por lo contrario. Estando libre de ataduras hacia los objetos y los seres se encuentra absoluta e irremediablemente solo. No me refiero, por supuesto, a que no está rodeado por otras personas o animales. Me refiero a que el infante no siente un lazo que le une particularmente a alguno de ellos, un lazo que le limite en sus juegos. Un poco como Blanca Nieves en “Las Memorias de Mamá Blanca” que dice “había Evelyn” como si los hombres y las cosas estuvieran muy cerca y poco importase si fuesen hombres o árboles frutales. El infante está un poco como Adán en el Edén, acompañado y solo.
Hasta ahora se han descrito algunas características de la infancia que parecen relevantes. Por supuesto, nadie puede permanecer eternamente como un infante. Más tarde o más temprano se sale del paraíso aunque tal vez no en forma tan inmediata como lo hacen Adán y Eva. Blanca Nieves crece y Piedra Azul deja de ser el paraíso que una vez fue, Vicente Cochocho muere solo y sin ataúd y el trapiche deja de ser un lugar hospitalario. Quizá vale la pena destacar una característica interesante de la palabra paraíso y es que generalmente se utiliza cuando ya no se está en él. En un poema, Borges diría que “Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío...sólo es nuestro lo que perdimos. Ilión fue, pero Ilión perdura en el hexámetro que lo plañe...No hay otros paraísos que los paraísos perdidos”. Puede que, cuando un hombre se encuentra en un lugar en que armonía y plenitud son la norma, donde la comunión es natural no se percate de los dones y las gracias que le han sido dadas. No hay conciencia de que se vive en un paraíso hasta que se pierde. Blanca Nieves empieza a describir lo amable y gozoso del trapiche cuando comienza la prohibición de Evelyn: “no más trapiche”, cuando ha perdido ese lugar de gozo que daba la bienvenida a todo, donde todo era conocido y amado. Acaso la conciencia de la pérdida o, con más precisión, la conciencia de lo perdido permita también recuperarlo. Surge por supuesto, una pregunta ¿cómo puede recuperarse un paraíso perdido? Es claro que no puede retornarse a él, pero quizá puede lograrse un acercamiento al mismo.
Antes de continuar, parece pertinente analizar un par de términos que quizá sean reveladores para responder la pregunta que se planteó anteriormente: la nostalgia y la contemplación.
Según el diccionario, la nostalgia es el “pesar que causa el recuerdo de un bien perdido”, un bien que no sólo tiene que ver con objetos materiales sino también con dones y gracias del mundo que, de alguna manera, han desaparecido. Por supuesto, al hablar de nostalgia viene a nuestra mente la imagen del hombre beodo que ahoga sus penas en el fondo de un bar o el de la mujer que colma de llanto la fotografía de su antiguo amor. En los casos de estos infortunados despechos, parece haber un estancamiento un aferrarse al pasado enfermizo y desesperado. Cabe preguntar si la nostalgia implica un estancamiento. Si releemos la definición del diccionario se menciona que el pesar viene de la remembranza de un bien que ha desaparecido. Esto es iluminador. Parece haber una conciencia de la pérdida como mencionamos anteriormente al leer a Borges. La nostalgia es el “dolor del retorno” dándole la palabra a Rafael Tomás Caldera. Un retorno a través del recuerdo, pero con la mirada del presente. Regresar y recordar una pena implica que se ha seguido viviendo, implica una atención al presente. La nostalgia en un hombre no es una charca que se consume a sí misma. Más bien, es un mar que, de cuando en cuando, llora por los tiempos que han pasado pero sin dejar de estar en ebullición en el presente. Es la nostalgia la que motiva la frase de George Eliot que se mencionaba hace algunos párrafos; es la nostalgia la que impulsa el poema de Saint-John Perse, tan lleno de vida, celebración e imágenes encantadoras. Cada uno de estos textos parece partir del presente o, mejor dicho, con conciencia del presente para reconciliarse un poco con algunas gracias de la infancia que han perdido.
