Javier Pino(*)
Allí estaba él, elegantemente vestido e inmóvil en la puerta del salón; la acompañaba en el día más importante de su corta vida. Ella lucía espléndida; el vestido color durazno que se ceñía a su cuerpo, combinaba perfectamente con la decoración, y resaltaba aquello que se celebraba: ya no es una niña, ahora es una mujer.
Caminaron lentamente mientras los presentes observaban en silencio; su ansiosa espera por la agasajada había llegado a su fin. La pareja se detuvo al llegar al centro de la pista. El padre de la joven los miraba severamente, su madre contenía las ganas de llorar; la alegría era palpable.
El vals comenzaría en cualquier momento, los invitados tenían la mirada fija. Él –su hermano- se situó frente a ella, tomó su mano izquierda y la levantó ceremoniosamente; recordó todas las veces en las que no habían podido estar de acuerdo a la hora de bailar, y escuchó los cuchicheos y suspiros de las presentes. Con las primeras notas, el baile comenzó.
Se deslizaron lentamente, de izquierda a derecha –como el vals lo exigía- a lo ancho y largo del salón. Bailaron suavemente, como si la pista se hubiese convertido en una playa y ellos dos en una gentil marea… Los presentes, observaban extasiados su vaivén; orgullosos y felices por los dos hermanos, y mucho más por la joven quinceañera.
Hoy celebran mis 15 años, el día más importante de mi vida; hasta que me consiga un lindo empresario y me case, por supuesto; pensaba la adolescente.
Hipnotizado por la música, él la guiaba, las notas del vals le eran palpables, acariciaban su cuerpo y le indicaban el compás. De un momento a otro, comenzó a aumentar el paso; ella pensó que algo no estaba bien, su hermano la estaba haciendo girar un poco más rápido de lo que indicaba el ritmo. Ella lo miró fijamente, pero él no la miraba. Él seguía haciéndola girar cada vez más y más rápido, y sonreía. De su boca, una estruendosa carcajada surgía.
En cualquier momento perderemos el control, pensó la joven, y en consecuencia se aferró aun más a su hermano, asustada. El muchacho seguía aumentando el ritmo sin parar; sus movimientos eran exagerados, no eran terrenales, sus torsos giraban de forma fantasmal y no parecían concordar con la música; sin embargo, el joven seguía, sólo quería bailar… bailar hasta la locura o hasta que la deliciosa música que escuchaba en su interior cesara.
Y entre tantos movimientos y vueltas ocurrió algo que nadie pudo imaginar.
La música se detuvo repentinamente -el padre temiendo por sus hijos había ordenado apagarla-. Los ojos del joven se tornaron blancos, con su mano derecha tomó el vestido de la quinceañera por el escote y se detuvo en seco… ella perdió el equilibrio y cayó.
“¡Dios mío!” se escuchó en el salón.
Los padres inmóviles, vieron a su hija humillada, con el vestido hecho harapos. Ella tardó en reaccionar, observó su vestido hecho trizas, y se cubrió los senos. Temblando y llorando, levantó la mirada. “¡Ahora sabemos que te has convertido en toda una mujer!”, oyó decir a su desquiciado hermano… nunca pudo olvidar tales palabras.
(*)Estudiante de Ingeniería de Computación
Universalia nº 25 Abril-Julio 2006