Por Lic. Yanira Yánez Delgado
Universidad Pedagógica Experimental Libertador
Instituto Pedagógico de Caracas
Pensar en un artículo acerca de Miguel Otero Silva para una publicación orientada a los estudiantes de la USB trae a mi mente varias preguntas: ¿Por qué leer a Miguel Otero? Y más aún, ¿para qué convencer a los jóvenes que sigue siendo pertinente leer a este autor? Por allá, en los casi prehistóricos años 70, recuerdo haber escuchado frecuentemente el nombre de Miguel Otero Silva en las reuniones dominicales en casa de mi abuela: Que si ya la leíste, que mejor me la compro porque tú tardas mucho, que si mi parte favorita es cuando, que si a mí me gustó más la anterior… Mis tíos, para entonces veinteañeros, habían hecho de las novelas del barcelonés (de aquí, de Anzoátegui) una especie de manual para decodificar la violenta realidad venezolana de entonces, y Cuando quiero llorar no lloro, publicada en 1970, era lectura obligada para quienes se buscaban entre sus páginas, leídas como la crónica de aquella Venezuela que oscilaba entre el dinero fácil, la nunca tan de moda ideología de izquierda y el desencanto. Esos fueron los años en que no leí a Miguel Otero.
Fue mucho más tarde, ya en la Escuela de Letras de la UCAB, cuando me acerqué a un universo novelesco que, desde mi veinteañera mirada, hacía aún más indolente la impavidez de los años 80 y peor aún, la de mi querida casa de estudio donde, y no exagero, pasaba poco o casi nada (ahora sí pasa). Fiebre, Casas muertas, La muerte de Honorio, Oficina N°1 y Cuando quiero llorar no lloro, leídas, podría decirse, de un tirón, fueron todo un descubrimiento y más aún, fueron el descubrimiento de un país que unos ratos no entendía y otros me disgustaba mucho. Pero pongámoslo de este modo: Los 70 y los 80 son otra época. Los afro, los jeans acampanados, los zapatos de plataforma, la alternabilidad de adecos y copeyanos en el poder, los líos en el Fermín Toro, en el Andrés Bello y en Ezpelosín, la muchachera inquieta de la Central… ya todo es cosa del pasado, ¿cierto? Y lo de la guerrilla urbana, la corrupción administrativa, los escandalosos donativos a otros países, el riesgo de la autonomía universitaria, ¿todo eso no es historia? ¿Leer entonces a Otero Silva no significaría quedarnos con una interpretación de un país que no es el nuestro? ¿O será (qué susto) que las claves de interpretación siguen siendo válidas porque la historia (como lo dijo la sabia anciana de Macondo) se repite una y otra vez? Si es así, resulta que el hombre, además de un excelente contador de historias, nos resultó una especie de nigromante capaz de hacer saltar los mecanismos de un país insólito, cuya cotidianidad, como tantas veces he escuchado últimamente, supera con creces la más aventurada de las ficciones.
Este último año escolar, y a propósito del centenario del nacimiento de Miguel Otero Silva, he releído algunos de los textos que años atrás fueron lecturas obligatorias para mis alumnos de bachillerato. En algún momento, y por razones que para entonces debieron haber tenido inconmensurable peso, este novelista salió de las listas de libros de mis estudiantes. Hoy, siguiendo los pasos de una buena confesión, previo el examen de conciencia y comprometida a enmendar mi falta, reconozco que hay que incluirlo de nuevo. Y en la universidad, por supuesto, también. Me he reencontrado con un autor que, como pocos, permite entender qué nos pasó y hasta qué nos está pasando, lo que no es poco decir.
