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Una novela actual: Cuando quiero llorar no lloro de Miguel Otero Silva

María del Carmen Porras

Universidad Simón Bolívar
Escrita en 1970, cerca de cuarenta años atrás, quizás sea ésta la narración de Miguel Otero Silva que más tiene que decirle, que con mayor claridad y contundencia le habla a la Venezuela de hoy y a un grupo generacional en especial, la juventud, que en poco tiempo se ha convertido en protagonista de la actualidad nacional (*). Y no sólo me estoy refiriendo a los movimientos que surgieron en el año 2007, a raíz de lo sucedido con el canal de televisión RCTV, sino también a las informaciones y cifras que aparecen diariamente en la crónica roja del país, así como al cada vez mayor número de venezolanos jóvenes que toman la decisión de emigrar hacia otros territorios.

Y es que, como ya ha sido afirmado por Nelson Osorio(**), profesor chileno que vivió unos cuantos años en este país y que realizó, para mí, la lectura más atinada de esta novela, para comprenderla a cabalidad hay que comenzar por su hasta cierto punto enigmático título, que contiene una frase aparentemente sin lógica: “Cuando quiero llorar no lloro”. La frase cobra coherencia al leerla en su contexto original, el poema “Canción de otoño en primavera” del poeta nicaragüense Rubén Darío: “Juventud, divino tesoro,/ ¡ya te vas para no volver!/Cuando quiero llorar no lloro…/ y a veces lloro sin querer…” estrofa inicial y que se reitera a lo largo del poema tres veces para, en la cuarta ocasión, cerrarlo con el añadido del siguiente verso: “!Mas es mía el Alba de oro”. Para Osorio, el título da la clave para hacer una lectura que no coloca como eje de la novela a la violencia, lectura bastante usual de esta obra, sino a la juventud y el objetivo –o no—de su natural rebeldía. Y es un buen argumento el que presenta Osorio cuando señala que, si abordamos la novela desde la perspectiva de la violencia y no de la juventud, el título carece de sentido. Pero habría que señalar que si dejamos de lado la violencia, tampoco se comprende la visión escéptica con respecto a la capacidad revolucionaria de la juventud, pues es a través de la violencia, como veremos, gratuita, que se expresa esa rebeldía innata de los jóvenes en la novela.

Cuando quiero llorar no lloro, pues, habla, en realidad de la juventud y la violencia, insistiría que en este orden; de la juventud y su impulso luchador que muchas veces deriva en acciones de calle, furia, enfrentamiento del peligro sin un por qué preciso y claro. La novela cuenta la historia de tres jóvenes que han nacido el mismo día, el 8 de noviembre de 1948, poco antes del derrocamiento de Rómulo Gallegos y que reciben el mismo nombre, Victorino, dado que quienes se los colocan se guían por el santoral. Los vamos a conocer, como apunta el subtítulo que engloba a la segunda parte de la novela y que es la central, el día en que alcanzan su mayoría de edad: “Hoy cumple Victorino 18 años”. El día es, pues, 8 de noviembre de 1966. La única diferencia entre los tres Victorinos será su origen social, pues hasta la primera sílaba de sus apellidos es idéntica: Pérez, el de clase baja, es un conocido y temido atracador; Perdomo, el de clase media, es universitario y miembro de una célula de guerrilla urbana y que, como el primero, también comete atracos, pero para financiar la lucha armada contra el recién establecido régimen democrático y Peralta, el de clase alta, es un famoso patotero caraqueño que como los dos anteriores roba pero para probarse el poder que tiene sobre los demás. Aunque esta parte de la novela transcurre, como ya se dijo, en un solo día, el uso de múltiples técnicas narrativas nos permiten conocer los hechos más resaltantes de las cortas vidas de estos tres personajes, hechos que están hermanados por la decepción, la incomprensión y la tristeza en cada caso: para Victorino Pérez, la niñez fue un escapar de la escuela y soportar las “pelas” del padre, cuando aparecía, generalmente borracho, por el humilde hogar; para Victorino Perdomo, ser niño fue leer y soñar con convertirse en pirata, para rescatar al padre, preso por sus ideas políticas; para Victorino Peralta, destruir las fiestas infantiles a las que era obligado a asistir, para demostrar su inconformidad con los ritos familiares. Esta niñez se continuará, en los tres casos, en una adolescencia rebelde, rebeldía que expresa, como vimos, según la clase social en que cada uno nació.

