Sombra presa
José Miguel Natera (*)
¿Cuántas veces se ha dicho que el hombre es un ser social? Responder puede resultar complicado porque la sociabilidad del hombre es un axioma que se ha instalado y forma parte de la cultura humana: necesitamos los unos de los otros para vivir. Más allá de las teorías levantadas y los estudios sociológicos, filosóficos, antropológicos y pare usted cuando quiera de contar, la necesidad humana de agruparse para subsistir se muestra en la cotidianidad de cada individuo, está presente en cada acción que todo ser mundano, común y corriente realiza. El nacimiento humano ya implica necesidad de otro, no sólo porque para procrear es necesario una pareja de diferentes sexos, sino además por la necesidad de 9 meses de alimentación exclusiva de otro ser viviente, a los que se debe agregar (como mínimo) unos 9 ó 10 años de cuidado y educación, para que alrededor de 70 años después sean necesarios nuevamente más cuidados y atenciones…
Ser humano = ser social, la sociedad entera parece estar de acuerdo. En una enciclopedia virtual chilena para niños, se encuentra el siguiente enunciado:
El ser humano es un ser social porque vive en un entorno donde no está aislado, sino que le toca relacionarse con personas diferentes, cada una de ellas con costumbres, intereses e ideas propios. Por la misma razón, el ser humano ha debido organizar esta convivencia, a fin de ordenarla y situarla en un contexto de respeto, donde las libertades y el hacer individuales quedan supeditados a un conjunto de normas que señalan los derechos y deberes de cada persona (2004).
Encontrar esta información en libros enfocados en la educación infantil es bastante interesante. Educar a los niños en términos sociales, siendo éstos nuevos ingresos a la sociedad, e involucrarlos en la necesidad de comprender la necesidad de la sociedad, más que un trabalenguas, es una forma de garantizar la continuidad del ciclo de supervivencia: definitivamente necesitamos los unos de los otros para vivir. Como señala el enunciado, vivir en sociedad no sólo implica la existencia de otros, implica además la existencia de regulaciones, de “acuerdos” que surgen entre los individuos que la componen y que sirven de marco referencial para el funcionamiento colectivo.
La formación y creación de estos acuerdos se basan en lo que se conoce como imaginarios sociales, es decir, se basan en “referencias específicas en el vasto sistema simbólico que produce toda colectividad y a través de la cual ella se percibe, se divide y elabora sus finalidades” (Baczko, 1991:p28). Es en el imaginario social en donde convergen las representaciones, símbolos y significados que la sociedad se da a sí misma para poder explicarse, para lograr ser funcional (Bustillo, 2000:p15). Toda información y aprendizaje que la sociedad ha logrado recopilar a lo ancho y largo de su evolución se deposita en su imaginario, alimentándolo y creando las condiciones para que la cantidad de nueva información que se pueda incorporar sea siempre mayor. Así, el transcurso del tiempo significa una persistente actualización de los principios que forman al imaginario social, pues el cambio en los puntos de vista de los integrantes de una sociedad representa obligatoriamente un cambio en la concepción de su imaginario: se trata de una estructura flexible cuya función es ser siempre útil, para lo cual debe adaptarse (evolucionar con la cultura) constantemente.
En la percepción, división y elaboración de las finalidades de la sociedad fijadas a través de su imaginario, surgen las implicaciones de orden y regulación que en ella existen. Dichas regulaciones son mecanismos que utiliza la sociedad para designar su identidad colectiva (…), marcar su “territorio” y las fronteras de éste, definir sus relaciones con los “otros”, formar imágenes de amigos y enemigos, de rivales y aliados; del mismo modo significa conservar y modelar los recuerdos pasados, así como proyectar hacia el futuro sus temores y esperanzas (Baczko, 1991:p28).
La delimitación de lo correcto e incorrecto está intrínseca en la vida social. Escritas o no, las sociedades tienden al establecimiento de leyes para lograr administrar la convivencia entre sus individuos. Se convierte el imaginario social en un elemento de control y normalización de la conducta humana, y al mismo tiempo actúa como el escenario en el que este control es aplicado. La declaración de lo bueno y lo malo es una responsabilidad delegada absolutamente al imaginario social, por lo que el establecimiento de diferencias tales como el “yo” y los “otros” son requerimientos con los que se debe cumplir: crear patrones para dar estabilidad y seguridad en todo aspecto que involucre el funcionamiento de la sociedad es una obligación.
