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Ni tan celestiales…

Por Isabel Rodríguez Barradas de Veracoechea(*)

En 1963 se publica un texto que suscitó un monumental escándalo, Las Celestiales. La razón para eso era que de modo irreverente se tocaba lo religioso. Su autor era un jesuita vasco, Iñaqui de Errandonea, al igual que su ilustrador, Joseba de Escucarreta.  Poco después, se descubría que también los autores eran parte de la parodia, nadie sabía quiénes eran aquellos personajes.

En palabras del propio Otero Silva:

Lo que nunca previmos fue el escándalo, el esquiliano vendaval de maldiciones, el catoniano desgarramiento de vestiduras que la aparición de Las Celestiales habría de desatar en la muy volteriana y epigramática ciudad de Santiago de León de Caracas, famosa desde la Colonia por su propensión a la chirigota, a la coprolalia y al desacato.

La grande y la pequeña prensa orquestaron el aquelarre (…) Un diputado descendiente de conservadores devotos y otro diputado nieto de liberales librepensadores acallaron sus divergencias decimonónicas para reclamar al unísono que la obra fuera incinerada pública e inquisitoriamente. El Poder Ejecutivo ordenó la inmediata confiscación  de la edición y decretó multas de diez mil bolívares(1) contra los libreros que osaran poner en venta el execrado florilegio (MOS: 1974).

El libro desapareció, el que lo tenía, lo escondió, los libreros lo vendieron a los amigos y su comercialización fue prácticamente subversiva, a hurtadillas, así se convirtió en una publicación muy codiciada, justamente por su carácter prohibido.

Por supuesto, tampoco pudo faltar la voz de la Iglesia en la persona de José Humberto Cardenal Quintero:

Ha empezado a circular en esta capital un libro de pocas páginas, editado a todo lujo en gran formato, titulado Las Celestiales, compuesto de coplas que se pretende hacer pasar como pertenecientes al folklore venezolano, acompañadas de caricaturas.  Las coplas contienen conceptos de una repugnante salacidad, expresados con las palabras más soeces. Las caricaturas no pueden ser más irreverentes. Y las notas que en tipos muy pequeños se han puesto al pie de cada página son un cúmulo de falsedades.  Con el fin de engañar a los incautos se atribuye el prólogo, la compilación y las notas a un sacerdote jesuita. El libro todo es una colección de blasfemias. Como hasta el presente la blasfemia jamás ha manchado ni la mente ni los labios de nuestro pueblo, se le infiere a éste una gravísima injuria al atreverse a decir que son de su folklore tamañas bajezas.

Personalmente, no puedo creer  que a monseñor no se le haya dibujado una sonrisa leyendo los versos.  El tono de reprimenda circunspecta es lo que proyecta en sus palabras, pero, con su venia, están muy distantes sus afirmaciones de las características de la devoción popular del venezolano. La injuria, lamentablemente, la ha cometido él.

Una manera de expresar la religiosidad es a través de lo popular y una de sus expresiones es la parodia, tenemos una fascinación por la irreverencia, la caricatura, la burla.  Gracias al chiste “se ríe uno de aquello que le importa” (Peñalosa: 1999). Gracias a la risa sobrevivimos pues de todo se hace un chiste y hoy no es diferente.

La devoción también se expresa en la parodización. ¿Cuántos chistes no circulan cuyos protagonistas son Cristo y San Pedro, la Virgen, los apóstoles, los santos, los curas, las beatas, el cielo, el infierno o el cielo? En la medida en que nos podemos burlar de las creencias, en esa medida también, las reforzamos.

Los versos compilados por Iñaqui de Errandonea son referidos por Francisco Vera Izquierdo quien nos cuenta:

Yo había recogido en partes muy diversas, unas coplas referentes a cosas de la religión.  Las monté siguiendo un orden progresivamente irreverente y las cantaba con cuatro, Mariano Picón Salas las bautizó Las Celestiales y tanto Miguel como yo les añadimos algunas de nuestra cosecha (1986).