Por lo dicho hasta ahora, se podría suponer que Cuando quiero llorar no lloro resulta una novela oscura, sombría, quizás dura de leer. Pero en ella, Otero Silva despliega toda su capacidad no sólo de narrador, sino de poeta, de dramaturgo, de periodista, de humorista, de escritor, pues, en el sentido total de la palabra. De principio a fin, sin descanso, el autor echa mano a toda una multiplicidad de recursos estilísticos para narrar no sólo las vidas de sus protagonistas y cómo se articulan entre ellas, sino también para contextualizar estos tres destinos en la reciente historia nacional. Diferentes tipos de narradores (omnisciente, primera persona, segunda persona), representación de voces diversas (polifonía), rupturas temporales y espaciales, fragmentación del discurso….Cuando quiero llorar no lloro es magnífico ejemplo de esa narrativa que en los sesenta y setenta buscaba renovar el discurso novelístico latinoamericano y cuyos más conocidos logros son Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez, La Casa Verde (1966) de Mario Vargas Llosa y La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes. Permítaseme leer tres fragmentos que dan cuenta del estilo múltiple, digamos, de la narración:

La alegría del patio, en cambio, tiene su origen y sede en la pieza de la derecha, allí habita el maestro albañil Ruperto Belisario, Victorino le dice don Ruperto, en compañía de su mujer, dos hijas y un loro. Se comenta que todos (menos el loro) duermen en el mismo catre, no obstante los aparentes impedimentos morales que van a continuación:

a) don Ruperto no es casado con su mujer;
b) las dos hijas de don Ruperto son mayores de quince años;
c) ninguna de las dos es hija de don Ruperto sino producto de maridos anteriores […].
Así los enumera el padre de Victorino, dedo a dedo, cuando llega a puerto con exceso de tragos en la cabeza, lo cual es pan de cada dos días. Olvida, enredado en su maledicencia alcohólica, que el tampoco está casado con Mamá, como no ha sabido de boda ninguna en esta casa de vecindad (58-59).