En vuelo rasante sobre la obra narrativa de Otero Silva, nos encontramos con Fiebre, su primera novela publicada en 1940, a su regreso a Venezuela tras su segundo exilio político. Allí nos cuenta acerca de las persecuciones que, durante el régimen gomecista, padecieron él y sus compañeros de la Generación del 28, de la que había sido miembro. Para entonces las ideas estaban de más. La reflexión y los intentos de cambio de una sociedad reprimida y atrasada, también. En Fiebre sólo eso encontramos: Un puñado de jóvenes librepensadores en defensa de su voz, de su espacio político, del mejor país que se creían capaces de construir. Los viejos dicen que hay que conocer el pasado para no repetir los errores, pero aquella era otra Venezuela, ¿acaso hoy la Constitución no nos asegura los derechos que los jóvenes del 28 no tenían?
En 1955, tras haberse separado del Partido Comunista de Venezuela, y con esto de la actividad política, publica Casas muertas. Ésta es una de sus novelas que más me conmueven, no por la triste historia de amor de los protagonistas, ni por las infructuosas luchas políticas, sino por la frustración de sus personajes. Aquí nos cuentan la muerte del pueblo de Ortiz, y el gesto de quienes se aferran a la vida. Es la dignidad que se resiste a perderse en circunstancias adversas, extrañas, ajenas; en Ortiz quedan la mística de la maestra del pueblo, la grandeza de espíritu del masón solidario… Las suyas son unas vidas condenadas a la miseria y a la muerte, frustradas pero combatientes. Sin embargo, sólo es posible escapar a la destrucción alejándose del pueblo moribundo, como lo hace Carmen Rosa con su madre y sus pocas pertenencias a cuestas, para probar suerte en otra novela, Oficina N°1, de 1961. Los habitantes de las casas muertas que dejaron a su paso el paludismo y el boom petrolero se lanzan en esta obra en un recorrido hacia ninguna parte. Hay que fundar lo que no existe: la ciudad en el límite del campo petrolero, el país con el nuevo modelo económico que el recientemente explotado recurso impone. Pero estas fundaciones no dejan fuera la soledad, la miseria y el desamparo de los hombres, ni el olvido al que los condena un gobierno casi inexistente. En medio de una cambiante realidad, de un vertiginoso proceso neocolonialista, sólo pueden asirse a lo poco que les queda de identidad; así pues todos participan tristemente en una lucha sin tregua, pero paradójicamente no pierden la esperanza. Encontramos un puñado de personajes decididos a dar su último aliento por aquello en lo que creen, o a arriesgarse en nuevos derroteros, en Casas muertas; o a quienes quieren construir lo que no existe desde el yerro y la improvisación, en Oficina N°1. Pero en ambos casos la esperanza no les es arrebatada ni siquiera por la adversidad. Esto las hace a la vez absolutamente venezolanas, pero definitivamente universales.
Entre la publicación de estas novelas, en el año de1958, Miguel Otero Silva publica La muerte de Honorio, donde nos presenta la cruenta situación a la que son sometidos cinco presos políticos de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. No existe aquí rastro de derechos humanos; la dignidad del que piensa diferente es anulada en medio de torturas físicas y psicológicas. Mediante una técnica más bien cinematográfica, estos personajes, representantes de los miles que corrieron la misma suerte (el Capitán, el periodista, el Médico, el Tenedor de Libros y el Barbero) nos presentan su mundo interior, profundamente humano, sus puntos de vista, sus historias. Pero las vejaciones de la policía política del régimen no desdibuja la esperanza, y así surge la imagen de Honorio, el hijo del Barbero. De los cinco personajes, éste es el único que está preso “por hablar pistoladas” y no por ser combatiente ni por tener ideología alguna. Honorio es su estandarte, lo único que lo acerca a sus compañeros de celda. El niño termina convirtiéndose en el hijo de todos, en el símbolo de la libertad y el tiempo nuevo en el que todas las ideas puedan tener cabida.
Una buena razón para leer esta novela es averiguar por qué se llama así, en especial porque la muerte y la libertad tienen una especial manera de relacionarse, cuando lo hacen… Otro motivo pudiera ser aquello de que la peor de las democracias es siempre preferible a la mejor de las dictaduras, como tantas veces se ha escuchado últimamente, y en esta novela la dictadura de Pérez Jiménez se nos muestra con toda su fiereza e intolerancia. Un aprendizaje para que aquello no se repita, o para saber qué hacer si a alguien se le ocurre, en fin. Pero sin duda alguna la mejor de las razones es que está, definitivamente, muy bien escrita.