Por su parte, la contemplación parece un término quizá más difícil y llamativo. Según el diccionario, la contemplación consiste en la atención a un objeto o un ser viviente. Es relevante que para contemplar sea necesario atender, es decir, aplicar el entendimiento. No me refiero únicamente a la razón o sólo a posar la mirada o a escuchar. El entendimiento humano parece tener relación con una conjunción de todas estas acciones, es una actividad que requiere conciencia y dedicación y, por supuesto, amor ¿Por qué es necesario atender? En este caso, parece relevante citar a Pieper cuando habla de la contemplación terrenal. Pieper señala que si Dios creó el mundo y si, pues, no sale realmente del mundo sino que quedó un poco de él en cada cosa “por ello mismo puede verdaderamente, manifestarse a los ojos de quien los dirige a lo íntimo de las cosas”. Quizá sea éste el brillo o destello en cada cosa que destacábamos en la pupila del niño, quizá esa necesaria actividad contemplativa sea indispensable para descubrir lo divino en las cosas que considerábamos conocidas, desvencijadas y cotidianas. Estar atento a los destellos de las cosas permite quizá recobrar un tanto la mirada originaria e infantil. Una pupila infantil libre, libre del cansancio y del tedio, libre del polvo que levanta la procesión de los días de gruesa cotidianidad, libre de los prejuicios y fórmulas que opacan las luces maravillosas de las cosas y los hombres. “Cuando renuncie a todo, seré mi propio dueño” dice Andrés Eloy Blanco. Acaso se refiera a una renuncia de los prejuicios para quedar libre para estimar todo por lo que es y, más importante aún, porque es; una “duda obstinada de los sentidos” como diría Wordsworth frente al mundo que puede parecer igual cada día. Quizá la contemplación haga posible redimir esa gracia y esos dones que existen en el mundo, esa piedad natural que permite ponernos en el lugar del otro para amarlo – o, tal vez, por amarlo – y comprenderlo.
Entonces ¿cómo recuperar el paraíso perdido de la infancia? La contemplación como se vio anteriormente parece ser una posible manera de lograr esto, empero, no parece ser la única respuesta a esta cuestión. “Mi memoria retrataba la vida que es desaliñada, graciosa y torcida” diría Mamá Blanca en la “Advertencia” de sus memorias. Así comienza su relato sobre la infancia en Piedra Azul. Se intuye en esta frase una suerte de plenitud y aceptación de la vida porque es vida, porque vale la pena ser vivida. Un poco contemplando los dones del mundo, con conciencia de que la vida no es ordenada ni sigue un camino recto; a cada quien le aguarda una senda con más o menos vericuetos. Tal vez esta conciencia permite abrir un espacio en el alma y en la mirada para celebrar los dones del presente, reír con esas equivocaciones y errancias del pasado y gozar también las perspectivas que la esperanza promete.
También hay gentes, un poco como el primo Juancho de las Memorias de Mamá Blanca, que pueden también abrir este espacio para encontrar naturalmente las gracias sabrosas de la vida, Con ese natural arte de contar, primo Juancho – ese primo tan soñador y, a la vez, tan unido al mundo que pareciera estar cosido a él – divierte sin esfuerzo al público más vario. Ese arte tan amable de aderezar las quejas con consejos inaplicables; de vencer en las discusiones con la elegancia del desarme y no el énfasis odioso de la estocada fulminante; de reflejar en sus anécdotas todas las pasiones y errores de su alma y reírse de ellos como si fueran buenos inseparables compañeros ¿No es parecida esta forma de reír a la conciencia y gracia que se intuía en las palabras de Mamá Blanca? El cuento se siente entonces como una forma de cambiar un poco la mirada de los hombres, de recobrar la dicha y el encanto, de crear ese espacio en el que se renueva la mirada para recuperar la visión prístina de niño.