La evolución ha permitido el esclarecimiento de los acuerdos que regulan al hombre. Los países están llenos de legislaciones en las que se dice clara y expresamente cuáles son las cosas que se deben hacer y aquellas que no. Las leyes conforman el marco referencial de acción de cada uno de los integrantes de la sociedad, y deben estar hechas en base de común acuerdo: se supone que son declaraciones en las que debe prevalecer los derechos comunes y el respeto por las individualidades. Tiene lógica el hecho de buscar acuerdo para la formulación de una ley, pues si los integrantes de la sociedad se manifiestan en desacuerdo y deciden no cumplir estos dictámenes, éstos perderían el sentido absoluto de su existencia, todos harían caso omiso de la situación y el control que se pretende establecer quedaría completamente invalidado. Aun así, lograr el acuerdo íntegro y constante de todos los que forman parte de la sociedad es un acto irrealizable cuando se trata de sociedades muy numerosas.
El cumplimiento absoluto de las leyes no es posible. Los integrantes de la humanidad no pueden ser confinados a una única manera de pensar y percibir lo que está bien y lo que está mal. La individualidad permite marcar diferencias entre cada uno de los seres humanos, los que si bien se asemejan mucho, definitivamente nunca llegan a ser iguales: las necesidades propias surgidas como consecuencias de vivencias en extremo particulares hacen impracticable el seguimiento totalmente regular de un dictamen común.
El resultado usual frente a la inconformidad es la rebelión: aquellos que en algún momento dado estén en desacuerdo con los “acuerdos” que se han fijado, simplemente no los cumplirán. No se trata necesariamente de actos de rebelión planificados, o de sabotajes ya premeditados frente a una estructura social incompatible con los pensamientos individuales, pues también son motivos de rebelión aquellos ataques “repentinos” en los que las personas terminan por arremeter contra una ley que en ese instante, dejó de ser tal. Sin embargo, esta posibilidad de incumplimiento de las normas sociales es una constante angustia para el colectivo: ¿cómo puede un sistema de control mantenerse en pie cuando el control no se aplica a cabalidad?
La sociedad debe rechazar a aquellos que no se apeguen a las leyes, para que éstas conserven su valor y se preserve con ellas la seguridad (algo ficticia) al imaginar que todos estamos hablando en las mismas condiciones. Los que no cumplen las leyes son los “otros”, los que son diferentes a los normales, los anormales, los monstruos. La anormalidad aparece y con ella la necesidad de controlarla, de establecer vías alternas para que la seguridad y confianza del bienestar común sean restituidas de manera indiscutible. La claridad de los hechos y acciones de los individuos debe ser más que demostrable, y es exigible frente a los ojos de todos y de cualquiera.
Las instituciones sociales exigen el cumplimiento de los acuerdos y lo hacen porque saben que no todos los cumplirán: de lo contrario no habría nada que exigir. El incumplimiento de las leyes tiene argumentos muy diversos, miles de páginas pueden ser escritas trascribiendo los alegatos de aquellos que en algún momento han infringido una ley. Los argumentos son variados, las causas no: los intentos de represión de la conducta humana desembocarán necesariamente en formas de liberación y revelación contra el sistema que pretende imponerse.
En el comportamiento humano algún lugar deben ocupar las restricciones que se le han hecho, no porque se pretenda demostrar la maldad innata del hombre, sino porque la coerción de algo que existe no significa su negación sino su ocultación. En algún lugar de la psiquis deben vagar ocultas las sombras de lo que la sociedad no ha dejado salir a la vida pública, la contraparte de la seguridad y claridad de la luz de las leyes.
La sombra se define como“un sistema autónomo que perfila lo que es el Yo y lo que no lo es. Cada cultura – e incluso cada familia- demarca de manera diferente lo que corresponde al ego y lo que corresponde a la sombra” (Zweig y Abrams). La sombra establece diferencias, marca territorio, es parte del imaginario, mejor aún, es la parte del imaginario que engloba todo lo que no debería existir. En la sombra están guardados los hábitos y acciones que la sociedad ha confinado a la negación, en las que la proliferación del desacuerdo con las leyes que han sido formuladas aparece de forma constante: la seguridad que ofrecen los acuerdos crean la sombra de lo que no debe ser.
