En la casa de mi abuelo hay un cuadro. Está colgado en la pared de la sala, detrás del sofá de cuero negro. Suelo quedarme dormido en ese sofá. Justo antes de cerrar los ojos le doy un último vistazo al cuadro. Mi último contacto con la realidad que me circunda, la soledad que me rodea.
Orioko Udala es un pequeño pueblo pesquero ubicado en el país vasco. Dicen que somos de los pescadores más hábiles de Europa. Otro año más, otra salida más, otra matanza más. Todos los años salen del puerto de Orio unos veinte barcos a cazar ballenas. En búsqueda del aceite de ballena, el preciado “sain”. Posiblemente pasemos el invierno en tierras lejanas este año. Algunas veces me embarga una ligera sensación de melancolía cuando zarpamos, ¿volveremos? Debe ser la nostalgia por el terruño. Otras veces siento un gran vacío en mí, ¿para qué volver? La verdad es que no tengo ninguna buena razón para regresar. Mi familia murió en un incendio hace ya tres años. Tres años consecutivos me he embarcado con estos rudos pescadores hacia la bahía de Gran Baya, ¿estaré huyendo de algo? La caza de ballenas no es tarea fácil. Se necesitan cerca de una veintena de hombres para matar a tan imponentes animales. Es un trabajo verdaderamente exhaustivo, hay que tener un brazo fuerte e incansable. Los espartanos hubiesen sido grandes cazadores de ballenas. “Mi escudo, mi espada y mi lanza son mis únicos tesoros”. La espada y la lanza serían bastante útiles, el escudo estaría demás. Los días en altamar han sido largos y ociosos. Hemos tenido suerte, el océano ha estado apacible, los vientos han sido favorables. Las noches son casi siempre muy tranquilas en altamar, en ningún otro lugar pueden divisarse tantas estrellas. Muchos de los pescadores pasan el tiempo dibujando animales y objetos en la bóveda celeste. Desde hace unos años no puedo ver al cielo de esa forma. Los recuerdos me persiguen, me agobian, me duelen. Mis dos hijas tenían nombres de constelaciones, Paloma y Andrómeda. Mi esposa se llamaba Adhara. Mis padres siempre se opusieron a que mis hijas no llevaran unos bellos nombres vascos. Me pregunto si mis hijas y mi esposa estarán en alguno de esos astros celestiales. Atentas a mis acciones, preocupadas por el futuro que me depara.
Un día como cualquier otro, encontré a un hombre como cualquier otro. No lo había visto antes, o por lo menos no me había percatado de su existencia. Somos muchos pescadores, la verdad no sabría decir cuántos somos. Era un individuo que parecía invadido por una tristeza muy profunda. Su cara, y sobre todo sus grandes ojos azules, expresaban un dolor muy grande. Como al borde del llanto. Aquel estado de zozobra solo podía significar una cosa: el pobre Aingeru también había perdido a algún ser querido en aquel fatal incendio. Nunca le pregunte, no tuve el valor. Un incendio puede congelar tu corazón para siempre. Las llamas enfrían tu alma, perturban tu espíritu.
Sofá de cuero negro, cuadro de un grupo de pescadores terminando su faena bajo un hermoso atardecer, ¿dónde estoy? Supongo que sigo en casa de mi abuelo. ¿Cuánto tiempo habré dormido, qué habré soñado? La verdad casi nunca recuerdo mis sueños. Por lo general lo único que puedo recordar son mis pesadillas. A lo largo del día hay momentos donde queremos estar solos. Hay tres, cuatro momentos del día donde podemos sentarnos a reflexionar. Algunas veces surgen buenas ideas, reflexiones de verdad interesantes. Pero la mayoría se pierde. Nadie se sienta a escribirlas, recordarlas.
El cuarto de mi abuelo es un lugar verdaderamente imponente de la casa. Es realmente espacioso. Hay una cama de caoba negra, el colchón es sencillamente demasiado cómodo para ser real, y siempre está debidamente envuelto bajo muchas sábanas. Siempre blancas, siempre inmaculadas. En el cuarto no hay un televisor, mi abuelo dice que esos aparatos hacen a la gente más bruta. Cómo si eso fuese posible. Sobre la mesita de noche hay un adorno verdaderamente peculiar.
Mi pasión por el senderismo me ha hecho viajar a muchas partes del mundo, entre ellas este remoto pueblo al norte de España. Un compañero de trabajo me enseñó unas fotos maravillosas. Mostraban un paisaje espléndido, montaña y costa, azul y verde. Así que después de un exhaustivo recorrido por el ciberespacio, motivada por una inspiradora descripción de una página Web, compré un boleto para España. Y aquí me encuentro, en Orio, a 16 km. de Donostia, aproximadamente a seis horas de mi destino final: San Sebastián. Pocos amaneceres son tan espectaculares como el que tuve la fortuna de ver hoy, cuando salí de Orio. El pueblo se llena de colores que nunca había visto, las montañas resplandecen a lo lejos, la bahía es apacible y revitalizante. Bien avanzada la mañana los colores se van mezclando quedando dos, los dos colores de esta hermosa tierra, azul y verde. Quisiera poder ver con mis propios ojos uno de los secretos que sólo conocen los pescadores de esta zona costera: las calas salvajes. El lugar perfecto para meditar, para encontrarse a una misma, para aprovechar la soledad que te rodea. La mayoría de mi recorrido ha estado caracterizado por la ausencia de civilización. Aunque de vez en cuando se puede ver entre los acantilados una que otra obra hidráulica destinada a suministrar agua potable a los distintos pueblos de la zona. Una paz que parece inquebrantable invade este lugar. A lo lejos, bastante cerca de la costa puedo ver un pequeño barco pesquero. Creo que robaron mi cámara en el aeropuerto.
Me despierto. Escucho ruidos en el piso de debajo de la cama. Todavía estoy acostado en la cama. Sobre la mesita de noche sigue la figurilla del pequeño barco pesquero. Mi abuelo debe haber llegado, junto con mis padres. Pronto me llamarán a comer. No puedo recordar lo que sueño, ellos nunca cuentan los suyos, será una cena callada.
Br. Daniel Ocando
Estudiante de Ingeniería Electrónica
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Universalia Nº 30
Universidad Simón Bolívar. Decanato de Estudios Generales