Además, existe un punto que se ha mencionado pero que no se ha explicado completamente. La literatura como manera de expresar y conservar los paraísos perdidos, como medio para conservar los cuentos aunque sea de forma incompleta. Recordando el poema de Borges “Ilión perdura en el hexámetro que lo plañe”. Wordsworth señala en una de sus odas que “Hace un instante... sólo yo sufría el peso de un triste pensamiento; su expresión oportuna me alivió de él, y ya soy fuerte nuevamente”. Wordsworth señala esto luego de mostrar que existe algo en él que ha cambiado, que sin importar las bellezas que sus ojos le revelen ya no consigue ver lo que antes veía. Como si expresar o narrar permitiera apreciar los pensamientos con una pupila distinta, una pupila que permite conciliar la pérdida con el presente para retornar la atención al mundo, con ansias de plenitud. Puede que el cuento escrito, quizá el cuento en general, permita expresar la nostalgia de esa naturaleza perdida en la infancia, esos valores y bienes naturales, para ensayar su redención. Si recordamos una de las frases de Picón-Salas con que se inicio esta reflexión, este autor señalaba la nostalgia de una naturaleza perdida y se inquirió si esa naturaleza tenía que ver con el paisaje merideño o con algo de otro orden. Saint-Exupéry puede contestar a esta interrogante al retornar al parque de juegos de su infancia. Al regresar, encuentra en lugar de esa provincia infinita de sus juegos una pequeña tapia cercada. “Y comprendemos que nunca más volveremos a entrar en ese infinito, porque es en el juego, y no en el parque, donde sería menester estar” dice bellamente. Parece entonces que Picón-Salas se refiere más al juego, a esa forma de habitar naturalmente que se tiene en la infancia, más que a la naturaleza en sí; el juego más que el parque.
Ahora, vale la pena analizar con más cuidado la literatura dentro del proceso de recuperación de los valores de la infancia. Si bien hasta este momento se ha destacado la importancia de narrar y expresar como una actividad liberadora del alma, un ejercicio que permite recuperar una mirada prístina, esto parece enfocarse desde la perspectiva del escritor ¿Acaso les está vedado a las demás gentes recobrar un poco de los valores de la infancia a través de la literatura? Definitivamente, no. Aunque es posible imaginar que un ser humano escriba solamente para sí mismo, sin compartir sus escritos – sus penas y angustias – con otros hombres, la literatura busca quizá compartir los pesares y consolar al prójimo. Podría preguntarse qué relación tiene la literatura, desde la perspectiva del lector, con la recuperación de la mirada infantil. Por ello, es relevante analizar brevemente los términos evasión y renovación desde la perspectiva de J.R.R Tolkien en el ensayo “Árbol y Hoja”.
Según este escritor, la evasión consiste en una salida del mundo “real”, es decir, una suerte de escape de la realidad hacia el universo intangible de la imaginación, la fantasía y los sueños. Por supuesto, no debe confundirse el término evasión con la huida del cobarde o la cómoda negación del hombre que no quiere aceptar la realidad que lo rodea. Más bien, la evasión trae a la mente la imagen y el olor del guerrero que aguarda con paciencia la caída de la última defensa y que tiene aún el valor de esperar y la generosidad de liberar a sus compañeros con humor; que se lanza en trance por los caminos hermosos de su hogar o del prometido paraíso celeste antes de salir al encuentro de su destino.
