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Veraz, falaz y sagaz acerca de la libertad de expresión

Colette Capriles(*)

Cuando el joven Alexis de Tocqueville abandonó París para visitar Estados Unidos en 1831 -un viaje hacia el mundo incógnito que era entonces poco frecuente para un europeo que quisiese completar su experiencia mundana- no hizo sólo un desplazamiento en el espacio sino en el tiempo: vislumbró una forma de futuro. Así lo creyó Tocqueville al descubrir entre los rústicos habitantes del continente americano una organización política y una dinámica social que articulaban, milagrosamente, el afán de igualdad con las aspiraciones de libertad.
El sensible ojo de Tocqueville descubrió América no como naturaleza indómita sino como sociedad modelo. Mientras durante el siglo XIX Europa retornaba arrepentida hacia el absolutismo después de la marea revolucionaria, América se adueñaba del porvenir con el esplendor de un experimento político exitoso, con revolución incluida.
Y de esta revolución lo que impresiona al joven francés es su capacidad de crear instituciones que salvaguardan la libertad del individuo. Libertad que a la vez es el fundamento del sistema de participación democrática que Tocqueville atribuye, maravillado aunque no sin espíritu crítico, a la fuerza de la opinión pública.
El razonamiento no puede ser más sencillo: “Cuando se concede a cada uno el derecho de gobernar a la sociedad, es necesario reconocerle la capacidad de escoger entre las diferentes opiniones” (La democracia en América, México, Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 199). Es decir: si el pueblo es soberano, es porque tiene la capacidad de elegir. Autoridad y capacidad no son separables.
II.
Libertad de opinión y libertad de prensa son pues la carne y la sangre de la democracia. En ese sentido, no serían únicamente parte del catálogo de derechos humanos que todo Estado comprometido con los valores de la modernidad debe garantizar; se trataría, más bien, de aquello sin lo cual es imposible concebir un régimen democrático.
Así, la restricción de las condiciones en las que los ciudadanos pueden elegir sus opiniones significaría una disminución de su capacidad de decidir políticamente. Cualquier acción, pública o privada, que constituya impedimento para la circulación de ideas, resulta al mismo tiempo una negación del fundamento de la democracia.
Y sobre todo, contribuiría a favorecer la indefensión del ciudadano frente al poder público: el delicado balance de poderes que es la esencia de la democracia moderna terminaría roto a favor del gobierno. El sistema de fuerzas y contrafuerzas que permite la distribución del poder político en una amplia serie de instituciones terminaría erosionado ante una ciudadanía sin voz.
Sin embargo, la capacidad de juzgar de los ciudadanos es susceptible, frágil y volátil. Eso que se ha llamado la “opinión pública” se contonea frente al poder como una damisela exigente y cambia de traje, de humor y de perspectiva sin ningún remordimiento. Es decir: la autonomía de juicio que debe atribuírsele a todo ciudadano en una democracia normal, parece desmentirse frente a los hechos que muestran que, por el contrario, muchos poderes, muchos aparatos ideológicos, muchos intereses comerciales, pueden ser los artífices, en última instancia, de la opinión pública, convirtiéndose entonces en una suerte de “grandes electores”, del todo similares a los príncipes que así resumían su poder de designar a quien encabezaría el Sacro Imperio Romano-Germánico.
A nombre entonces de la misma democracia y del derecho a la autonomía del juicio, aparecen entonces argumentos para restringir o disminuir la influencia de ciertas ideas o de ciertos dispositivos de producción de ideas, o de sus medios de propagación. Para asegurar una libre circulación de ideas, habría que limitar el poder de ciertos canales de difusión y aumentar el de otros.
III.
El problema de la libertad de prensa (o de comunicación pública, más bien) se debería entonces plantear en dos dimensiones. En primer lugar, la determinación de los límites que democráticamente es posible ponerle a esa libertad; en segundo lugar, la terrible cuestión de quién, cómo y con qué fines se puede ejercer dichas restricciones.
En mi opinión a la primera cuestión sólo puede contestársele con un rotundo “ninguno”, favoreciendo más bien la puesta en operación tanto de mecanismos de “mercado” como de justicia. Es decir: procurando disminuir el poder de conglomerados comunicacionales ofreciendo la multiplicación de oportunidades para la expresión y formación de opinión: más canales de televisión, más periódicos, más acceso a internet. Y por otra parte, refinando el sistema de administración de justicia de modo tal de proteger al ciudadano de delitos o perjuicios, públicos o privados, colectivos o individuales, que puedan derivarse de la práctica de los medios de difusión masiva de información.
La segunda cuestión, por supuesto, sólo tiene sentido si no se ha respondido negativamente la primera. Aun cuando puede pensarse, de buena fe, que la sociedad (o el Estado) debe generar unos mecanismos de regulación y control de la actividad comunicacional, no hay manera de que esos mecanismos dejen de politizarse a favor del Estado, y no hay modo de garantizar que no van a ser usados como instrumento político del gobierno de turno.
IV.
Pareciera que, en definitiva, la discusión acerca de la libertad de expresión y de comunicación termina reduciéndose al debate sobre los medios masivos. Es decir, sobre la cultura de masas y sobre la cultura popular de masas (porque también hay una cultura popular no masiva). Muchos, genuinamente preocupados por la calidad de la televisión y la prensa, preferirán ver restringidas sus libertades con tal de proteger a sus hijos de la “mala educación”, es decir, de la horrible estética y de la estupidización de la televisión. Habría solamente que recordarles que los principales educadores de sus hijos deben ser ellos mismos y no el Estado o la televisión. Y que la “buena” cultura no ha estado ni estará nunca en la televisión, afortunadamente. Las comunicaciones de buena calidad, en el contexto de una cultura pública de buena calidad, sólo serán posibles en la medida en que los ciudadanos se hacen más responsables de sí mismos y de sus opiniones.

(*)Profesora del Departamento de Ciencias Sociales

Universalia nº 22 Sep-Dic 2004