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Mi pasantía en Estambul

Por Basilio Bogado (*)

En unos pocos días se cumplirá un año desde el momento que dejé suelo turco para regresar a Venezuela. Tras casi un año de reflexión y asimilación de aquellos nueve meses que viví en Estambul como pasante de la Universidad Simón Bolívar, puedo decir hoy, con más propiedad y madurez, y sin temor a exagerar, que fue una experiencia que cambió mi posición ante la vida y catalizó mi proceso de aprendizaje y conocimiento personal de una forma que todavía me sorprende. Regresé más sabio y agradecido con lo que tengo y con lo que he vivido.

Es muy difícil resumir esta experiencia en unas pocas líneas. Aún más difícil es escoger sobre qué escribir, y sobre que no, en esas pocas líneas. De lo que sí estoy seguro es que me sería imposible realizar este artículo sin al menos hacer el intento de transmitir el profundo afecto que le guardo a esa ciudad llamada Estambul y a su gente.

La Ciudad

¿Y qué más se podría escribir que no se haya escrito acerca de una ciudad que fue capital de dos imperios (el Bizantino y el Otomano)? ¿Que se ubica en una región del mundo con tanta carga histórica, donde se encuentran los orígenes de nuestra civilización occidental? ¿Que ha inspirado tantos cuentos, novelas, poemas y canciones? ¿Que además es uno de los destinos turísticos mas deseados de los últimos años? Lo único que realmente puedo aportar es lo que para mí significa Estambul.

Estambul es atravesar el Cuerno de Oro diariamente y admirar la grandeza de una ciudad separada y comunicada a la vez por las aguas del Mar del Mármara y el Bósforo. Es presenciar los sublimes atardeceres que, como un milagro emergente del encuentro de la naturaleza con la obra del hombre, se crean todos los días al caer el sol sobre la línea irregular que conforma el paisaje arquitectónico dominado por las características edificaciones de baja altura y las casi tres mil mezquitas que se posicionan sobre el Bósforo. Es escuchar el llamado al rezo de las mezquitas que, cinco veces al día,  recuerdan la esencia religiosa y espiritual de un país donde el 99% de la población es musulmana. Es recorrer el casco histórico de Sultanahmet, donde se encuentran las mezquitas más imponentes de la ciudad: Sultanahmet Camii (La Mezquita Azul) y el museo Ayasofya (Santa Sofía). Es cruzar el puente del Bósforo que conecta el continente europeo con el asiático. Es comprar té y especias en el Mercado Egipcio, de más de 400 años de antigüedad. Es despertar cada mañana y ver a través de la ventana Galata Kulesi (La Torre de Galata). Es comer hamsi (anchoa frita) a las orillas del Bósforo en una tarde soleada de domingo. Es experimentar la activa, intensa y diversa vida nocturna. Es caminar por la avenida peatonal de Istiklal, masivamente transitada a cualquier hora del día o de la noche, y alrededor de la cual se encuentra el centro nocturno, culinario, bohemio y comercial de Estambul; evidentemente ecléctico y representativo de una ciudad, un país y una cultura marcada por el encuentro entre occidente y oriente. Es regatear alguna pieza de vestir en uno de los tantos mercados que hay en la ciudad, y pagar sólo una fracción de lo que pagaría en cualquier otra parte del mundo. Es regatear alguna pieza de mayor valor tomando té y conversando tranquilamente sentado. Es comer en uno de los tantos restaurantes atendidos por sus dueños que existen en Estambul, sentirse bienvenido como en casa propia, para luego formar parte de los regulares del local. Es experimentar la melancolía e intensidad que forma parte del carácter de los turcos a través de su música folclórica, así como también su alegría y sentido del humor a través de su mundialmente conocida música pop. Es comer en la calle un sándwich de kokoreç (intestinos de chivo) o de midye (algún molusco) luego de una larga noche de juerga. Es presenciar un matrimonio gitano en uno de los barrios más pobres y coloridos de Estambul, y contar con un anfitrión local espontáneo. Es experimentar la hospitalidad desinteresada, tan arraigada en la cultura turca, y llegar a aceptarla sin perspicacias de malicia.

