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¿Del hecho al dicho? Una breve reflexión sobre la ortografía

 

Prof. Lourdes C. Sifontes G.(*)
Es posible que sea cierta, o al menos en parte, aquella noción –que se maneja en muchos ámbitos como saussureana- de la escritura como transcripción del habla. En ese caso, las propuestas de recurrir a la “k” para casa, cosa y coprofagia, o a la “y” para lleno, llorar  y billete, y dejar la “s” para lo que hoy escribimos bajo la forma de cigarro, cimitarra o círculo no serían en absoluto descabelladas, y la propuesta de aceptar (aseptar, o en fiel transcripción del habla localísima, asectar) una escritura que se presuma fonética (obviando que la representación gráfica ya la convierte en abstracción y en alteridad) podría ganar terreno.

Sin embargo, hay algunas consideraciones importantes: ese soñado vehículo del habla, ese medio visualizable y relativamente permanente que llamamos escritura no es solamente eso. Es pensamiento. Es organización. Es memoria.

En primer término, la idea de “buena ortografía” como mero cascarón apegado a normas de superficie es una aberración, en todos los sentidos y acepciones que el diccionario registra. La ortografía no es sólo forma. Esa idea de que hay que “tener buena ortografía” porque si no “eso da pena”, constituye, a pesar de su camino empedrado de buenas intenciones, una simplificación de lo que la ortografía contiene.

En segundo lugar, una cosa es el habla, esa maravilla de la calle, de la casa, de la cotidianidad, y otra es el discurso al que irremediablemente nos asociamos cuando decidimos, sea en el rol que sea, formar parte de eso que llamamos academia. En sus espacios físicos y virtuales la canción es otra. Nos guste o no –y por algo nos metimos en ella-  es un mundo de códigos, registros, precisiones, historias e innovaciones …  Y algunos –los profesores-, en ella, somos eso que nuestro académico Barrera Linares llama “hablantes públicos”, y escribientes públicos también. 

En materia de escritura, la “ortografía-cascarón” no es lo que cuenta (el inglés y el francés, cada cual a su modo, son testigos de ello). Pero sí cuenta aquello de lo que la ortografía es portadora, y que se manifiesta en eso que hemos ido desvirtuando al denominar “forma”. No porque no lo sea, sino porque damos a esa “forma” la connotación más ligada a la superficie, y llegamos a pensar que es prescindible u ornamental. Y no.

Es verdad: aquí no somos de zetas, jotas y elles peninsulares. En el territorio de la transcripción del sonido del habla, los que recibimos el español de manos –o lenguas- de la Conquista tenemos esa posible desventaja. Pero así lo hemos construido en estas tierras, y ése ha sido uno de nuestros no pocos aportes. Y llámese raza, resistencia indígena, imperialismo, colonización, mestizaje o etcétera, hay algo irreversible: aquí estamos, esto somos y esto hablamos.

Reitero entonces que lo importante es lo que hay detrás, o quizás dentro, de la ortografía hispana. Un mapa revelador de historias, parentescos, orígenes y mezclas de palabras. Un mapa de organización que apoya a la conciencia del hablante alfabetizado en el ejercicio de la economía del lenguaje, y que, bien aprovechado, redunda en la claridad de que el sufijo de ciertas patologías es “osis” y no “ocis”, o en la de que un “ciclo” es distinto de un “siclo” e “intención” se relaciona con “intento”  e “intentar”  e “intensión” con “intenso”.  O, para llegar a extremos, en la comprensión de que un beneficio se diferencia (y no ligeramente)  de un veneficio.

El hablante o escribiente académico (estudiante, profesor) no se plantea (corrijo: no debería plantearse) preguntas como “¿Es ‘haya’ con ‘y’ o ‘halla’ con ‘ll’?”,  o si existe algo que pueda llamarsa “a sin hache y a (ha) con hache”. Plantear las dudas desde ese lugar constituye parte de nuestro problema, y parte de la percepción de que “un cursito” podría resolverlo. Parte de nuestro intento fallido de pensar “fuera” del lenguaje.

Las preguntas sobre la ortografía no son para el cascarón. Verla como barniz externo, en el lenguaje académico, es quizás parte de nuestros problemas de autoestima lingüística y de devaluación de eso que es nuestro primer instrumento de definición, clasificación, reconocimiento y organización del mundo y de nuestros mundos posibles: nuestra lengua.