En La muerte de Honorio Otero Silva incorpora la experimentación propia de las nuevas tendencias literarias: extraordinarios monólogos que dan cuenta de lo padecido por estos hombres a quienes se les arrebató uno de los más esenciales derechos, el de la libertad de pensamiento. Y alternando con estas voces, en negritas y entre paréntesis, aquello que no dijeron, sus pensamientos más íntimos, otra perspectiva de las mismas historias. Es en su siguiente novela, Cuando quiero llorar no lloro, de 1970, donde el estilo del narrador, así como la percepción de la realidad venezolana, se lanza por más definitivos derroteros. Es la decantación de su técnica literaria, que se muestra aquí transformada, más madura y personal.
La historia, o mejor dicho, las historias de Cuando quiero llorar no lloro están precedidas por un relato que, al parecer, poco o nada tiene que ver con lo que sigue, tan urbano, caraqueñísimo. Sólo el destino trágico parece vincularlas (tal vez haya más, habría que leerla). Esta novela, escrita y publicada en el marco del boom que sacudió la literatura latinoamericana entre los 60 y los 70, nos trae la historia de tres caraqueños con idéntico nombre, pertenecientes a tres clases sociales diferentes: Victorino Pérez, pobre hasta el hambre y la miseria, malandro por decisión y convicción, o quizá porque no había más opciones. Victorino Perdomo, de clase media, hijo de comunista, activista político y guerrillero urbano, representante de una clase social que aún cree en alguna utopía posible. Victorino Peralta, oligarca de rancio abolengo, frívolo e irresponsable, ajeno a cuanto pudiese acontecer más allá de su cerrado grupúsculo de amigos, la mujer que le gusta o el Maserati último modelo que lo lleva a la tumba. Los cuatro nacen el mismo día y encuentran una muerte violenta en la misma fecha del año 1966. Sus madres se cruzan en el cementerio donde los tres son enterrados, sin mirarse apenas, sin saber que comparten el mismo duelo.
Pero, ¿qué une a estos tres jóvenes caraqueños? Decir que el mismo destino trágico sería, después de presentar el argumento, bastante elemental. Tal vez lo más terrible de sus historias es la incapacidad para entender el país que les tocó. Sólo Victorino Perdomo se aproxima a su momento histórico, pero la efervescencia de sus ideas comunistas lo lanzan al viaje sin retorno de la violencia: es asesinado por la policía en el asalto a un banco. Se ha dicho que Cuando quiero llorar no lloro es una metáfora del país, o una reinvención del mismo. En estos tiempos es tal vez la crónica de lo que no debió ser, la llamada de alerta para construir sobre lo que tenemos y con lo que nos queda una sociedad más amplia, en la que el otro –cualquiera que éste sea- exista, tome cuerpo y deje de parecer aquella lejana referencia que o niego o rechazo.
Dos novelas más conforman el haber literario de Miguel Otero Silva: Lope de Aguirre, príncipe de la libertad, de 1975, donde el narrador se sumerge en la historia del personaje y sus implicaciones para Venezuela, y La piedra que era Cristo, en la que narra la historia de Jesús de Nazaret y su repercusión en la vida de quienes lo conocieron.
Servido está. Te toca a ti, estimado lector, decidir si vas o no a acercarte a la obra narrativa de este venezolano que, a los cien años de su nacimiento, nos sigue haciendo reflexionar acerca de quiénes somos, o qué hicimos (o hicieron), o qué hacemos ahora (sí, nosotros). Un dejo de confianza se impone, y sé qué más de uno revisará la biblioteca de su casa a ver qué encuentra... Es que si de algo estoy orgullosa en este momento es de nuestros jóvenes universitarios, críticos, activos, brillantes, amantes de la paz, amplios, respetuosos de las ideas de quienes piensan distinto. Parecidos a Miguel Otero Silva, qué cosas.
Universalia nº 29