El cúmulo de pensamientos y acciones sombrías permanece en crecimiento con el desenvolvimiento de las actividades cotidianas. Cada día los seres humanos se encuentran con cosas que no les son permitidas realizar y a las que deben adaptarse para poder seguir en el funcionamiento dentro de los cánones sociales aceptados. Cada vez que alguien evita evadir un semáforo porque hay un oficial de tránsito cerca, o deja de robar en una tienda algo que desea, o desiste de la idea de matar a ese otro que tanto daño le ha hecho, o evita eructar porque está en una mesa refinada, la sombra crece.
El tamaño de la sombra sólo es comparable con el tamaño de las leyes que se impongan, o mejor dicho, se “acuerden”. La sombra ha estado en constante crecimiento en la mente de todo ser humano desde que fue concebido, pues en el vientre materno ya se empieza a obtener información del mundo exterior en el cual se va participar en tiempos no muy lejanos. La sombra es un monstruo siempre presente, y al mismo tiempo es el sitio en el que los monstruos son definidos: es un ciclo en sí misma.
La sombra debe ser controlada. Componer dispositivos que permitan llenar de luz aquello que cada individuo pretende que permanezca oculto a la vista pública es una de las preocupaciones de la sociedad. No es posible permitir que existan recovecos, ni rincones del hombre en los que todos no puedan penetrar, pues el control es la base de la seguridad que se requiere. Así se establecen culturalmente mecanismos como Dios o conciencia, siempre presentes, siempre sabedores de las acciones que cada uno realiza, siempre con ese gran ojo sobre cada uno, observando, vigilando, mostrando a luz las acciones de la sombra: ella es un peligro y debe ser dominada.
La sociedad ha creado enormes y aparatosos sistemas judiciales en los que la sombra del hombre intenta ser controlada. Se ha convertido en un principio de primera necesidad eso de controlar lo que no debe ser. Michel Foucault, comenta:
Las prácticas judiciales – la manera en que, entre los hombres, se arbitran los daños y responsabilidades, el modo en que, en la historia de Occidente, se concibió y definió la manera en que podían ser juzgados los hombres en función de los errores que habían cometido, la manera en que se impone a determinados individuos la reparación de de alguna de sus acciones y el castigo de otras, todas esas reglas o, si se quiere, todas esas prácticas regulares modificadas sin cesar a los largo de la historia- creo que son algunas de las formas empleadas por nuestra sociedad para definir tipos de subjetividad, formas de saber, y en consecuencia, relaciones entre el hombre y la verdad ( Foucault, 1998: p17).
El hombre y la verdad, el hombre y lo que debe ser es la determinación que hace el sistema jurídico. Lo que debe ser está representado en términos verdaderos y es aceptado como irrefutable y cierto por la sociedad: la negación de lo que no debe ser se evidencia en cada paso que la sociedad da. Nuevamente, el control es necesario y el sistema jurídico dispone de herramientas para establecerlo.
Frente al peligro de las fieras las rejas son una buena opción. Las prisiones han aparecido como mecanismos de control y castigo para aquellos que no se portan bien, se han instaurado desde hace dos siglos hasta el presente, incluso antes de establecer un sistema judicial justo, equilibrado y con todos los otros preceptos que la modernidad le ha inculcado a este regulador. Las prisiones se han convertido en la faja por excelencia para la conducta humana, en zapatos que moldean la forma de los pies con los que camina el hombre, en un cincel más para esculpir la conducta social, lo que Michel Foucault llama de forma muy acertada ortopedia social: “La forma general de un equipo para volver a los individuos dóciles y útiles, por un trabajo preciso sobre su cuerpo ha diseñado la institución prisión” ( Foucault, 1976: p. 233).
Las prisiones se han convertido en la sociedad actual en el castigo máximo por excelencia, pues representa una de las formas más “humanas” de llevar a los individuos a “darse cuenta” de sus errores y así llegar a corregirlos, para que puedan nuevamente ser insertados dentro de la sociedad y empiecen con el cumplimiento de las leyes que ella ha establecido:
En el viraje de dos siglos, una nueva legislación define el poder de castigar como una función general de la sociedad que se ejerce de la misma manera sobre todos sus miembros, y en la que cada uno de ellos está igualmente representado (…). Una justicia que se dice “igual”, en un aparato judicial que se pretende “autónomo”, pero que padece las asimetrías de las sujeciones disciplinarias, tal es la conjunción del nacimiento de la prisión, “pena de las sociedades civilizadas” ( Foucault, 1976: p. 233).
