Sergio Aguilera
Una de las concepciones generalizadas que se tienen sobre la percepción es aquella que la define simplemente como el efecto de captar impulsos sensoriales, bien sea a través de nuestros sentidos o bien a través de nuestra intuición. Pero no es reciente la discusión que sobre este concepto se ha dado en los “círculos intelectuales”, especialmente en el de los filósofos, y aún continúa siendo objeto de estudio y debate para muchos pensadores. En la actualidad se sabe con certeza -o al menos se podría decir que hay un cierto consenso en torno a ello- que lo que ocurre entre el momento en que un estímulo externo es captado a nivel biológico y es entendido en nuestra mente es algo mucho más complejo que un simple procesamiento y traducción entre impulsos sensoriales y pensamientos. De allí que muchos prefieran utilizar el término “proceso perceptivo” para denotarlo.
El concepto contemporáneo identifica la percepción, entonces, como un proceso activo, responsable de todo cuanto entendemos, creemos e, incluso, pensamos. Más que sólo el captar, se reconocen ahora en ella al menos tres etapas, que ciertamente no son pasivas: la selección de los estímulos, su organización según alguna clasificación preliminar y su posterior interpretación (1). Algunos incluso definen la percepción como el mecanismo a través del cual todo individuo “connota de significado al ambiente (…) [lo que] requiere de una integración de la información sensorial con elementos cognitivos (…) con el fin último de construir el mundo que nos rodea” (2). Estos elementos cognitivos hacen referencia a los distintos parámetros que funcionan en nuestra mente a nivel individual y colectivo, influenciando nuestro entendimiento; ello abarca desde aspectos elementales, como los recuerdos de un individuo, hasta conceptos abstractos, como el imaginario (3) bajo el cual está funcionando dicho individuo.
Al tomar este carácter activo, se convierte la percepción en un acto individual, particular a cada persona, íntimamente relacionado con las características específicas de quien está percibiendo. Así, el proceso perceptivo será el que determine la forma en que cada sujeto entiende -y más aún, modela- el mundo que le rodea, configurando, entre otras cosas, las definiciones y clasificaciones que le pueda dar a los elementos a su alrededor. Por ello resulta imposible pensar que un juicio sobre algún ser u objeto pueda considerarse como una realidad absoluta sin tener en cuenta los factores que participaron en los actos perceptivos de quien lo emitió en un principio. Lo que para una persona resulta agradable, puede representar algo insoportable para otra; lo que para algunos es justo, podría ser considerado abominable por otros; lo que alguien entiende como un elemento común y corriente, podría ser percibido por otro como un ente monstruoso.
Entonces, se podría afirmar que cada vez que una persona clasifica, define o nombra algún elemento en su entorno está ocurriendo un acto perceptivo individual, que más que obedecer a alguna regla común y general, está relacionado con los factores particulares de la mente de dicha persona. ¿Hasta qué punto tiene sentido, entonces, hablar de “conceptos” y “definiciones”?
Al definir un concepto se están listando sus características genéricas y diferenciales, que permiten clasificar cualquier instancia como perteneciente o ajena a dicho concepto. Pero si esa clasificación depende del proceso perceptivo de quien la realiza, ¿puede realmente conseguirse un conjunto de reglas de aplicación universal que garanticen que todos los elementos pertenecientes a un concepto serán reconocidos de la misma forma por todos los individuos? Pareciera que el alcance de las definiciones, más que universal, continental, nacional o, incluso, familiar, es únicamente individual. Esto las haría completamente inútiles, o al menos dejaría sin sentido proponerlas y enunciarlas al describir algún concepto. Pero sabemos que no es éste el caso, porque, con ciertas variaciones, las personas suelen compartir, dentro de cada conglomerado al que pertenecen, una visión prácticamente común sobre elementos particulares, y es esto lo que les permite la comunicación (porque, ¿que más es el lenguaje sino un conjunto de definiciones que todos aceptamos y tratamos casi por igual?). Entonces, la validez o el alcance de cada concepto va a depender de cuán independientes del proceso perceptivo individual puedan ser las reglas que enumere, y cuán relacionadas se encuentren éstas con elementos cognitivos globales o comunes a algún entorno (familiar, municipal, occidental, etcétera).
