Daniuska González(*)
Cuando no tengo clases temprano, llego a la universidad a esa hora para tomar un café y salir a recorrerla. Además de disfrutar del silencio, ese tiempo me permite pensar en cómo transcurre nuestra vida -toda la vida, la de los estudiantes, los profesores y los empleados-, y en qué medida ese paisaje que emociona, mezcla de naturaleza y arte, la mayoría de las veces resulta atravesado negativamente por un hecho que nos cuesta aceptar porque depende únicamente de nosotros, de nuestras actitudes: la CONVIVENCIA.
Convivir origina diferentes y contrastantes niveles. Convivir es una ética y, al mismo tiempo, un acto de voluntad. Desde el estudiante que llega al salón de clases y no dice ni buenos días, hasta el colega con quien nos encontramos en la escalera, también en la mañana, y baja la cabeza para evitar el saludo. Pero, además, convivir se refiere a los carros a alta velocidad, por las vías de entrada y salida, o coleándose en la curva anterior al Edificio de Aulas; a quienes allí no ceden el paso cuando conducen; a los dueños de los vehículos estacionados por horas y horas mientras escuchan música en el reproductor y un estudiante espera por un puesto libre porque él entra a clases y sí tiene una razón para estar en la universidad, un derecho a estacionar. A quienes conversan por celular dentro de la biblioteca o en el salón de clases, igual profesores que estudiantes.
Convivir pasa también por el ambiente adecuado en los departamentos, sin hacerle la vida imposible al prójimo (porque quizá estamos frustrados con nuestra propia vida y en alguien tenemos que desquitar la impotencia), y en los salones de clases, donde la competitividad anula el compañerismo y el trabajo en equipo. Convivir es hallar la calculadora, el celular, los lentes de otro estudiante y tratar de buscarlo, no por una recompensa sino porque place, porque hace sentir bien interiormente. Y no tratar al profesor como a un idiota a quien se le entrega como propio un trabajo plagiado de internet, y que, a su vez, el profesor no trate de animal al estudiante porque así, supone, se gana su respeto.
Convivir, asimismo, es utilizar un lenguaje que, perteneciendo a esta época y, sobre todo, a la edad del hablante, a sus intereses e inquietudes, respete códigos y espacios: si en casa se permiten groserías, la universidad no es el patio de la casa donde se gritan esas groserías.
En el trimestre pasado, caminaba hacia la biblioteca. Un grupo de estudiantes jugaba fútbol, cuando pasé entre ellos, uno de ellos decía palabras obscenas, le reclamé y me respondió: “yo hablo como quiera. Y debe pedirme como favor que no utilice ese tipo de palabras”. No, no como favor, porque eso forma parte de la convivencia, la cual comienza con el respeto al otro, con saber y ponderar espacios y caracteres, con hacer la vida más humana, más tranquila, mejor.
Mientras no suceda así, continuaré caminando con mi café en la mano, a las 8.00 de la mañana, y contemplando “bucólicamente” el paisaje de nuestra U.S.B., porque el que de verdad me gustaría ver, sentir, respirar, el paisaje humano, está aún oculto entre proyectos y tecnologías pero en un futuro que parece cada vez más lejano.
(*)Profesora del Departamento de Lengua y Literatura
Universalia nº 26 Septiembre-Diciembre 2007