Hoy es el santo de Gladys, ya has pasado más de una hora en la piscina, te vas a resfriar, es tiempo de vestirse para. Una pegajosa tarde de aburrimiento y pendejadas gravita sobre Victorino. Llegarán en tropel las amiguitas de Gladys, zapatitos de tiza, culitos de muselina […]. Vendrá inevitablemente Lucy, le dedicará sus atisbos melancólicos de becerra destetada, le rociará promesas desde el pedestal de su ternura, hasta que él se acerque a llevarle un helado y ella le diga Muchas gracias Victorino, con un dejo empalagoso de tequieromucho memueroporti. Una fiesta ridícula, postiza e inaguantable como las óperas italianas o como los animales afeminados de Walt Disney (68).
Este que acaba de caer es el más fornido, el más osado, el caudillo de la tribu invasora. Descendió del alero en un vuelo rasante, se lanzó a picotear el maíz con precisión de engrapadora, avanzó hacia el interior de la caja sin preocuparse de su misterio, ahora se debate entre sorprendido y furioso, entre las manos y las palabras de Victorino:
--Vea lo que le ha pasado por idiota. ¿Quién le dijo a usted que existían seres humanos capaces de malgastar su maíz en beneficio de los pájaros vagabundos?
Victorino lo lleva en cautiverio hasta la silla donde estuvo sentado y reanuda el sermón:
--Ahora usted está preso, como mi padre y todos los tontos que en este país creen en la libertad y se sienten con alas para volar. Afortunadamente yo no soy un dictador cualquiera, no crea usted en calumnias. Yo soy el Corsario Negro y el Corsario Negro no (76).
En este sentido, quizás porque la novela habla de una manera vanguardista con una Venezuela reciente, muchas veces no ha sido comprendida su “Prólogo cristiano con abominables interrupciones de un emperador romano”, primera parte que abre la obra. De hecho, me sorprendió mucho saber que varios intelectuales que eran jóvenes cuando fue publicada por primera vez la novela y que, por tanto, la leyeron con ese sentimiento de que estaba hecha para ellos, confesaban que prácticamente se saltaron el prólogo por largo y pesado(***). Me sorprendió, pues aunque como dije, puede que no resulte clara la relación entre el prólogo y las vidas de los Victorinos, quizás sea en esta primera parte donde la vena humorística de Otero Silva se expresa de forma más libre y plena en toda la novela. En este prólogo, así, se va narrando cómo cuatro jóvenes soldados romanos convertidos al cristianismo y cuyos nombres son Severo, Severiano, Carpóforo y Victorino –y desde ya puede irse comprendiendo la relación que antes planteaba podía ser confusa entre el prólogo y la siguiente parte-- son delatados y torturados hasta la muerte por no descreer de su reciente nueva fe. Este relato es frecuentemente cortado por la voz en primera persona de Diocleciano, el propio emperador romano, quien siempre trata de justificar y defender su política de exterminio con los cristianos y explica los logros de su administración en el ya debilitado Imperio. Los discursos de ambos narradores, si bien opuestos en cuanto a las perspectivas desde la que perciben los hechos, de manera tal que se puede leer como un contrapunteo entre ellos, tienen, sin embargo, un punto en común y es la presencia básica en su construcción del humor de Otero Silva. Así, el narrador omnisciente tiene una manera muy peculiar de destacar a Victorino del resto de sus hermanos (lo que sigue dándonos pistas de la relación del prólogo con la narración de la vida de los tres protagonistas) y es que, frente a las distintas imprecaciones de los enemigos romanos, él tendrá siempre una contestación que desentona del discurso familiar; ejemplo:
--¡Deponed las armas! ¡Estáis detenidos! –grita el comandante de los pretorianos.

--¡Hágase la voluntad de Dios! –dice Severo.
--¡En sus manos encomiendo mi espíritu! –dice Severiano.
--¡Vénganos el tu reino! –dice Carpóforo.
--¡Idos a la mierda! –dice Victorino.
Humor, por otra parte, que en ocasiones lleva al narrador omnisciente a burlarse de sí mismo y de su labor de escritura:
Entran a duras penas los cuatro hermanos, descienden como lagartijas por una rampa húmeda y resbalosa, caen en un relleno de dura arcilla apisonada, Severiano a gatas encuentra una lámpara acurrucada en el sitio preciso donde debería estar, la enciende según el procedimiento empleado para encender lámparas al despuntar el siglo IV (¡vaya usted a saber!) e inician un devoto recorrido a través de un laberinto de lóbregos pasadizos (17).

Y que otras veces se expresa de forma más concisa, como cuando se descubre el nombre de quien ha delatado a Victorino y sus hermanos: “Sapino Cabronio”.
Por su parte, el humor en el discurso de Diocleciano se expresa fundamentalmente a través de la ironía. Así, ante la mención de que su persecución cristiana fue alentada por su yerno Galerio, apunta el emperador:

I. Se estremece uno en su sarcófago […] II. Galerio era apenas un hirsuto becerrero búlgaro, yo lo hice remojar sesenta mañanas consecutivas en mis termas hasta despojarlo del hedor a chivo, ya enjugado lo casé con mi hija Valeria, ya casado lo convertí en César [...], ya César lo expedí a matar yacigios, carpos, bastarnos, gépinos y sármatas, actividad más de su agrado que acostarse con la Valeria, bachillera que todo lo discutía, sin excluir las posiciones en el triclinio (14)

y concluye:
X. Ni Galerio, ni sofistas, ni pitonisas, ni arúspices, ni entrañas de gallos negros, ni revelaciones sísmicas de los dioses, sino decisión que salió de mis jupiterianos testículos, y si dimanó de tan majestuoso recinto fue porque perentoriamente lo exigía la salvación de un imperio que llegó a mis manos putrefacto, gusarapiento, hediondo a muerte y asediado por el mosquero (16).