¿Qué está entrando en juego, entonces, cuando un ente es calificado como un monstruo? Ciertamente no hay un concepto claro y unívoco de lo que debe ser considerado monstruoso, y quizá se deba en parte a que esta calificación guarda una estrecha relación con el proceso perceptivo de quien la otorga. Pero entre los muchos estudios y aproximaciones teóricas que sobre el monstruo se han hecho, han surgido varios elementos, más o menos comunes, que parecieran permitirnos enunciar un conjunto de perspectivas bajo las cuales podemos enfocar a un ser cualquiera y determinar, unívocamente, si debe o no ser considerado como un monstruo.
Entre estas perspectivas existe una que resulta de gran interés para el presente estudio: aquella que busca entender al monstruo como “el otro”, aquel distinto a mí, a nosotros. Casi todos los elementos que se han utilizado comúnmente para clasificar a los monstruos pueden asociarse de una u otra manera con esta perspectiva. Y, sin embargo, es bajo esta luz que se hace más evidente que el monstruo se define no por características propias, sino por las de quien lo observa, pues lo que describe más acertadamente a “aquel que no soy yo” es, precisamente, el no ser igual a mí.
Tanto las ideas instintivas sobre lo que es un monstruo, como las definiciones formales en diccionarios y enciclopedias (4), suelen hacer referencia a la anormalidad, entendida ésta como la exaltación hasta el extremo de alguna característica, de manera que escape a los cánones predefinidos para algún conglomerado particular. Lafuente y Valverde presentan al monstruo como una “deformación del cuerpo”, entendiendo este término no como un simple “agregado de órganos y extremidades”, sino como “todas las formas que tenemos de experimentarlo, ya sean de naturaleza físico-química, ya sean de naturaleza socio-lingüística”. De ahí que los clasifiquen en función del aspecto del cuerpo en el cual se manifiestan sus deformidades, e identifiquen, entonces, cinco grandes grupos: del cuerpo natural, del cuerpo femenino, del cuerpo sobrenatural, del cuerpo imaginario y del cuerpo político (5). Estas categorías abarcan prácticamente todos los elementos más comunes que se encuentran en las aproximaciones teóricas al monstruo, y cada una de ellas puede reducirse en cierto nivel a la separación de éste como un ser distinto y ajeno a aquellos considerados como “normales”.
Pero es en su descripción de los monstruos de cuerpo político que Lafuente y Valverde logran expresar con mayor claridad esta perspectiva de construir al monstruo en función de las características de quien lo nombra:
Al tumulto de los que se resisten o simplemente no encajan, se les calificará de extravagantes, ilegítimos, bastardos, atravesados, perversos, impostores, bárbaros, bestiales, sanguinarios, malignos, villanos, infames, mestizos, ralea y negra estirpe (…) todas esas formas de monstruosidad no son sino una prefiguración del orden que se quería construir y, desde luego, podemos indagar el nosotros que somos sin más que considerar a ese ellos que hemos excluido y estigmatizado (6).
Pareciera entonces que no podemos desligar el concepto de monstruo de las características individuales de aquel que lo nombra; es decir, que la condición de monstruo es meramente una sutileza perceptiva y que cualquier ente puede o no ser un monstruo según quién lo esté mirando. José Miguel Cortés nos dice que “lo monstruoso representa el Otro depredador que hay en cada ser humano” (7). Luego, ¿por qué hay ciertos personajes, hechos y elementos a los que nadie (o al menos casi nadie) duda en clasificar como tales? Si afirmamos que el concepto de monstruo está íntimamente ligado al proceso perceptivo y que varía para cada persona, ¿por qué todos tenemos una idea más o menos común sobre qué es lo que un monstruo representa?