Lo que no había sido sino una solemne mamadera de gallo, terminó siendo un asunto de estado. La exquisita primera edición era de gran formato y fue diagramado por Mateo Manaure y en grandes letras -como corresponde a la edición-, el título y el nombre del autor.

No sabemos qué fue lo que en su momento disgustó más, los versos irreverentes -que si bien inspirados en las que había colectado en sus viajes Vera Izquierdo habían sido también reforzados por la vena creativa de Otero Silva-; que la compilación, prefacio y notas fuesen de Iñaqui Errandonea y las ilustraciones de Joseba de Escucarreta, el otro yo de Pedro León Zapata; que tanto las viñetas como los versos se escudaran tras la seria figura de dos jesuitas, o, las notas explicativas, pretendidamente eruditas, que abundaban en detalles en cada página acerca de los santos que, honestamente, nadie podría creer que fueran ciertas.

El venezolano, en general, no se toma muy en serio algunas cosas y vive, más bien, una religión flexible. Como dice Manuel Caballero:

Los venezolanos nos acordamos de ser católicos cuando nos casamos, cuando nos nace un hijo, y cuando nos morimos.  En los dos primeros casos, porque son pretexto de fiesta y aguardiente; en el último, porque tenemos la esperanza de que nos dejen seguir haciéndolo en el Más Allá (…) También celebramos el nacimiento y la muerte de Jesús, por las mismas razones etílicas.  Pero nadie se enorgullece (ni mucho menos se pone de ejemplo) de ser mejor católico que su vecino.  Ni los curas lo pretenden (2006:22).

Otero Silva se burla del prurito que suscitó Las Celestiales, sin embargo, algo se olía en aquel momento puesto que a pesar del lujo del formato y a la ausencia de datos editoriales de esa primera edición, se escudó además, tras la imagen formal de un jesuita.

Cuando vivimos en un país que nos ha hecho más devotos que nunca porque a diario y a cada rato tenemos el Jesús en la boca, cuando cotidianamente se nos convoca a probar como va nuestra capacidad de asombro, nos sorprende el provincialismo con el que se atacó un texto que, por lo menos bajo el cristal con el que hoy podemos leerlo, nos parece hasta ingenuo.

Hoy se mira con otros ojos esas vertientes de lo popular y la Iglesia las estudia y reconoce como una manera de vivir la fe porque es también, en su particular expresión como humor festivo, una forma de renovarla.

Miguel Otero Silva realiza, en su brevedad, una obra maestra del humor, de la parodia, de la burla en uno de los aspectos más emblemáticos de nuestra cultura como lo es, aunque para algunos sea difícil reconocerlo así, la fe.  Sin embargo, aunque se le cita y reconoce como su autor, es soslayada en su bibliografía, como una creación menor.

Yo sigo viéndola como el libro grandote que pudimos a escondidas hojear y en el que pudimos descubrir que nos podíamos reír de los santos porque ellos también se han de haber reído de lo mismo.

BIBLIOGRAFÍA

CABALLERO, Manuel. Por qué no soy bolivariano. Una reflexión antipatriótica. Caracas. Alfadil. 2006.

OTERO SILVA, Miguel, Las Celestiales. (s/ datos editoriales) 1965.

__________. Las Celestiales. Caracas. Los libros de El Nacional, Biblioteca Miguel Otero Silva. 2005.

PEÑALOSA, Joaquín Antonio, Valor del humor religioso, México El Observador , Nº 213, 8 de agosto de 1999. p.4.

VERA IZQUIERDO, Francisco. Un irreverente bondadoso, El Nacional, 24 de octubre de 1986.

Esos sí eran bolívares fuertes, el cambio por dólar era de Bs. 4,30.
(*)Prof. del Depto. de Lengua y Literatura

Universalia nº 29