Digo una salida de lo real pero, si se vive con la misma intensidad lo imaginario y lo fantasioso, no es acaso este sentimiento tan real como cualquier otro ¿Es acaso más real la historia de nuestro amor por una muchacha que el relato de los pesares y alegrías de Ulises y Calipso o Tristán e Isolda, si estos últimos nos han ayudado a vivir? ¿Es acaso menos real el mundo de tinte azulado que le ofrece a Árbol Pequeño el cristal que éste encuentra en el orfanato? Parece interesante que, en muchos casos, los hombres más apegados al mundo como los guerreros y los campesinos puedan contar cuentos de dragones o historias de transformaciones mágicas. Conociendo muy bien el mundo optan empero por relatos fantásticos, por un cuento “invencioso y embustero” como el del Mocho Rafael (Viaje al Amanecer). No parece ser un deseo de mentir o de reclamar una atención y reconocimiento de los demás lo que motiva estas historias. Puede que busquen precisamente un mismo tipo de escape y evasión para los demás con la gracia de un cuento bien narrado. Quizá el hombre más cercano a lo real es también más cercano al sueño y a lo imaginario. Son acaso soñadores o son, citando a Rafael Tomás Caldera, hombres más enteros “cuya morada no está nunca del todo en esta tierra porque los habita una incurable aspiración de plenitud”. Entonces, habiendo descubierto el camino hacia la plenitud, plenitud que no se encuentra del todo sino que se vive, paradójicamente, en la búsqueda de ella misma, parece lógico querer compartirla. Cuando un hombre descubre un oasis que le devuelve a la vida ¿trata acaso de ocultarlo a sus coterráneos?
Tal vez es necesaria la evasión, la huida del mundo lleno de injusticias, abusos y confusión, para “renovarnos(...)La renovación es un volver a ganar: volver a ganar la visión prístina.(...)Limpiar los cristales de nuestras ventanas para que las cosas queden libres de la monotonía del empañado cotidiano o familiar”, como señala J.R.R.Tolkien. Todos los hombres – al menos aquellos en los que existe alguna sensibilidad y deseo de plenitud – necesitan de ese “lugar secreto” de la historia de Árbol Pequeño, ese lugar amado al que se vuelve para recuperarse a sí mismo. Ese espacio que puede ser físico o estar ligado al alma en el que el hombre puede sentirse como en casa; ese cine provincial o, quizá más precisamente, esa actividad incansable y plena, llena de vida, anécdotas y pasión y dolor que acompañaban a “Cinema Paradiso” y las películas que en éste se presentaban.
También existe otro punto que parece importante resaltar dentro de la capacidad que tiene la literatura como un medio para recuperar los valores de la infancia. Ésta consiste en la enseñanza que dejan los cuentos. Por supuesto, los relatos no tienen ninguna utilidad desde el punto de vista práctico y no educan al hombre en un sentido utilitario del término. Sin embargo, las historias dan una enseñanza a cada hombre más íntima y sabrosa que cualquier manual para el manejo de un procesador electrónico o una revista de vanidades. Los cuentos enseñan “a pasarla bien” como dice Savater, muestran a los hombres una forma de vivir, de escapar de la seriedad de cada día para disfrutar una vez más las fantasías imposibles que colmaron sus infancias. Esta primordial enseñanza de los cuentos no muestran acaso un camino para retornar al juego, ese espacio amado en que todo es armonía, orden y gozo; una senda hacia la aventura.
Ahora, vale la pena tratar un punto importante: la limitación de las historias escritas. Georges Bataille dice que “La literatura es la infancia al fin recuperada”. Sin embargo, la literatura parece tener una serie de limitantes que no permiten sino una recuperación parcial de aquello que relatan. Ni los olores, ni los sonidos y mucho menos el ritmo de las canciones pueden ser retratados. Esta aparente contradicción quizá pueda explicarse diciendo que la ausencia es quizá más reveladora que todo un conjunto de objetos y descripciones. Un pintor con la suficiente habilidad para retratar con precisión aquello que es visible de una situación, opta muchas veces por mostrar solamente un carácter peculiar y oculto de la misma, una chispa que el artista vio y que desea compartir. Así como una llave de antaño orlada de óxido que no pertenece a ninguna puerta nos impulsa a buscar un cofre perdido, quizá el cuento escrito y la literatura permitan a los lectores evocar y dispararse en personal trance a través de los caminos de la evasión. Es iluminador que en el video final de la película “Cinema Paradiso”, hecho de los retazos que el padre de la comunidad censuraba antes de que cualquier película fuera rodada, permita recuperar todas las anécdotas y pesares del resto de la vida en torno al cine. Por ausencia del resto de cada una de las películas, éstas también son recuperadas.