La respuesta está en que el concepto “global” de monstruo funciona, en términos generales, para la mayoría de los individuos con características comunes que los agrupan dentro de cada conglomerado social. Cuando analizamos la percepción notamos que en ella participaban varios elementos cognitivos dentro de la mente del sujeto, entre los cuales se cuentan “nuestras presunciones básicas de lo que es el mundo” y “nuestros modelos ideales” (8), y en general todo lo que tiende a ser agrupado bajo el término de imaginario. Entonces, el monstruo sí está asociado con la percepción individual, pero, en la mayoría de los casos, es a través de los distintos imaginarios comunes que la están influenciando. De ahí que podamos lograr una definición global que se aplica casi siempre sin problema para todos los integrantes de una cultura específica -y en algunos casos para todos los que comparten la condición de ser seres humanos.
El problema está, entonces, cuando el que define al monstruo no está inserto dentro del grupo social, cuando el que lo observa no encaja entre los “normales”, cuando el responsable de calificarlo o no como tal es el otro. ¿Qué pasa cuando el que percibe al monstruo es precisamente un monstruo? En este caso, deja de aplicar el factor común del imaginario compartido y surgen nuevos elementos en la forma de percibir, que sólo podemos presumir que resultan de una distorsión de las concepciones generales de la sociedad o conglomerado para el cual el individuo en cuestión representa un monstruo. Tendríamos entonces que adentrarnos en el mundo que dicho monstruo construye en su mente para lograr a través de su visión identificar los elementos monstruosos y comprender cómo éstos se alteran y son percibidos por él.
Una oportunidad clara de adentrarnos en el mundo interno de un personaje, y poder fundir nuestra visión con la suya, nos la ofrece el autor argentino Ernesto Sábato a través de su novela El Túnel. Lo particular de dicha novela, y lo que la hace de interés para este estudio, es que está narrada completamente por el personaje principal, el pintor Juan Pablo Castel, quien no se dedica a narrar hechos como si hiciera las veces de una cámara de video, sino que los va relatando en la forma exacta en que él los percibió, e integra a la historia una descripción de los procesos mentales que vivió durante estas percepciones, especificando con gran nivel de detalle todo cuanto pensó, sintió y concluyó (*).
Pero, ¿por qué tomar la visión de Castel para tratar de entender lo que percibe el monstruo? Si bien este personaje es, o parece ser, un ser humano “común y corriente”, miembro -aunque le pese- de una sociedad, reconocido y hasta admirado por otros individuos, y para nada señalado y apartado como un ser abominable -al menos no en principio-, al ver el mundo a través de sus ojos podemos identificar en él varios de los elementos que la teoría ha asociado con el monstruo y que eran disimulados con éxito ante los demás. Más aún, sin necesidad de mayor profundización, la historia que nos narra busca relatar cómo -y aunque no quiera admitirlo, por qué- asesinó a la mujer que “amaba”. Narración hecha desde el instituto (o prisión) donde fue recluido y apartado una vez que confesó su atroz hecho y se reveló ante sus congéneres como el monstruo que era.
Cortés nos habla de los monstruos como todo aquello “que representa una amenaza para la integridad, de un sistema, o de un individuo, un elemento que se opone a las estructuras que constituyen la vida”(9). Ciertamente, entonces, un ser que es capaz de asesinar a un miembro de la sociedad automáticamente se convierte en un monstruo para ella. Castel no es la excepción, incluso antes de cometer su crimen, aunque los demás no lo notaran, ya era en sí un monstruo. Su constante rechazo hacia la sociedad y, en general, hacia cualquier agrupación de personas, y su visión negativa y fuertemente crítica de todo cuanto le rodea, lo mantienen aislado del mundo a su alrededor, sin encajar por completo entre los demás seres que se comportan con “normalidad”; tanto, que él mismo afirma que toda su vida ha transcurrido dentro de un túnel solitario cuyas paredes lo mantienen separado de todas las demás personas (10). Ciertamente, esto constituye un elemento que le da el carácter de monstruo. Otro aspecto que lo condena como tal es su comportamiento, que si bien suele ser comedido y busca siempre permanecer lógico:
Corrí tras ella, hasta que comprendí lo ridículo de la escena; miré entonces a todos lados y seguí caminando con paso rápido pero normal. Esta decisión fue determinada por dos reflexiones: primero, que era grotesco que un hombre conocido corriera por la calle detrás de una muchacha; segundo, que no era necesario (11).
a veces se traduce en hechos, quizás absurdos, que para la mayoría de las personas son completamente anormales y por tanto monstruosos: “Me encontré diciendo en alta voz, varias veces: ‘¡Es necesario, es necesario!’ ” (12).
