Lourdes C. Sifontes Greco
Probablemente algunos mantengan en sus memorias esa película dirigida por José Luis Cuerda en la cual la referencia a cierto insecto volador y a su lengua, que viene desde Machado hasta el relato de Manuel Rivas que sirve de base al guión, sintetiza (o dispara) una problemática histórica en el pretexto de ciertos aprendizajes inolvidables, como el origen de la papa o la lengua de las mariposas. Así, pensando en la lengua de los generales, podríamos señalar que en la novela El general en su laberinto, Gabriel García Márquez inserta algunos comentarios y referencias sobre el lenguaje, oral y escrito, del Libertador Simón Bolívar. Cita, por ejemplo, la percepción que el general tenía de las cartas por él mismo escritas (“con mucha libertad y en mucho desorden”, razón por la cual pedía a sus allegados que las destruyeran o que nunca las publicaran), y alude a que, aun cuando “[e]ntre hombres solos, el general era capaz de despotricar como el más desbraguetado de los cuatreros, (…) bastaba la presencia de una mujer para que sus maneras y su lenguaje se refinaran hasta la afectación”, adecuando su lenguaje a situaciones y contextos, como muchos no lo hacemos entre el aula y la caimanera, entre el texto académico y el chat. En cambio, sobre las cartas del general Santander se observa, en el mismo volumen, que “eran perfectas de forma y de fondo, y se veía a simple vista que las escribía con la conciencia de que su destinatario final era la historia”. Dos generales, dos intenciones, dos escrituras. Un habla múltiple que se ajustaba (se nos dice) a los registros y protocolos de la época. La huella histórico-ficcional de Bolívar es también la de un hablante y escribiente que nos legó un inventario de citas que resuenan en el imaginario venezolano, sobre la moral y las luces, sobre las consecuencias de la ignorancia de un pueblo, sobre los excesos del poder, sobre la relación entre el hombre y la naturaleza y, para hacer síntesis quizás redundante con la figura histórica, sobre la libertad.
Y es que el lenguaje, instrumento (y más) para la captación y comprensión del mundo que nos circunda y constituye (por dentro y por fuera), es además el primer territorio humano por excelencia de la interacción, que nos permite discurrir no sólo con otros y con nosotros mismos, sino enlazar tiempos y espacios a través de la palabra, de la memoria y de los soportes que las más diversas tecnologías nos han ofrecido (y que hemos construido con las lenguas del pensamiento, el cálculo y la inteligencia) para diversificar y expandir el alcance de lo humano y de la Humanidad.
Mario Satz se pregunta: “El lenguaje, ¿es natural o cultural, es un don divino o un trofeo humano?”, e inmediatamente responde: “Sospecho que el misterio no se resolverá nunca, porque el día que leamos la última palabra, ése será también nuestro último día. La lengua es una trampa que sólo ella pude abrir. El alfabeto, un rosario con el que plegamos y desplegamos una y otra vez nuestros interrogantes”. Probablemente la racionalidad de algunas mentes resuelva fácilmente la segunda parte de la pregunta. Pero el reto mayor está precisamente en la primera. Y allí quizás surge uno de esos lugares en los que nos descubrimos como seres de naturaleza ficcional, en el sentido de que nuestras preconcepciones culturales se topan con lo que Iser define como “la simultaneidad de lo mutuamente excluyente”. ¿Natural o cultural, o natural y cultural? Arraigado en nuestra fisiología y domesticado por nosotros mismos, desde las neuronas hasta la conciencia social, desde el gruñido o el llanto del hambre hasta la codificación del Universo, de lo que vemos (o creemos ver), o de lo que no vemos por excesivamente grande o excesivamente pequeño para nuestras dimensiones y nuestros sentidos, es tan nuestro que lo damos por sentado, como a esos seres queridos a los que quizás dejamos de prestar atención porque “siempre están allí”, o como al mismísimo aire que respiramos mañana, tarde y noche sin conciencia alguna de lo que en un declarado lugar común podríamos llamar el tesoro (o el milagro) de la vida.
Pero volvamos al general, a los generales, y a esa noción de la libertad que asociamos de manera casi inmediata cuando se nos bombardea con alguna de esas frases de Bolívar que las revistas, la escuela, los medios y la política han en la “cartelera mental” de las “citas citables” venezolanas (en la que, por supuesto, no faltan ni el bochinche mirandino ni la siembra del petróleo de Uslar Pietri). Y preguntémonos entonces a qué viene toda esta historia de los generales, su habla y su escritura.
