Ganadora del concurso de cuento – 3er lugar
Marco Méndez (*)
¿Flaco, cómo confío en Adina si duerme con los ojos abiertos? Así decía Juan y yo no entendía qué quería decir con eso, pero así decía. Después fue que me di cuenta de que no era una locura, porque a veces las cosas pasan, y pasan y ya, sin locuras. Solamente pasan. Y uno hace lo que tenga que hacer. Porque cuando estás sentado un día en tu casa o en el trabajo y algo te pasa, tienes que aceptarlo. Después mueves las piezas, cambias las cosas y lo olvidas. Mira, ellos se amaban, o por lo menos se querían, de eso no hay duda y tú lo sabes, aunque Juan dijese lo que dijese. Pobre, estaba afectado, él desde la universidad la quiso, y ella también lo quería. ¿Te acuerdas? ¿Cuando estabamos en la universidad? Fueron buenos tiempos para todos, para ellos sobre todo. Yo creo que nunca se casaron porque no eran gente de casarse, y menos mal, porque se querían lo suficiente. Quiero decir, que de no ser ellos como eran se hubiesen casado y llegado a los extremos de tener perro o nietos. Hasta pensaron en tener un hijo y una casa, por aquello de las tías y las mamás que siempre estaban presionándolos. Por eso Juan aguantó tanto tiempo, le aguantó la fantasía a los demás. La familia fue la que sufrió. Les iba bien con el apartamentico que al final se quedó Adina, y con la plata y con el carro. No sé, tu vieron suerte al principio.
Lo que pasó con ellos pasó y ya nadie se acuerda, tampoco nadie sabe bien, porque el único que sabe soy yo. Mira, Juan me contó todo, por lo menos una parte, y la otra la vi porque estuve ahí, porque de algún modo fui yo quien le ayudo a escapar. Me lo contó mientras nos tomábamos un café en el mismo café de siempre, donde íbamos con Adina y contigo. Ese día estamos solos Juan y yo, y él me dice: oye flaco ¿has visto a alguien que no cierra los ojos cuando duerme? Y yo le digo que si se volvió loco, porque dime tú qué más le voy a decir. Entonces me dice que Adina ya no cierra los ojos cuando duerme y que parece un ogro, que todo eso era nuevo y él no podía dormir; flaco, me dijo, ahora Adina deja dos gruesas medialunas blancas bajo las pestañas y yo no me puedo dormir. Ella abraza la almohada, se da la vuelta, apagamos la luz, nos arropamos con el edredón y justo cuando me estoy quedando dormido me acuerdo de los ojos entreabiertos de Adina y se me jode el sueño. Estaba desesperado, si hubieses visto su cara te ponías a llorar. De todos modos yo le dije que definitivamente estaba loco, que no era para tanto, pero la verdad es que ya me estaba afectando un poco a mí, tú sabes cómo soy con esas cosas y las pesadillas que me dan. Entonces ahí fue que me dijo para ir a la casa de la playa ¿te acuerdas? Que fuésemos Adina, él, tú y yo, para que yo mismo viese el horrible rostro de Adina mientras dormía. Esa noche, me acuerdo clarito, después de que hablé contigo para ir a la playa, después de que colgué, tuve varias pesadillas cortas. Todavía recuerdo que iba patinando, como por una plaza, y había una escalera sin barandas y al final de la escalera la cara de Adina, gigante, como un fantasma, y yo estaba acercándome rápido hacia ella, de lo más pendejo, pensando en lo divertido que es patinar. Moviendo mis pies, acelerando, y justo cuando estoy sobre la escalera, cerquita de la cara, a toda velocidad sobre el último escalón, me doy cuenta de la vaina y ¡Mierda! Y luego en el aire sin pensar en nada, sintiendo la adrenalina y con ganas de gritar o llorar o caerle a batazos a un carro. Entonces lo único que hago es abrir los brazos y moverlos de arriba abajo como un idiota, esperando el coñazo o que la cara enorme de Adina abra la boca y me trague, pero me despierto todo cagado y sudado en medio de mi habitación, qué arrechera. Y así pasé todas las noches hasta que fuimos a la playa. No sé por qué me afectó tanto, quiero decir, ni siquiera había visto a Adina. Yo creo que fue la cara de Juan, era para morirse.