Las preguntas deseables, en el caso de esos ejemplos particulares, tendrían que estar en el orden del “querer decir”: ¿Dónde estoy, hacia dónde voy con mis palabras? ¿Qué pretendo? ¿Hallar, encontrar,  o haber? ¿Quiero una preposición, quiero vincular, dirigir, destinar, o quiero estructurar una forma verbal? Entre “haya” y “halla” o “a” y “ha” no debe haber azar, ni adivinación, sino conciencia. Quienes dudan entre la “c” y la “s” ante la escritura de la palabra “necesidad”, disipan una nube importante cuando evocan “necesario”. “La lengua es una trampa que sólo ella puede abrir”,  escribió Mario Satz. Y la ortografía es el grabado comprehensivo del funcionamiento histórico y cultural de las palabras, que comienza a tallarse en el intelecto con el aprendizaje de la lectoescritura. No se trata de cincelar reglas en la memoria, sino de encariñarse con el funcionamiento –y la historia- del sistema.

Estos procesos, a veces, no son ni siquiera conscientes. Muchas veces están allí, en la intuición y sistematización de algo que podría considerarse similar a las estructuras profundas chomskianas. Más aún en la gente que lee, que ha leído, esa gente que hace del pensamiento organizado, la exposición, la argumentación, la precisión, el diálogo y la reflexión su modo de vida. Pero es justamente ésta la gente que tiene responsabilidades con una lengua de la que se sirve día tras día para operaciones intelectuales y comunicativas en las que se cifran, según solemos pensar, el conocimiento y su futuro. La gente que debe tener este asunto en la conciencia.

La ortografía es bastante más amigable de lo que parece, o de lo que a veces queremos o nos han querido vender. A través de sus realizaciones, nos cuenta la historia de las palabras, establece familias, nos relata los caminos y preferencias del desarrollo de la lengua. ¿Que no es absolutamente regular en estos caminos? ¿Que hay excepciones? ¡Por supuesto! Y he allí una parte importantísima de su riqueza.

Con su registro particular, con sus huellas profundas y también con sus inconsistencias a través del tiempo (que revelan, también, imperialismos y conquistas, como los antiguas oscilaciones entre “u”,  “v” y “b”, o como la gran mentira de que las mayúsculas no se acentuaban, producto de la industria de máquinas fabricadas para lenguas sin tildes), la lengua escrita, sin duda, deja constancia de un devenir que es parte de eso que llamamos cultura.  Nos abre horizontes ante nosotros mismos al hacernos comprender, por ejemplo, las afinidades profundas entre contar con números y con palabras que hermanan hoy a un cuenta-cuentos y a un computador en los viejos caminos del verbo “computare”.  Aquello de “Verba volant, scripta manent”  se redimensiona en tiempos en los que el registro de la oralidad puede ser el pan de cada día. Pero se redimensiona en los dos sentidos, y lo que en la escritura permanece es una historia que la oralidad, aunque grabada, no registra. Cada una tiene sus senderos y sus virtudes.

La llamada “norma” que se asocia a la palabra escrita es parte indisoluble e inexorable de la academia, la universidad y su lenguaje (o sus lenguajes). Éste es el territorio de los lenguajes sobreconscientes de sí mismos. Es el territorio de la precisión y la especificidad, y el de la asociación de conocimientos. Aquí no valen sobreentendidos, ni vale confundir la irreflexividad con la libertad de expresión. El compromiso con el lenguaje lo tenemos todos. Piense cada cual en su lenguaje particular de trabajo, y en los problemas que genera quien lo utiliza a la ligera o comete imprecisiones. Ciertamente, el caos (o kaos, como leí recientemente en un comunicado de la Junta de Condominio del edificio en el que vivo, nostálgica evocación de los antagonistas de Maxwell Smart) que puede producirse en materia de puntuación y sintaxis es inmenso. Pero la ortografía es parte del paquete. De un paquete complejo que tiene algo –o todo- que ver con el respeto y el cariño por el conocimiento, y por ese prodigio que los seres humanos tenemos para aprehender el mundo: la palabra, a la que se suma la sistematización de sus organizaciones en la escritura. ¿Tenemos ese respeto y ese cariño? Tal vez podríamos –o deberíamos- comenzar por allí.

(*)Prof. Dpto. Lengua y Literatura

 

Universalia nº 27 Abril-Julio 2008