Diocleciano, como vemos, se contrapone claramente a los jóvenes mártires. En este sentido, si Victorino y sus hermanos se sacrifican por algo tan etéreo como la fe religiosa, Diocleciano siempre tratará de justificar sus acciones a partir de un objetivo más pragmático: el sostenimiento del Imperio Romano y su propio poder como emperador. Por ello, se expresa como un adulto con experiencia, sin ideales, con mucho cinismo; su lema, el fin justifica los medios: no le importa dividir su poder pues era lo necesario para mantenerse vivo y mandando en ese imperio que sabía ya no se sostenía desde el punto de vista político y en cuyos dioses no creía ni confiaba. Por eso se enfrenta a los jóvenes mártires y les da una oportunidad de redención, sólo les pide: “Afirmad no más en alta voz ‘creemos en Esculapio’, aunque por dentro estéis pensando ‘creemos en Jesucristo’, y lejos de liar el petate, seréis libres” (35). A lo que responderán los mártires, en el orden habitual de las respuestas, es decir, primero Severo, luego Severiano, Carpóforo y por último Victorino: “Nunca”, “jamais”, “never”, “Emperador, no comas mierda” (35).

Esta primera parte del prólogo finaliza con la muerte de los mártires, pero poco antes de narrar el fin de los hermanos, se suma al discurso del narrador omnisciente y al de Diocleciano, otro más, que descubrimos es el de una partera humilde que reza a San Ramón Nonato para que le ayude en el nacimiento de un niño. Así, vemos otro punto más de articulación entre este prólogo y la siguiente parte. Es en este nuevo discurso que se abre cuando aún no ha concluido el relato de los jóvenes mártires del imperio romano que conoceremos cómo llegaron al mundo los Victorianos y nos será presentado el contexto histórico que los verá nacer, a través de la relación de una serie de noticias, políticas, económicas, culturales, nacionales e internacionales. Cada una de las progenitoras de los protagonistas recibe un apelativo distinto: Mamá, para la más humilde; Madre, para la de clase media; y Mami, para la de clase alta. De esta forma, la diferencia de la clase social entre los Victorinos se establece ya desde el prólogo. Esta parte de la novela, pues, es fundamental para su comprensión y dejarla de lado es obviar la importancia de esa contraposición entre juventud y adultez, idealismo y pragmatismo que ilustran Diocleciano y los hermanos mártires, contraposición que nos hace reflexionar sobre el valor, el por qué de la rebeldía y el sacrificio juvenil: ¿vale la pena?, ¿tiene sentido?

