Por Br. David Kenneth Bohl, estudiante de intercambio
Mi vecina por las tres próximas horas sería muy guapa, supongo, si se callaba por un instante. Es difícil clasificar las curvas tranquillas y líneas interesantes del cuerpo de una persona con la belleza moderna cuando tienes que enfocarte en los sonidos que vienen de su boca, pero estoy acostumbrado a no tener esta libertad y no me molesta mucho. Desde que mis compañeros de la escuela primaria empezaron a tener “sentimientos extraños” he escuchado los problemas de otra gente. Mi vaso simpatiza conmigo; trato de tomar su última gota de whisky que sigue pegada al fondo mientras que llamo la atención de la azafata para llenarlo. La mujer habla de las injusticias de la vida. Ayer estaba en Cartagena para su luna de miel cuando se murió su hermano en un accidente muy grotesco. Tuvo que dejar a su esposo allá para ir al funeral en Chicago. Los sentimientos, me dice ella, son las herramientas del Karma.
Sé que su historia es bien triste pero sólo siento una vibración en el vientre, nada en la cabeza ni en el corazón donde las películas me dicen que me debe doler. Pongo apariencia de lástima y le digo lo que quiere escuchar. Limpia sus lágrimas saladas con la manga y casi sonríe. La verdad es que el agujero ofrece más consuelo sincero que yo. El letrero decepcionante de “no fumar” me regaña por mi expresión forzada, pero sé que si el consuelo que le di era vacío, ella lo llenó con algo de su propia alma y no sabía la diferencia. Conozco muy bien el espectro de lo malo y lo bueno e intento quedarme por el segundo. La luz se apaga para recompensarme con la libertad de moverme libremente por la cabina. Elijo ir al baño.
Cierro la puerta y miro en el espejo que dobla el espacio del baño. Me gustan los espejos por la manera en que reflejan, fielmente inalterado, el mundo como es. También me gustan las ventanas, pero no mucho las vidrieras de colores. Todavía tiemblo, pero es sólo una reacción física a la historia de la mujer. No me molesta. Abro la llave y cierro los ojos. Pienso en la selva donde los ríos y árboles viven tranquilamente, donde vivía yo hace dos días. Me siento tranquilo. Huelo el aire dulce. Toco el agua fría. Oigo, “habla el capitán, estamos pasando por un poco de turbulencia, por favor permanezcan en sus asientos y mantengan sus cinturones de seguridad ajustados”. Estiro mi cuerpo entero y salgo a la cabina claustrofóbica.
Vuelvo a unirme con el asiento. La mujer está dormida. También trato de descansar. Me pongo los audiófonos compasivo y me envuelvo con una cobija de música. Despierto cuando aterrizamos. Ella está mirando por la ventana, otra vez con lágrimas. Un bebé también está llorando. No sé por dónde viene el llanto, pero creo que tampoco lo sabe el bebé.
Cuando el avión aterriza y llegamos a una parada completa a la puerta A-7 en Houston, Texas, todos juntos se levantan inmediatamente de una manera impaciente. Los pasajeros empiezan a desembarcar y trato de sacar mi equipaje para introducirme a la cadena humana pero no puedo porque si lo saco, la maleta de la mujer (que es dos o tres veces más grande que el tamaño permitido) se caería. Espero pacientemente hasta que saca su maleta, después saco la mía y nos despedimos.
Estoy afuera por un momento. Entrecierro los ojos en el sol y extraño la compañía de un árbol. Entro en el aeropuerto y corro por la aduana porque cuarenta minutos para coger mi vuelo a Cincinnati no es mucho. Obviamente soy el único de mi vuelo que lleva una sola maleta porque no hay nadie en las filas de aduana. Le muestro mi pasaporte al oficial. Antes de sellarlo, mira por mucho tiempo a la foto y a mí. Me lo devuelve y veo el hombre extraño de la foto. Sigo al avión.