Incluso el mismo Castel, que, a pesar de no sentirse parte de la sociedad en la que está inmerso, demuestra en más de una oportunidad conocerla bastante bien y saber exactamente cómo se debe funcionar en ella, estaría de acuerdo en clasificarse a sí mismo como un monstruo según sus estándares. Sus actitudes y reacciones más de una vez le parecen desproporcionadas(**), por lo que termina definiéndose como monstruo: “sentí que en esos momentos estaba haciendo algo desproporcionado y monstruoso”(13), “Me sentí una especie de monstruo” (14), “me acusé de ser un monstruo cruel, injusto y vengativo” (15).
Es Castel, entonces, sin lugar a dudas, un monstruo. Pero no deja de parecer extraño llegar a esta conclusión a través de sus propias palabras. Si los monstruos son distintos a nosotros y no encajan en nuestra sociedad, su percepción debería, por lo tanto, ser diferente a la generalizada, y su concepto de monstruo ciertamente no debería concordar con el nuestro. Pero vemos que para Castel lo monstruoso es lo grotesco, lo desproporcionado, lo cruel, lo injusto, lo malvado; en fin, elementos todos que se presentan como básicos en las aproximaciones teóricas y que en gran parte pueden ser utilizados en su contra para condenarlo a la calificación de monstruo. ¿No se supone que debíamos encontrar que en el mundo del monstruo el desorden y la trasgresión son la norma, mientras que la lógica, la justicia y la bondad son lo monstruoso?
El problema está en considerar a ese otro como alguien completamente ajeno a nosotros. Si bien es fácil calificarlo como monstruo por no ser uno de los nuestros, la única razón por la que podemos definirlo como ajeno es que existe un cierto punto de comparación, desde el cual podemos destacar las diferencias e ignorar las similitudes. Pero esto no implica que sea un ser completamente independiente a la sociedad que lo condena; por el contrario, está inmerso en ella y es uno de sus miembros, el rechazado, el aislado, el temido, pero miembro al fin. Al hablar de sus monstruos del cuerpo político, Lafuente y Valverde nos dicen: “miremos sus rostros huraños sin tanto prejuicio (...) Somos nosotros al fin y otra vez” (16).
El ejemplo más claro de esto es el mismo Castel, quien a pesar de exponer en más de una oportunidad su visión negativa de la sociedad, y de presentarse a sí mismo como un ser ajeno a ella, condiciona gran cantidad de sus actos en función de ajustarse a lo que esa sociedad considera normal y coherente, y defiende su lógica como una de las pocas garantías que ella provee: “el reglamento no puede ser ilógico, tiene que haber sido redactado por una persona normal” (17). En un fragmento narra que había decidido preguntar al ascensorista de un edificio sobre la mujer a quien buscaba, pero su timidez le hizo abandonar esta idea justo frente a la puerta del ascensor que estaba a punto de abrirse:
De modo que cuando la puerta del ascensor se abrió ya tenía perfectamente decidido lo que debía hacer: no diría una sola palabra. Claro que, en ese caso, ¿para qué tomar el ascensor? Resultaba violento, sin embargo, no hacerlo, después de haber esperado visiblemente en compañía de varias personas. ¿Cómo se interpretaría un hecho semejante? No encontré otra solución que tomar el ascensor, manteniendo, claro, mi punto de vista de no pronunciar una sola palabra; cosa perfectamente factible y hasta más normal que lo contrario (18).