No son pocas las referencias críticas, hoy en día, alrededor del lenguaje, y sobre todo del lenguaje juvenil. Así como se espantan de los gustos musicales de los más jóvenes, los mayores suelen regodearse en una intensa dinámica de descalificación para con las curiosas abreviaturas de los mensajes de texto o el chat, los comodines orales, las muletillas y el vocabulario general que se escucha en las calles o se lee en algunas muestras académicas. Es importante recordar que, así como en el caso del Bolívar que nos construye el Gabo, el lenguaje y los lenguajes tienen sus lugares y sus tiempos bajo el sol.
Vivimos una era que, con sus problemas y vicios (como todos), es, aunque a veces no lo notemos, simplemente maravillosa (como otras épocas, aunque por otras razones). Las posibilidades de comunicación son extraordinarias, aunque para muchos ya resulten naturales logros que hace apenas quince años no eran demasiado concebibles para la mayoría. La globalización y la conciencia generalizada de libertades y derechos traen sus propios problemas y tensiones, que aprenderemos a equilibrar y a regularizar al ritmo que nuestras limitaciones humanas nos lo permitan. Todo esto propicia una horizontalización de relaciones que, si bien luce positiva en principio, suele incomodar a muchos cuando la horizontalidad invade un espacio en el que su yo, como centro inevitable, preferiría dominar la situación. Creemos que somos más libres, pero quizás no tenemos del todo claro que la famosa libertad es parte de un paquete: para volver al punto de las citas reconocidas y repetidas, viene a cuento aquella de George Bernard Shaw según la cual la libertad implica responsabilidad … y su segunda parte, no siempre citada: “por eso muchos le temen”. En el lenguaje y la escritura somos libres, pero sólo lo somos si somos, asimismo, efectivamente responsables.
Llegados a este párrafo, suponemos que es claro que la referencia a Bolívar, a Santander, a su lenguaje, a sus cartas y el título de esta nota no aluden directamente a la lengua de estos generales. ¿De qué generales pretendemos hablar, entonces? En la USB, esta designación, a veces práctica y abreviada, a veces cariñosa, a veces algo peyorativa, según la percepción de quien la profiere, sus resultados en “la reserva”, en el trimestre o el momento de la carrera en el que se encuentre, es un término muy nuestro, con el que sintetizamos esa larga denominación de los Estudios Generales del Ciclo Profesional y las otrora Electivas de Formación General (y que en el fondo histórico-conceptual de nuestra casa de estudios incluye las asignaturas de formación general del Ciclo Básico que antaño se reconocían por códigos EG, de seguro recordadas por egresados, profesores y x-saurios). Bolívar y Santander, en la pluma de García Márquez, son, digámoslo así, nuestra excusa para hacer tangible una relación triádica que, en nuestra visión institucional, es clara: Estudios Generales, libertad y lenguaje. Y la responsabilidad a la que aludíamos líneas arriba es, posiblemente, la condición que reúne estos tres términos. En este sentido se mantiene la vigencia de la definición de los Estudios Generales propuesta por José Santos Urriola, en la que se incluye la idea de que estos cursos “procuran facilitar la tarea del alumno en su gestión de conocer la realidad, de comprenderse mejor y de asumir sus responsabilidades, ofreciéndole una ocasión continua para que el estudiante se conciba, realice y proyecte como un hombre consciente, un ciudadano responsable, una persona culta, un estudioso inteligente y un usuario eficaz de su propio idioma”.
Hay una relación, entonces, más allá del laberinto garciamarquiano, entre los generales y la lengua. La formación para la responsabilidad es formación para la libertad y la conciencia, y esto incluye libertad y conciencia de la lengua que hablamos, esa que nos permite relacionarnos con el mundo, con el conocimiento, con los otros. El asunto de los generales y su lengua no puede ser ajeno a nadie que pertenezca a la comunidad uesebista.