El día que fuimos para la playa salimos de madrugada, de eso sí te acuerdas, estábamos los cuatro en el carro, Juan manejando, Adina de copiloto y yo atrás contigo durmiendo y tu cabeza sobre mí. Al llegar bajamos todo en la casa y fuimos directo a la playa. Juan y yo éramos cómplices, yo creo que siempre supimos que él la iba a dejar, así que no sé qué hacíamos ahí. Curiosidad, o alimentar el morbo quizá, no sé. El hecho es que éramos cómplices y nos quedamos en las sombrillas con unas cervezas mientras ustedes tiraron sus toallas en la arena y se acostaron ahí bajo el sol, porque eso sí ¿te acuerdas del solazo que hacía ese día? Entonces Juan me hace seña de que no hable para que se duerman y yo le levanto el pulgar y me relajo. Me pongo a ver el mar, busco los lentes de sol, me los pongo, bebo un trago, miro de nuevo el mar, meto la botella en la bolsa junto a la cava, me pongo las manos en la barriga, miro la arena, el mar, siento la brisa en mis oídos y ¡puff!, me duermo otra vez y empieza una de esas pesadillas, la peor de todas. Está otra vez la cara de Adina, con los ojos abiertos, o medio abiertos, o con la medialunas como les decía Juan, y yo estoy en la arena, sin sombra, cocinándome por el sol. Trato de moverme y no puedo, estaba como muerto pero consciente y la cara de Adina flotando sobre mí. Entonces salen unas manos gigantes y me levantan y escucho una voz que dice te voy a comer, desgraciado, te voy a hacer digestión. Qué asco, ahora que lo pienso, qué asco y qué raro, te voy a hacer digestión. Pero en ese momento lo que estaba era cagado. Entonces el fantasma, o Adina o quien sea, abre la boca y me empieza a tragar y yo gritando y en ese momento me despierto de repente en medio de una playa con mi novia y dos amigos, y no hay fantasma, ni boca, ni ácido, y Juan me estaba haciendo unas señas raras con las manos, que me quedara tranquilo, y yo sin entender. Ahí es cuando veo a Adina tirada en la arena.
Se había quedado dormida boca arriba, con los lentes de sol carey tapándole los ojos y toda brillante por el bronceador. Horrible. Tú estabas dormida también, pero lejos, menos mal que no nos viste. Así que nos acercamos, nos pusimos uno a cada lado, Juan levantó la mano y me miró como diciendo prepárate, tomó los lentes por la pata y comenzó a quitárselos a Adina, pero despacito para no despertarla. Y ella no era tan fea, tú sabes, pero si la hubieses visto aquel día le darías la razón a Juan. Toda roja, despeinada, llena de arena, con la boca medio abierta y con los ojos blancos como una muertaviva. En ese momento Juan y yo nos entendimos, él la iba a dejar y yo lo iba a ayudar, lo entendimos todo.
Pobre Juan, él quiso mucho, de verdad que sí, y ella también lo quería, pero la tipa era una cosa rara. Porque vamos a estar claros que eso de parecer despierto cuando duermes es de gente rara y Juan no era un tipo tan raro, tenía sus cosas, pues, como todo el mundo, pero sin extremos. Me dijo que no lo soportaba más, que era una tortura vivir con Adina. Y yo le dije que se fuera, que yo lo ayudaba. Pero la verdad no hacía falta, como te digo, ya todo estaba entendido.
REUNIÓN FAMILIAR
Nos habíamos acomodado en las sillas de la sala, formando un círculo alrededor de Julio, cuando el hombrecito entró por la puerta de la cocina y todos aplaudieron. Era un hombrecito alto, de unos 20 centímetros. Al verlo, la abuela no contuvo la emoción y ahogó un sollozo con el pañuelo, que ya se empezaba a empapar de lágrimas como es costumbre en eventos familiares de este tipo. Las morochas, que estaban fumando en la ventana, tiraron el cigarro y se acercaron corriendo para ver el proceso desde el principio. Entretanto, el hombrecito ya se había encaramado sobre Julio y una vez montado en su hombro izquierdo, le agarró la oreja y la barba e introdujo su pequeña cabeza en el interior de su oído. Todo como debía ser. La casa estaba en silencio absoluto y la familia completa presenciaba con gusto el proceso. Pocos segundos después, con la fuerza que le corresponde a un hombrecito de la familia y de ese tamaño (más grande que el de María, la madre de Julio, o que el de Juan su Padre) empezó a gritar, tan fuerte, que hubo que cerrar las ventanas para no fuésemos a despertar sospechas en las casas vecinas. Lo que más nos impresionó fue la calma que mantuvo Julio hasta el final del proceso, calma que me recordó al sillón del abuelo o a la piedra grande del patio de atrás. Cuando el hombrecito tenía la mitad del cuerpo dentro de su cabeza, Julio seguía sentado en la silla, sin haber botado ni una lágrima y con la vista fija en la ventana. Fue realmente admirable. Su esposa no pudo ver el proceso completo, para ese entonces ya se había desmayado y estaba acostada en uno de los sofás amarillos de la terraza.
Apenas terminó todo se escucharon los aplausos y los silbidos. Yo mismo acompañé a Julio al cuarto de la abuela para que durmiese, en la noche era la fiesta y tenía que estar descansado para escuchar los consejos de los mayores y contarle su experiencia a los niños.
(*) Estudiante de Ingeniería de Química.
Universalia nº 26