La razón de esta aparente dualidad es precisamente que los monstruos no por serlo dejan de pertenecer a los grupos que los convirtieron en tales. De ahí que Castel pueda, sin ningún problema, compartir hasta cierto punto nuestra opinión sobre lo que caracteriza un monstruo, pero esto sólo implica que su concepto abarca al nuestro, mas no que sea exactamente igual. Siendo que su perspectiva, por más distorsionada que sea, sigue partiendo de la nuestra, Castel comparte con nosotros los elementos cognitivos que configuran la idea global del monstruo. Lo que debemos es analizar hasta qué punto esta deformación del proceso perceptivo agrega elementos que se traducen en una ampliación del concepto de monstruo, que admita como tales a entes que bajo nuestra óptica sólo pueden ser catalogados como normales.
Para entender la perspectiva particular con la que Castel construye su mundo es necesario determinar lo que este personaje representa, y más ampliamente las razones por las que El Túnel está narrado bajo esta óptica. Al respecto, Sábato explicó en una autoentrevista, titulada “Interrogatorio Preliminar”, que su idea inicial era escribir “el relato de un pintor que se volvió loco al no poder comunicarse con nadie” (19), lo que se transformó en una historia sobre preocupaciones triviales como el amor, el sexo, los celos y el crimen. Sin embargo, continúa explicando, dichas preocupaciones están representando angustias metafísicas, encarnadas a través de sentimientos y pasiones. La perspectiva de Castel se convierte, entonces, en el vehículo por el cual Sábato enfrenta ideas abstractas que, en cierta medida, reflejan sus propias preocupaciones y están marcadas por su manera particular de pensar. Tanto así que es el autor quien expresa, en la misma autoentrevista, que si bien este personaje representa una situación extrema, también corresponde a un aspecto de sí mismo (20).
¿Cuáles son, entonces, estas angustias metafísicas que configuraron la perspectiva de Castel? Muchos analistas coinciden en señalar a Sábato como un exponente del existencialismo. Ésta es una corriente del pensamiento que tiene como elemento básico la “acentuación de la importancia filosófica que tiene la existencia individual” (21). Este enfoque en el individuo se va traduciendo en una inexplicabilidad de la existencia humana y en una percepción del universo como hostil e indiferente. Sin entrar en discusiones acerca de lo aplicable o no del término a la ideología de Sábato, sí podemos afirmar con mayor facilidad que el existencialismo se encuentra presente en la concepción que Castel tiene del mundo. Esto explica su irremediable soledad y el porqué de que no pueda darle un sentido ni a su propia existencia ni a la de los miembros de aquella sociedad en la que está inmerso, pero que a la vez le es ajena.
Es este cuestionamiento existencial la causa -y quizá consecuencia- de que Castel se aísle en un túnel, se separe de los que le rodean y se convierta en ese otro, en ese monstruo. Y a través de esa diferenciación, Castel está haciendo lo mismo que los “normales” hacen al señalar al que no encaja: proyectar en el lado opuesto todo aquello que no forma parte de su ser y bautizarlo con el nombre de monstruoso. De esta manera procede a juzgar el comportamiento de los demás en función de lo que él espera que deberían hacer: “lo primero que yo habría hecho en su lugar era buscarla en la guía de teléfonos” (22). Así, su narración se ve algunas veces interrumpida, otras complementada, por comentarios existenciales que expresan su repudio y condena -aun cuando él considere que es un error hacerlo- a varios elementos que para nosotros resultarían ordinarios: “uno de mis peores defectos: siempre he mirado con antipatía y hasta con asco a la gente, sobre todo a la gente amontonada (…) la humanidad me pareció siempre detestable” (23).
Para Castel el hombre es un ser “mezquino, sucio y pérfido” (24), y aunque la parte de sí mismo que funciona dentro de la sociedad sabe que lo “normal” es ser como ellos, su yo existencial no puede dejar de considerarlos como detestables. El enfocarse únicamente en su persona y separase de los hombres hace que estos parezcan entre otras cosas inferiores, desechables; convirtiéndose, por lo tanto, en pequeños monstruos estúpidos que le rodean. Entonces, ocurre un fenómeno circular en el que la sociedad se transforma para Castel en un monstruo, precisamente por no poder encajar en ella, lo que a su vez lo hace a él un monstruo, separándolo irremediablemente de los “demás” que la integran.