Las prisiones son un castigo. El castigo que se ha afianzado en la cultura e incorporado irremediablemente en el imaginario social en el que los individuos deben desenvolverse ha sido la privación de la libertad, pero una privación que no se realiza de forma aleatoria: debe ser la consecuencia del rompimiento de los cánones establecidos, de los acuerdos logrados (aunque no necesariamente todos hayan estado de acuerdo), del surgimiento monstruoso de la sombra. La forma en que se aplica este aprisionamiento tampoco es cuestión de azar. Las prisiones deben ser tales que permitan observar el comportamiento de los malhechores, para que así se pueda controlar las acciones que estos “anormales” realizan. La idea es lograr la exposición de todos sus lugares sombríos con el fin de que la luz de las leyes los ilumine y erradique de forma definitiva. La idea es verlo todo, siempre todo, absolutamente todo.
El Panóptico de Bentham es uno de los modelos de prisión más ideales, se trata de una construcción con una torre en el centro, desde la que se pueden ver todas las celdas que están ubicadas en el edificio con forma de aro que la rodea, un modelo prácticamente perfecto en el que todo lo que haga un prisionero puede ser observado, obligándolo a comportarse bien, obligándolo a aprender las normas de la sociedad. Las construcciones modernas están basadas en esa filosofía de verlo todo, pues la vigilancia se muestra como la técnica básica para lograr el control que tanto se desea. La metodología para lograr el control absoluto debe ser la observación absoluta: nada debe escapar de la figura que cela y por tanto sabe cuáles son las buenas acciones, todo debe ser aprobado por la verdad que deriva de la determinación del castigo, esa verdad que Foucault menciona.
El Panoptismo es sólo el principio de lo que una prisión debe ser. Las prisiones deben ser formadoras absolutas, deben lograr la implementación total de la disciplina: deben ocuparse de todos los aspectos del individuo, de su educación física, de su aptitud para el trabajo, de su conducta cotidiana, de su actitud moral, de sus disposiciones; la prisión, mucho más que la escuela, el taller o el ejército, que implica siempre cierta especialización, es “omnidisciplinaria” ( Foucault, 1976: p. 238).
El encierro bajo estricta vigilancia ha sido la solución que la sociedad encontró para los desadaptados. Las conductas negativas deben ser aisladas. La sociedad ha apostado a reincidir en la negación de los comportamientos que no acepta, ha duplicado los mecanismos de control utilizando la misma metodología para lograr encauzar por el camino “correcto y verdadero” al hombre: encarcelar nuevamente las conductas que no deben aparecer y que deben ser desterradas de toda mente.
La sociedad busca una solución irrefutable al incumplimiento de sus normas, busca la supervivencia, la seguridad: alejarse del miedo.
El miedo se genera en la subjetividad de sujetos concretos, y como tal es una experiencia privada y socialmente invisible. Sin embargo, cuando miles de sujetos son amenazados simultáneamente dentro de un determinado régimen político, la amenaza y el miedo caracterizan las relaciones sociales, incidiendo sobre la conciencia y la conducta de los sujetos. La vida cotidiana se transforma. El ser humano se hace vulnerable. Las condiciones de la sobrevivencia material se ven afectadas. Surge la posibilidad de experimentar dolor y sufrimiento, la pérdida de personas amadas, pérdidas esenciales en relación al significado de la propia existencia o la muerte (Lira, 1991: p. 8).
Desconocer o incumplir las leyes significa un arrebato contra toda la sociedad, es decirle a una gran cantidad de individuos que las normas en las que basan su certeza del mundo, su seguridad, no son reales dadoras de la confianza que se pretende alcanzar: las leyes no lo ven todo, no lo controlan todo y por tanto la sociedad no está a salvo. La necesidad de sobrevivir en conjunto, por la naturaleza social del hombre, desencadena la acción de estrategias de defensa frente aquello que desafía la estabilidad del orden, del conocer, del nombrar y delimitar.