Retomando la frase mencionada en el párrafo anterior, podría preguntarse por qué Bataille no trata a la literatura como aproximación a los valores de la infancia sino como una recuperación. Pero no como rescate de algo que se extravió y cuya presencia no se extraña sino, más bien, como ese don o gracia que se añora y busca; ese don que recobra acaso la literatura. Cabe inquirir entonces ¿cómo se lleva a cabo esta recuperación? Es posible que cuando la literatura lleva al hombre una vez más al patio del misterio, del miedo y de la fantasía, es decir, al riesgo que implica el sueño y la aventura, le devuelva acaso esa mirada originaria y contempladora de los aventureros y de los niños. Una mirada suave que no discute la magia sino que la vive y disfruta como algo natural; que teme a los fieros dragones y admira y acepta incondicionalmente la no muy cristiana práctica de nombrar hadas como madrinas de bautismo. Una mirada llena de chispa vital que goza cada relato, cada odisea y batalla. La literatura parece devolver al hombre nuevamente al juego y al goce ínsito en el mismo.
Entonces, se revela como poco importante si el gozo y liberación son conferidos al hombre a través de la lectura de un poema, una narración infantil o un cuento de hadas ¿Acaso hay un solo juego que puede disfrutarse o sólo un ritmo a ser bailado? Reconociendo que la literatura también devuelve al hombre a un juego y un disfrute, sería ilógico pensar que este juego tiene una manera única de ser jugado o que ésta es invariable y absoluta ¿Cómo decirle a un niño que la única forma de jugar es en una mesa o sobre el suelo o siquiera que el suelo en que se apoya debe ser la tierra de sus ensoñaciones? Quizá cualquier relato bien contado tiene ya para el hombre otra enseñanza invaluable: la gracia y el aprendizaje estético. Puede que muestre al hombre los dones del mundo y la conciencia de las torceduras y desaliños de la vida. Puede que permita descubrir al lector un poco lo que desea ser y la forma en que desea vivir. No me refiero a que se desee ser príncipe o hada madrina, sino a desear vivir de acuerdo a ciertos valores y principios; tomar el riesgo de hacerlo aceptando la vida con sus dones y limitaciones; a pesar de los molimientos y las desdichas, poder decir a la vida lo mismo que de niños decíamos para mantenernos en el juego: otra vez.
En pocas palabras, aunque la infancia del ser humano se va para no volver, existe una tendencia a añorar algo en ella que también desaparece. En la infancia hay quizá algunos valores que vale la pena recuperar: la mirada libre de prejuicio, el amor a cada cosa porque existe y es, esa forma natural y simple de habitar la realidad. Para lograr esta reconciliación con estos dones puede partirse de la contemplación, esa sana actividad del alma, de cada objeto y ser viviente para buscar en él ese destello de lo divino y lo amable. Quizá esos hombres amables y buenos cuentistas como el primo Juancho ayuden a revivir esas gracias y esos dones a través de algo tan simple y humano como relatar cuentos. Por supuesto, en las sociedades actuales es difícil escuchar “cuentos frente al fuego” o que nos llegue “en rapsodia de ancianos la poesía legendaria” como diría Picón-Salas. Es por ello que quizá sea oportuno dirigirse a la literatura, con todas sus sabrosas limitaciones, para revivir los dones de la infancia. Acaso la literatura permita también renovar estas gracias en el ser humano por medio de la renovación de la mirada a través, quizá paradójicamente, de la evasión como diría Tolkien. Tal vez esa evasión momentánea del presente para apreciar otros mundos imaginarios permita regresar a la realidad con una mirada nueva y originaria – una mirada de niño.
(*)Estudiante de Ingeniería electrónica
LLB-526: Libros de infancia y juventud
Profesor: Cristian Álvarez
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Universalia nº 21 Ene-Abr 2004