Esa es una pequeña parte, pero muy significativa, de lo que es Estambul para mí.

La Gente

El otro tema del que no puedo dejar de escribir es acerca de las personas que tuve la suerte de conocer durante mi estadía en Turquía, y de los turcos en general.

Hay una anécdota que resume bastante bien el concepto que guardo de los turcos. Por razones que no vale la pena mencionar, quienes estaban encargados de buscarme en el aeropuerto a mi llegada a Turquía no lo hicieron. Luego de tres horas de haber aterrizado, de un viaje en autobús que me llevó a algún lugar evidentemente desconocido de la ciudad, de varias llamadas internacionales, de haberse puesto el sol, y, además, completamente inmovilizado por cargar con tres maletas, me encontraba ya al borde de la inminente desesperación. Fue en ese momento que, al pedir la ayuda de un extraño para entender la dirección que me daba por teléfono la persona que nunca me buscó, en ese momento conocí el alcance de la hospitalidad turca. El extraño no sólo se ofreció a ayudarme con las maletas, sino que también tomó un taxi conmigo hasta el otro lado de la ciudad (en el otro continente) donde se encontraba el lugar donde debía llegar, llamó desde su celular a la persona que debía encontrar, y me acompañó hasta asegurarse dejarme con la persona y ofrecerle su respectivo, y bien merecido, regaño. Además, me dio su número de teléfono para que lo contactara si necesitaba algo en los siguientes días. Este acto me dejó profundamente conmovido. Lo más sorprendente es que fue algo que marcó la regla y no la excepción durante los meses que siguieron (es importante acotar que Estambul es una ciudad con el doble de la población de Caracas y tan caótica como cualquier metrópolis de tales magnitudes).

Los siguientes meses estuve viviendo en un dormitorio universitario, compartiendo un cuarto con otros siete extranjeros (entre pasantes y estudiantes de intercambio), en un edificio con alrededor de trescientos estudiantes turcos y veinticinco foráneos.

Durante los meses que viví en ese dormitorio vi ir y venir a muchas personas, y logré establecer vínculos muy fuertes con algunas de ellas. Junto con todos ellos, formamos un microcosmos ajeno a la intolerancia, enfrentamientos, odios y rencores que reinan hoy en día en el mundo. Fue esta comunidad, heterogénea en nacionalidades, razas, religiones, profesiones y vocaciones, la que me hizo ver el potencial latente que sigue teniendo el ser humano en estos tiempos. En más de una ocasión me encontré sorprendido ante muestras espontáneas de hospitalidad, amabilidad, ayuda desinteresada, tolerancia, y muchas otras cualidades que contrastan con aquellas a las cuales ya me había acostumbrado y resignado en los últimos años. Regresé a Venezuela con un sentimiento abrumador de esperanza. Esta experiencia me mostró el mundo de lo posible. 

La Pasantía

A pesar de que la pasantía definitivamente no fue lo que más disfruté de mi experiencia en Estambul, también es cierto que aprendí mucho de esa vivencia, gracias a que tuve que enfrentarme a retos muy importantes, tanto laborales como personales.

El primer problema con el cual tuve que lidiar, tanto fuera como dentro del trabajo, fue el del idioma (totalmente desconocido para mí en ese entonces) y la consecuente incomunicación. Debido a mi situación domiciliaria, esto lo pude sobrellevar bastante bien junto con personas que se encontraban en la misma situación que yo, sin embargo en el trabajo esto generó un muro por el cual quedé aislado durante gran parte del tiempo que estuve trabajando ahí, lo cual, pragmáticamente hablando, representa casi la mitad de las horas despiertas que tuve en Turquía.