Para aquel que es distinto a todos los demás, todos los demás son distintos a él. Es decir, quien es separado de la sociedad por diferente no sólo se sabe ajeno a ella, sino que además profundiza la brecha que lo separa de sus congéneres, pues ellos le resultan a su vez diferentes. Castel señala que es su propia soledad y angustia existencial lo que le hace percibir a todo cuanto le rodea como monstruoso, pero no puede separarse tampoco de la parte de su personalidad que piensa que es él quien está equivocado, el despreciable, el monstruo, el único responsable de su aislamiento y su dolor:
Generalmente, esa sensación de estar solo en el mundo aparece mezclada a un orgulloso sentimiento de superioridad: desprecio a los hombres, los veo sucios, feos, incapaces, ávidos, groseros, mezquinos (…) [Pero] me encontraba solo como consecuencia de mis peores atributos (…) En esos casos siento que el mundo es despreciable, pero comprendo que yo también formo parte de él (…) y siento cierta satisfacción en probar mi propia bajeza y en verificar que no soy mejor que los sucios monstruos que me rodean (25).
Existe, entonces, una gran dualidad en la percepción de Castel, y a través de él, en la del monstruo. El formar parte de una sociedad en la que está aislado y señalado le lleva a compartir elementos cognitivos que hacen que su percepción de sí mismo y del mundo resulte a veces contradictoria. De igual manera, su concepto individual de lo que es un monstruo se construye sobre la definición que fue empleada para calificarlo a él como tal; añadiéndole los elementos que desde otro ángulo de su perspectiva le resultan ajenos y distintos a sus propias características.
De esta forma, distorsiones en la percepción se traducen en la transformación del concepto de monstruo, para dar cabida también a todo lo que, por ser normal, es distinto. Tomando a Castel como ejemplo del monstruo de la sociedad -aquel que transgrede sus reglas y representa una amenaza, aquel que no se adapta a su forma de vida y costumbres-, y enfocando nuestra visión a través de su perspectiva del mundo, nos encontramos con que sus monstruos son todos y están en todas partes, a ratos es él y a ratos son los hombres inútiles, ridículos, viles y despreciables que le rodean. En uno de los delirios que precedieron su crimen, cuando observa cómo su amada compartía con otro hombre, Castel, lleno de celos, se queja: “¡Y hablaba con ese monstruo ridículo! ¿De qué podía hablar María con ese infecto personaje? (…) ¿O sería yo el monstruo ridículo? ¿Y no se estarían riendo de mí en ese instante? ¿Y no sería yo el imbécil, el ridículo hombre del túnel y de los mensajes secretos?” (26).
Entonces, los monstruos del monstruo son todos los que lo consideran como tal, porque esto implica que funcionan con éxito en la sociedad que le correspondería a él, pero a la que no pertenece. Sin embargo, esto no significa una inversión del orden, por lo que también se conserva la percepción de que él mismo es monstruoso. Y tanto ellos como los otros son monstruos, porque para quien está aislado, la sola existencia de esta división hace que crezca lo que verdaderamente le angustia y le causa sufrimiento -y, por qué no, sus verdaderos y únicos monstruos-: la soledad y la imposibilidad de llevar una vida normal como la que llevan los demás, que son propios a la vez que ajenos.
En un fragmento ya citado, Castel justifica su percepción de que lo rodean monstruos con la sensación de estar solo en el universo. Ciertamente, es ésta su mayor angustia, pues toda la historia se trata de cómo intentó hallar en una mujer a aquel ser que fuera como él (monstruo), pensara como él y se aislara como él; alguien que le acompañara a estar solo, dándole sentido a su vida. Ya al final de su relato deja entrever también lo que pudiera ser interpretado como una añoranza de una vida normal: “A través de la ventanita de mi calabozo vi cómo nacía un nuevo día (…) pensé que muchos hombre y mujeres comenzarían a despertarse y luego tomarían el desayuno y leerían el diario (…) Sentí que una caverna negra se iba agrandando dentro de mi cuerpo” (27).