Frente al miedo se desatan muchos cambios fisiológicos en cada individuo, y también en la sociedad, quien reacciona sobre los agresores o violadores de acuerdos, desechándolos de forma temporal para re-educarlos en el comportamiento justo. El aislamiento de los individuos que no siguen las normas se presenta como una opción de defensa, los humanos socialmente correctos piensan: “ellos son los “otros”, anormales y diferentes, podrán estar aquí de nuevo cuando acepten ser como nosotros”.
Llevar al “monstruo” lo más lejos posible del contacto con los “seres bien”, es pretender que encerrar a los malos hasta que sean buenos es la solución de todos los problemas. La ortopedia social debe ser aplicada con todo el peso del zapato, y la represión de las conductas debe ser duplicada para cerciorarse de que no vuelvan a ocurrir, o a recurrir.
En las prisiones se observa la sombra de la sociedad, pues todo aquello que es y no debe ser está confinado en un sistema de control que pretende la rehabilitación del “monstruo”, la aceptación de las normas impuestas (“acordadas”) que todos deben cumplir. Desde adentro todo se ve, la vigilancia es absoluta, nada puede ser escondido por alguien. Las prisiones son un alivio más para la sociedad, nuevamente tiene bajo control las cosas “malas” y peligrosas, ya lo puede ver todo nuevamente, ahora nada se le escapa: hay control absoluto.
Los reos se fugan. Las prisiones no llegan a cumplir absolutamente su función, no han llegado a alcanzar la perfección, y es bastante cuestionable pretender que algún día lo logren. La visión panóptica deja de ser tal cuando individuos consiguen burlarla, y se escapan ágilmente menospreciando los mecanismos que se han instalado para evitarlo. Una vez más la sombra de la sociedad vuelve a sus andanzas y el pánico acecha nuevamente.
La creación de regulaciones y normas para garantizar el desarrollo de la especie, si bien constituye una herramienta útil que permite la convivencia, no puede ser vista como la solución terminante, como la cura a todos los males de la sociedad. El encarcelamiento personal o social de las conductas que no representan lo que es considerado bueno no significa su extinción, por el contrario, puede significar la explosión que genere males irremediables a la sociedad. La aceptación de las diferencias individuales y el respeto por las particularidades es la opción a seguir con el fin de garantizar la estabilidad social: es necesario reconocer que el castigo es sólo una solución parcial a los problemas sociales, pues los excesos de disciplinas terminan en excesos de rebeliones.
La sociedad jamás dejará de tener leyes, siempre será necesario llegar a acuerdos para vivir en comunidad, regulaciones que permitan el desenvolvimiento fluido de la convivencia y que se enfoquen en el bien común. Las normas generarán represiones, pues lo que no puede ser hecho, simplemente no es normado: aceptar una ley significa voluntariamente negar la posibilidad de hacer algo de lo que se está en capacidad.
La sociedad por su esencia humana tendrá irremediablemente una sombra asociada, y no importa qué se invente para controlarla todo redundará en un crecimiento de ese monstruo oscuro, ese que desde aquel rincón en el que ha sido aprisionado, mira con ojos siempre amenazantes.
Bibliografía
BACZKO, Bronislaw (1991). Los imaginarios sociales. Buenos aires: Edciones Nueva
Visión.
BUSTILLO, Carmen (2000). Imaginarios y representación ficcional. Caracas: Escultura.
FOUCAULT, Michel (1976). Vigilar y castigar. México: Siglo Veintiuno Editores, S.A. de
C.V.- XXX Edición.
FOUCAULT, Michel (1998). La verdad y las formas jurídicas. Barcelona: GEDISA.
LIRA K., Elizabeth (1991). Psicología de la amenaza política y el miedo.
http://www.dinarte.es/salud-mental/pdfs/Lira%20E%20-%20Psicologia%20de%2...
ZWEIG, Connie y ABRAMS, Jeremiah. El inconsciente y la sombra. Ediciones Kairós. www.iphpnl.com/art4.htm
(2004) ICARITO. La importancia de conocer tu sociedad. Medios Digitales de COPESA.
http://icarito.latercera.cl/icarito/2001/844/pag1.htm
Imagenes tomadas de http://www.sfz-sulzbach-rosenberg.de/kunst_keith_haring.php
(*) Estudiante de Ingenieria de Producción USB
Trabajo presentado en el curso El Imaginario Monstruoso (LLB-547)
Prof. Beatriz Ogando del Departamento de Lengua y Literatura
Universalia nº 24 Ene-Abr 2006