El segundo, y quizás más duro de los retos, fue el del proyecto de pasantía. Lograr conciliar los requerimientos de una pasantía universitaria evaluada académicamente, con una pasantía como se estila en Europa, o al menos en Turquía, no es nada sencillo. Tal fue así que, tras tres meses de haber trabajado en el proyecto que tenía estipulado, me encontré forzado a cambiar completamente de dirección. Por un cambio en los requerimientos, mi plan de pasantía perdió sentido. Aquello implicó buscar otro proyecto y empezar de nuevo. Lo más difícil fue el período de incertidumbre y toma de decisiones cuando no sabía si iba a tener otro proyecto o no, si iba a tener que cambiar no solo de proyecto sino también de empresa, o si iba a tener que regresarme a Venezuela y buscar pasantía de nuevo. Afortunadamente encontré otro proyecto con los requisitos necesarios y puedo decir que, bueno o malo, todo lo que hice fue producto de mi esfuerzo y sólo de mi esfuerzo. Tuve que luchar para conseguirlo, planificarlo y desarrollarlo, lo cual me dio un aprendizaje que estoy seguro no hubiera conseguido de otra forma.

La Reflexión

Estaré eternamente agradecido con la Universidad Simón Bolívar por permitirme esta oportunidad y con AIESEC por haberla hecho posible. Luego de haberme graduado me siento, como muchos egresados, en deuda con la Universidad que me ofreció tantas buenas oportunidades, algunas de las cuales supe aprovechar. Es por esto que me siento obligado, no solo a agradecer las oportunidades que se me dieron, sino también criticar aquello que considero debería cambiar.

Algo que lamento es la ignorancia que existe en el país, y en parte de la comunidad universitaria, acerca de los intercambios estudiantiles y las pasantías internacionales. En múltiples ocasiones escuché, de diferentes voces, cómo se menospreciaba mi deseo de realizar la pasantía afuera. Existe un preconcepción errada de que estas pasantías e intercambios son una pérdida de tiempo y no aportan mucho desde el punto de vista académico y profesional. Eso está muy lejos de la realidad. Es cierto que mi motivación principal, y la motivación de muchos, para el intercambio no era la profesional, pero también es cierto que estaba completamente consciente, aún antes de irme, que la experiencia que tendría viviendo afuera seria muy enriquecedora, tanto a nivel personal como a nivel profesional. Luego de un año de haber regresado, y de seis meses desde que estoy trabajando, es algo que compruebo y confirmo todos los días.

En Europa están muy conscientes de ello. Las pasantías en el extranjero no son evaluadas académicamente ya que el propósito real no es el de tener un buen desempeño en el trabajo, sino el de aprender de una experiencia en la que se pone al estudiante en un lugar extraño para que desarrolle habilidades y valores que luego le serán de utilidad en su vida personal, social y laboral. A pesar de que esas pasantías no son evaluadas, se estimula al estudiante que las hagan, aún en el transcurso de su carrera, poniendo a su disposición la ayuda necesaria.

Estoy convencido que la Universidad debería estar en la obligación de fomentar, de manera activa, este tipo de actividad en el extranjero y apoyar a todo aquel que esté interesado en realizarla. Más aún en una universidad como la Simón Bolívar, en la cual se reconoce el gran valor que tiene la formación integral del individuo y su importancia en la instrucción de mejores profesionales y ciudadanos. Más aún en los tiempos y en el mundo en el que vivimos que necesita de mayor tolerancia y entendimiento.

Así concluyo, esperando que mi experiencia y mis reflexiones sean útiles a otros estudiantes que, como yo, sientan al menos un poco de inquietud y curiosidad por conocer y experimentar otras culturas, y a la Universidad, para que estimule esa inquietud y curiosidad en los estudiantes.

(*) Graduado en Ing. de Computación, en la USB, Año 2005
basiliobogado@hotmail.com

 

Universalia nº 25 Septiembre-Diciembre 2006