Castel, como ejemplo de monstruo de la sociedad, nos recuerda que esta etiqueta -la de monstruo- viene formada por los elementos moldeadores de la percepción de cada grupo social -como la noción de normal que comparte con los demás- y de cada individuo, lo que hacen que el mundo que le rodea aparezca también como un monstruo.
(1) Esta subdivisión está presente en gran cantidad de trabajos. Para más detalles puede consultarse [UC3M]
(2) [Gestión]
(3) Este concepto, por muchos discutido, hace referencia al conjunto de “presunciones”, patrones y definiciones que están profundamente grabadas en la mente de cada individuo y que guardan relación con cada uno de los contextos sociales en los que está inmerso (familia, ciudad, sociedad, país, etcétera).
(4) Al menos todas las acepciones que para el término ofrece el diccionario de la Real Academia Española, disponible en Internet a través de la dirección http://www.rae.es/
(5) Esta lista de categorías, junto con las citas utilizadas en la definición del monstruo como deformación del cuerpo, fueron tomadas de [Lafuente y Valverde] p. 25
(6) [LaFuente y Valverde] p. 39
(7) [Cortés] p. 19
(8) [Gestión]
(9) [Cortés] pp. 17, 18
(10) [Sábato 48] p. 221
(11) Ibid p. 39
(12) Ibid, p. 49
(13)Ibid, p. 35
(14)Ibid p. 75
(15) Ibid p. 111
(16) [Lafuente y Valverde] pp. 28, 29
(17) [Sábato 48] p. 191
(18) Ibid p. 43
(19) [Sábato 74] p. 173
(20) Ibid p. 172
(21)[Lalande] p. 342
(22)[Sábato 48] p. 83
(23)Ibid pp. 67, 69
(24) Ibid p. 7
(25) Ibid p. 13
(26)Ibid p. 225
(27)Ibid p. 231
* Hay que tener en cuenta que el solo hecho de recordar una experiencia y narrarla ya representa una reconstrucción de ella. Más aún cuando el que cuenta la historia lo hace para un público determinado y con unos intereses particulares. Por ello no podemos hablar de que Castel expone de manera pura y exacta todos sus procesos perceptivos, pero sí podemos considerar que lo que ofrece en su relato es una ventana bastante clara hacia la comprensión de su perspectiva.
** Recordemos que la exageración hasta el extremo es una de las características principales de lo monstruoso
BIBLIOGRAFÍA
[Cortés]: Cortés, José Miguel G. Orden y Caos. Un estudio cultural sobre lo monstruoso en las artes. Barcelona, Anagrama, 1997
[Gestión]: S/A, publicado en septiembre de 2002 en una comunidad especializada en gestión de negocios. “¿Qué es la percepción?” http://www.gestiopolis.com/recursos/experto/catsexp/pagans/rh/46/percepc... Última fecha de revisión: julio 2004
[Lafuente y Valverde]: Lafuente, Antonio y Valverde, Nuria “¿Qué se puede hacer con los monstruos?”. En Monstruos y seres imaginarios. Madrid. Biblioteca nacional, 2000.
[Lalande]: Lalande, Andre Vocabulario técnico y crítico de la filosofía. Argentina, Editorial “El Ateneo”, 1967.
[Sábato 74]: SABATO, Ernesto. Páginas Vivas. Argentina., Editorial Kapelusz S. A., 1974.
[Sábato 48]: SABATO, Ernesto. El Túnel (The Tunnel). EEUU., Ballantine Books, 1988.
[UC3M]: S/A, tomado de un curso de la Universidad Carlos III de Madrid. “La Percepción” http://www.uc3m.es/marketing2/procesopercep.htm Última fecha de revisión: junio 2004
Materia: El imaginario monstruoso, de la Profesora: Beatriz Ogando
Universalia nº 24 Ene-Abr 2006