Subo a bordo, el último pasajero. Pongo fácilmente mi maleta en el compartimento superior y tomo mi asiento al lado de una vieja que tejía con muchos colores apasionados una larga bufanda. Son amigas, la vieja y la bufanda, tal vez hermanas, no sé exactamente pero hay mucho amor entre ellas. Nos saludamos y hablamos sobre las cosas acostumbradas; de dónde vinimos, a dónde vamos y por qué. Su voz confidente me pone tranquilo y su alegría natural me pone los músculos totalmente relajados (algo que normalmente es bien difícil, especialmente en un avión). Me explica que la razón de su viaje a Houston fue para enterrar a quien fuera su esposo por sesenta años. Vuelve a vibrar mi vientre pero la vieja lo alivia con la felicidad que cuenta los momentos que recuerda a su esposo. Siento otro temblor en el pecho y trato de conectar con el sentimiento que alguien sentiría. Una azafata que está repartiendo bebidas deja caer una gaseosa. Pido la lata caída y la abro lentamente para aliviar la presión horrible. Normalmente sé reaccionar muy bien, es fácil imitar los sentimientos comunes, pero no sé cómo actuar ahora y me frustra mucho. Me siento impulsado a entender a esta vieja. Ella siente mi confusión y me pide que le diga el problema. Todavía no sé la respuesta correcta, entonces le digo la verdad; le digo todo. Le digo que era psicólogo, pero porque me parece sin sentido ocuparme de algo que no conozco, me fui hace dos años a la selva de Colombia. Le digo que no tengo sentimientos como los demás. Le digo que algunas situaciones evocan en mí reacciones físicas, vacías, que no tienen sentido. Le digo que normalmente no me importa no tener sentimientos pero a veces creo que sería interesante. Le digo que nací sin un dedo de un pie y tal vez es por aquí que vienen los sentimientos. Ella sonríe afectuosamente y sigue haciendo los detalles finales de la bufanda. Son las siete de la noche y ya ha bajado el sol, pero todavía las dos están iluminadas. Yo me siento bien cansado.
¿Cuánto tiempo he estado dormido? Soñé con la vieja que está sentada a mi lado. Ojalá que no sepa. Yo estaba solo, en el fondo de un hueco profundo y oscuro. Tenía frío y ganas bien fuertes de salir. Eran tan fuertes que tembló todo mi cuerpo. Pero había una luz brillante arriba. Por la luz bajó una cuerda de oro. La luz me calentó y me dio paciencia y cuando llegó la cuerda la toqué y se fue todo mi peso. Subí fácilmente y al tope vi a la vieja. Estábamos conectados por la bufanda y aquí me desperté. Tengo un extremo de la bufanda agarrado con la mano. Lo suelto rápido. Quiero esconderme. Siento… ¿cómo se dice? Vergüenza.
¿Ves a ese tipo allí?”, pregunta ella e indica a un chico comiéndose las uñas. “¿Por qué crees que tiene miedo de volar?” No sé, pienso yo. “Mira a ésa”, una chica pegada a la ventana y obviamente fascinada con los edificios pequeñitos. “¿Por qué crees que la hace feliz volar?” Otra vez no sé. “¿Crees que estar a miles de metros arriba de la tierra evoca algún sentimiento en el bebé?” No sé. “¿Cómo es que tres personas pueden tener tres sentimientos diferentes por la misma situación? Tal vez es por la manera en que fueron criados por los padres, tal vez por una experiencia buena o mala. Creo que tienes un don.” No pensé que ella iba decir eso. Creía que estaba mal visto no tener sentimientos. Ella sigue, “Los sentimientos son los significados que les damos a las cosas y circunstancias de nuestro mundo. Es bien difícil cambiarlos después que ya han definido algo. Si lo que tú dices es verdad, los elementos de tu mundo todavía están vacíos. Pero has visto muy bien cómo funcionan los sentimientos en las vidas de otros y puedes elegir cómo funcionarán en la tuya. Te doy solamente un consejo. Tengo noventa y dos años y existo como todos existen, lo sepamos o no, existimos para la felicidad – el estado natural del ser.” Siento la vibración del pecho e intento conectarla con la alegría. Las paredes del avión amplían los horizontes y todo vibra con la frecuencia de mi cuerpo. Tengo el brazo extendido y la mano abierta para coger algo. Me meto en la conexión. Puedo sentir algo importante tratando de escapar de mi cuerpo, algo como yo mismo. Soy la conexión. Hago la conexión. Una fuente de colores sale de mi mano, da una vuelta grande por el avión y choca con mi pecho. Me alegro. Conozco la alegría.
“Aquí,” ella me da la bufanda brillante, “la hice para ti.” Me quedo callado pero con la mirada le agradezco sinceramente.
Tengo tantas ganas de verlo todo. Llega el avión. Nos despedimos. Saco fácilmente mi maleta y me voy. Llevo mi paleta tejida para pintar con sentido el mundo.
Universalia nº 28