Muchas cosas influyen en nosotros, muchas cosas generan cambios: la vida cotidiana, la rutina, el tránsito, los contratiempos. Aquella ilusión de ingresar a la USB que el estudiante alimentaba en sus primeros días de clase no siempre se mantiene. La vida diaria y la gratuidad de la educación nos van llevando a dejar de ver el valor de aquello que recibimos y que construimos. El síndrome de una cultura perversa en la cual “si es gratis no me importa” y “si es privado tampoco, porque yo lo pago” nos va cercando en una dinámica en la que los primeros perjudicados somos nosotros mismos. Aparece entonces una extraña inercia en la que el impulso de excelencia y superación puede dar paso al desgano y al mínimo esfuerzo: “¿Este general es fácil o difícil?”; “¿Hay que leer mucho?”; “¿Hay que escribir mucho?”.
Y aunque esto afecta a todo el conjunto de la vida académica, no es descabellado pensar que posiblemente afecte más a aquellos constituyentes de la misma que, cuando somos estudiantes, llegamos a considerar “accesorios”. Y a veces corremos también el riesgo de que el lenguaje en los Estudios Generales (y en la interacción académica toda) sea considerado “lo accesorio de lo accesorio”, en esas formulaciones tan poco felices como “Usted me entendió”, “yo lo que quise decir fue…”, o “¿pierdo nota sólo porque me comí tres palabras en la oración”, o “¿porque no puse el verbo?”.
El problema comienza, a veces, por los propios instrumentos que el estudiante recibe. En no pocos casos, los programas de las asignaturas muestran fallas de peso en materia de simple y puro lenguaje. Ojalá la reformulación de estos instrumentos a partir de las competencias propicie una revisión a conciencia de este tipo de problemas. Y ojalá podamos hacer gala de una verdadera cooperación académica en la cual los profesores mostremos una verdadera disposición a aprender, tanto en lo relativo a los aspectos que atañen al ámbito especializado del diseño de instrucción y a la pertinencia de la formación general como en aquellos que corresponden a la transparencia y adecuación de la escritura. Que los títulos de doctor no nos nublen la vista a la hora de estar conscientes de que los profesores también tenemos cosas que aprender y mejorar, y que el “sentido de tarima” no nos haga proferir preguntas como “¿Y quién me va a venir a decir a mí cómo tengo que escribir/enseñar/proponer mis programas?”.
Otro aspecto que a veces atenta contra “la lengua de los generales” es la desmotivación en cuanto al proceso de evaluación y corrección, muchas veces debida a –que no justificada por- una profesión mal remunerada, la carencia de tiempo por la búsqueda de compensaciones a las deficiencias económicas o por el desgaste de las caraqueñas y cotidianas colas y situaciones no previstas que dificultan el acceso a cualquier lugar y terminan por impedirnos llegar incluso a nuestro propio interior y nos alejan de la propia conciencia. “Escriban poco”, “Examen de selección” y “No tengo tiempo de corregir” son enunciados que van atentando en estos cursos contra los principios de la evaluación continua e integral de los procesos reflexivos, y contra el espíritu de asignaturas que tienen el norte de cultivar en el estudiante ese sentido de usuario eficiente de la lengua en el que precisión no necesariamente implica brevedad –ni está reñida con ella- y lectura y escritura enriquecen la conciencia. El cumplimiento de requisitos mínimos para un fin numérico puede llegar a hacer de profesor y estudiante cómplices en un tránsito que nos lleva de la trascendencia inicial de una concepción académica a la estatura de un simple trámite.
Es claro que, por mucho que estos problemas estén extendidos, hay aún quienes trabajan, en los roles de profesor y de estudiante, en la dedicación, la constancia, la seriedad y el verdadero sentido de superación que todo esto implica. Vaya a ellos nuestro reconocimiento y homenaje: a quienes saben que en el Estudio General, en cualquier área, el estudiante debe leer y escribir, y corresponde al profesor mantener un diálogo con su lectura y su escritura (sin excusas del tipo “Yo no soy profesor de lengua”); a quienes protagonizan las discusiones en el aula con toda la seriedad de quien construye comunicación y tolerancia; a quienes ofrecen al estudiante la posibilidad de descubrir nuevos libros, autores, mundos, horizontes y referencias. Que la lengua de los generales sea, para quienes pasan día a día por nuestras aulas, definitiva e inolvidable como lo fue para aquel niño la lengua de las mariposas, es parte y construcción de la libertad (y por ende, de la responsabilidad) de todos.