Estas preguntas recorren toda la novela. En el día del cumpleaños que marca su mayoría de edad, cada Victorino se encuentra en una situación conflictiva y frente a la que debe tomar una decisión que determinará el rumbo de su vida. Si en cada caso la situación es diferente, lo que relaciona a los tres es el sentirse atrapados, contra la pared en la sociedad y en el seno de la familia en que nacieron. En los tres se destaca el deseo de escapar, de huir del país, pues lo que ninguno se plantea es la adaptación a la clase en que han nacido, como si ellos quisieran demostrar que aunque no pudieron evitar nacer en donde lo hicieron, sí pueden determinar su propio destino. Como los hermanos mártires del prólogo, los Victorinos se mantienen fieles a una forma de mirar el mundo, a una manera de enfrentarse a esa realidad que les es adversa. Y, por tanto, encontrarán el mismo fin: Victorino Pérez se escapa de la cárcel, sólo para descubrir la traición de su mujer y decidirse a participar en un atraco a una joyería; Perdomo va a ser uno de los guerrilleros que asaltará una entidad bancaria y Peralta acaba de recibir de regalo un Masseratti en el que recorrerá las calles a una loca velocidad. En cada una de estas acciones, los Victorinos encontrarán la muerte, el mismo día de su cumpleaños número dieciocho: el primero en el tiroteo contra las fuerzas de la ley; el segundo tras ser torturado por los agentes policiales y el tercero en un accidente de tráfico. Las tres madres, finalmente, se cruzarán en el cementerio, pues los tres entierros se realizan el mismo día, en zonas diferentes, por supuesto, del camposanto. Esta última parte se titula –y quizás sea un argumento más a favor de la lectura que hemos comentado ha hecho el profesor Nelson Osorio de esta novela—justamente como la obra, “Cuando quiero llorar no lloro”.

¿Qué le dice, pues, esta narración a la Venezuela actual? Creo que, tristemente, la juventud, quizás hoy más que antes, siente igual que los Victorinos, la necesidad de escapar, de huir de esta sociedad y eso lo indica el gran número de jóvenes que emigra. Cierto es que, como señalaba en un principio, hoy en día los dirigentes estudiantiles parecen haberse convertido en actores sociales de gran relevancia (****). Sin embargo, una de las razones de descontento juvenil parece muy clara y es que nuestra convivencia como país, por diversas causas, se ha hecho cada vez más conflictiva. La violencia que representa el personaje de Victorino Pérez, es hoy la violencia que se expresa a diario en atracos y secuestros que afectan de manera directa a los jóvenes, al ser ellos la mayoría de las víctimas y también de los victimarios. De esta manera, una generación de venezolanos sin padre, no por motivo del abandono irresponsable, o por la cárcel política, o por los grandes negocios, sino por el asesinato en un asalto, en una guerra entre bandas, o simplemente por el azar de una bala perdida, se está levantando en nuestra sociedad. En este sentido, nuestra sociedad, podríamos decir, es un cultivo perfecto para millones de Victorino Pérez.

La juventud y la violencia, como dos temas así articulados, nos siguen, pues, acompañando. Por eso quiero finalizar invitándolos a leer esta obra de Miguel Otero Silva, porque el autor, aunque tuvo en su mente a la generación de los años setenta (de hecho, la obra está dedicada a su hijo), en realidad le ha venido hablando a cada nueva camada de jóvenes que surge en el país. Acercarse a Cuando quiero llorar no lloro quizás sea, más que un ejercicio de búsqueda histórica, uno de actualidad que nos parece urgente.

(1) Invitados habituales de programas de opinión, los nombres de varios dirigentes estudiantiles son ya bastante conocidos en la sociedad venezolana. Asimismo, la existencia de un programa de televisión llamado “Encuentro con los estudiantes”, en el que se invita a jóvenes a discutir con respecto a problemas actuales de nuestro país, nos habla de la importancia que los medios le otorgan a la voz estudiantil.
(2) Nelson Osorio Tejada. “La historia y las clases sociales en la narrativa de Miguel Otero Silva”. Casa de las Américas, 190 (1993): 34-41.

(3) Dichas confesiones se encuentran en “Cuando quiero llorar no lloro, de Miguel Otero Silva: Bifurcaciones de una rebeldía” de Jacqueline Goldberg, texto publicado el 1ro de marzo de 1998 en el diario El Nacional.

(4) Stalin González, dirigente de las manifestaciones contra la salida del aire de RCTV, es el casi seguro candidato de la oposición para la Alcaldía del Municipio Libertador. Héctor Rodríguez, dirigente de las manifestaciones oficialistas que surgieron tras las primeras antes mencionadas, es hoy en día Ministro de la Secretaría de la Presidencia.

Universalia nº 29