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Sobre Cómics quijotescos

José Luis Palacios(*)

Mis padres, emigrantes españoles cuya permanencia en Venezuela abarca seis décadas, tuvieron la ocurrencia de enviarme a la Madre Patria a cursar primaria y secundaria, con ocasión de lo cual tuve la oportunidad de adquirir, al decir del recordado José Santos Urriola, un acento de La Candelaria que me hubiera valido la muerte en la Guerra de Independencia, así como una cierta familiaridad con la represión en el País Vasco, el franquismo, el latín, el cálculo diferencial y algunas lecturas de textos valiosos, sobre todo del pasado, porque la producción literaria de los años cincuenta y sesenta en España fue más bien pobre: Camilo José Cela, Martín Santos y muy pocos más. De hecho, para los de mi edad, más que en lo que escribían los españoles, el interés se centraba en las traducciones de autoras inglesas publicadas por la editorial Molino (con sede en Barcelona, como casi todas las editoriales importantes) para lectores jóvenes, tales como Richmal Crompton y Enyd Blyton, precursoras de J. K. Rawling.
Durante ese bachillerato hispano era obligada la lectura de El Quijote, y todos los muchachos del vecindario teníamos algún tipo de ejemplar del mismo: en mi caso, uno muy rústico, con portada a colores; un buen amigo tenía uno lujoso, tapa de cuero, y texto ilegible, tipo “paper”: después de la primera frase, una nota a pie de página para elucubrar dónde estaría ese lugar de La Mancha, etcétera. En todo caso, además de las obligadas, que no fueron muchas, los estudiantes de mi generación fuimos expuestos a infinidad de lecturas subrepticias del Ingenioso Hidalgo en la forma de “cómics” o “tebeos” (esta segunda denominación originada en uno de los primeros cómics españoles, de nombre TBO), y muy específicamente a través de El Capitán Trueno, posiblemente el más famoso de los capitanes españoles desde el Gran Capitán hasta el Capitán Alatriste, sobre el que quisiera hacer unos breves comentarios.

El Capitán Trueno apareció en 1956, gracias a la Editorial Bruguera (también en Barcelona) en forma de unos cuadernillos apaisados, coleccionables y empastables, a un costo de 1.25 pesetas, para venderse a 1.50 pesetas a partir del año siguiente (en esa época el cambio era de unas sesenta pesetas por dólar). Además de estos fascículos de formato pequeño, a partir de 1960 salió otra versión (El Capitán Trueno Extra) en formato vertical, más grande y más cara. Ambas versiones, con portadas en colores e interiores en blanco y negro, dejaron de publicarse en 1968, aunque a partir de entonces, han visto la luz múltiples reediciones coloreadas, por lo menos hasta finales de los años 90, con fines de lucro aprovechando la nostalgia de los adultos contemporáneos. Durante su existencia oficial, el guionista fue el mismo, Víctor Mora, mientras que los dibujantes fueron cambiando con el tiempo y ninguno pudo superar al original, Miguel Ambrosio (“Ambrós”). En su apogeo, entre ambas versiones de El Capitán Trueno, que se publicaban semanalmente, se llegaron a vender un millón de ejemplares al mes, llegando algunas semanas a la cota de trescientos mil ejemplares, cifras nada triviales para la época y para el público al que estaban destinados. En las nieblas de mi memoria particular, recuerdo sesiones de lectura de las batallas de Trueno contra los sarracenos, felizmente instalado en el regazo de mi abuela, así como muchos juegos con las figuritas plásticas de los personajes del cómic, instalados en un castillo de madera construido por mis mayores.

Trueno era un alter ego de Alonso Quijano de principio a fin: un caballero andante, situado en el siglo XII, quizás un templario venido a menos, enfundado en su cota de mallas y una vestimenta larga y roja con una enseña heráldica de barras rojas y amarillas en el pecho que recuerda o bien a la bandera de España o bien a la de Cataluña (¿respuesta española a la capa de Superman y su “S” en el pecho?), con un Sancho Panza compañero de ruta, en este caso un tuerto, forzudo y bonachón personaje llamado Goliath, y con una etérea y distante Dulcinea encarnada en el personaje de Sigrid de Thule, una catira vikinga con la que no termina de casarse nunca. Hay variantes y desviaciones del arquetipo cervantino, desde luego, por ejemplo el joven Crispín, adoptado por Trueno tras la muerte de sus padres, que de hecho se convierte en su escudero, pero los personajes y temas centrales son rabiosamente quijotescos: el héroe serio (demasiado serio), el continuo desfacer de entuertos, la dama inalcanzable (¿censura previa del franquismo?) con la que no se cohabita, y los sidekicks que proveen la nota humorística. Este cómic tuvo sus imitadores casi desde que comenzó a aparecer, estimulados por la propia editorial Bruguera, y en el mismo formato de cuadernillo apaisado. Primero fue El Jabato, aparecido en 1958, una especie de guerrillero ibero en la época dela ocupación de España por los romanos, acompañado de un forzudo de nombre Taurus y con otra eterna novia, en este caso de nombre Claudia, una joven romana convertida al cristianismo. Quizás Víctor Mora (el mismo guionista de Trueno) se inspiró en el histórico (y rimado) Viriato para el Jabato, y desde luego, hay que considerar que un jabalí es bastante más peligroso que, digamos, un zorro. Poco después, en 1960, apareció El Cosaco Verde, una vez más con novia en espera de casamiento que nunca llega y guiones de Mora quien, según propia admisión, se inspiró en Miguel Strogoff para el nuevo personaje, aunque con la posible excepción de nombres, latitudes y tiempos distintos, el Cosaco fue otro alter ego de Trueno, alter ego a su vez de Don Quijote. Por citar un dato: el burro manchego montado por Sancho es transformado, para recorrer las estepas siberianas, en un yak lanudo cabalgado por un tal Sing-Li, quien cada cierto tiempo emite, a falta de refranes, proverbios chinos. Imagino a Mora devanándose los sesos para entregarle a tres dibujantes ideas distintas para tres doppelgänger del personaje posiblemente más arraigado en el subconsciente colectivo español. Jabato y Cosaco tuvieron una vida más corta que Trueno, y menos resonancia internacional. De hecho, una búsqueda en Google (la Biblioteca de Babel de donde extraje algunos de los datos citados en estas líneas) arrojó 13.700 páginas para el primer cómic, 872 para el segundo y 385 para el tercero.

Por razones cuyo análisis escapa de esta nota, los tebeos que en los años 50 y 60 tuvieron una difusión tan grande, prácticamente se extinguieron junto con el franquismo. Las nuevas tecnologías, y específicamente la televisión, seguramente aceleraron el declive, de la misma manera que la imaginación de los jóvenes de hoy, absorta en chateos por Internet, iPods y celulares con demasiadas funciones, rara vez es capturada en masa por textos escritos, con la posible excepción de aquellos relativos a Harry Potter. Hace cuatro décadas, sin embargo, los émulos baratos y gráficos de Don Quijote, tuvieron una singular importancia, hasta como objetos de trueque, entre los jóvenes de una España empobrecida y necesitada de héroes. Como contrapeso a las malas opiniones sobre las nuevas tecnologías, debo decir que nunca vi una interpretación de lo reales que pueden ser los personajes de un cómic como en un video que el canal MTV pasaba a finales de los 80 de la canción “Take on me”, del grupo A-ha, donde los integrantes de la agrupación musical saltaban de la página de un cómic al mundo real y viceversa, con la voz de ultratumba de Pal Waaktaar como trasfondo. Más recientemente, la película American Splendor (2003), una biografía del guionista de cómics Harvey Pekar, es otra muestra de la fusión inextricable de los relatos ilustrados y el mundo real. Esa fusión entre historieta y realidad la teníamos bien clara los niñitos de hace cuarenta años y, con toda seguridad, también la tenía absolutamente dilucidada don Alonso Quijano.

(*)Ex-Vicerrector Académico, Prof. Dpto. de Matemática

Universalia nº 23 Sep-Dic 2005