La rueda que los hombres contemplan
Br. Saúl Enrique Duque Morales, estudiante de Ingeniería Química
Trabajo presentado en el curso LBB-516 “Libros de Infancia y Juventud” dictado por el Prof. Cristian E. Álvarez A.
“Sacamos también del alma en nuestro recuento de aconteceres la niñez florida de frutos, bañada en las aguas blancas de este paisaje, y la adolescencia dispuesta como una flecha en las manos del arquero para rebotar contra los conflictos del mundo”
M. Picón Salas en Mensaje a los merideños
Ocho años habían pasado desde la última vez.
Llegar a ese parque que guarda tantas anécdotas de mi infancia fue un momento extraño y mucho más difícil de explicar. Una especie de reclamo al tiempo, por pasar sin dar oportunidad de degustar cada sublime instante; una mezcla de añoranza y sentimiento de pérdida, de que antes era mejor y trágicamente no volverá a ser así.
Ocho años habían pasado desde la última vez que había visitado a mi consentidora abuelita. Aquella casa que tantos tesoros escondía, y que el tiempo ha transfigurado en simples rincones o en gavetas inexplicablemente carentes de emoción y suspenso. Pero hasta ahora todo esto era de esperarse. Más aún cuando dejé estas tierras infestadas de batallones enemigos, dragones, naves espaciales, reliquias custodiadas por ogros y todo tipo criaturas mitológicas, y vuelvo ahora con verdaderas experiencias de un mundo real (¿real?), de gentes y visiones que para un niño son abstracción pura.
Podía aceptar que la casa de mi abuelita se hubiera transformado en lo que veía: paredes planas, muebles inmóviles y recovecos que ya no servían de escondites, que ofrecían no más que una mirada fría como respuesta a mis ojos ansiosos. Pero el parque seguía siendo mi negación. La nostalgia me invade con solo asomarme a la ventana y no ver mi añorado campo de aventuras de la misma manera.
Todo sigue igual. Prado, árboles, ese oasis de tierra para soñar con castillos efímeros, y la rueda de colores que aceleraba nuestras ansias de juego tanto como hacía alborotar nuestros cabellos al girar desbocados hasta recibir un regaño de nuestros padres. Todo parece igual, y sin embargo algo falta. A mi mirada escapa lo primordial, se escabulle el brillo con el que antes me deslumbraba ese fantástico parque.
Pero, ¿qué es lo que extraño? Ciertamente no son esas tardes efímeras de papeles heroicos y fantásticos con casi una docena de amiguitos. No son esos juegos que inventábamos al momento con una astucia increíble. No es nada de eso. Es algo que ya no está, que se pierde y se empaña con esta mirada que cree haber recorrido mucho mundo y conocer, cuando en realidad no hace sino alejarse de la esencia de cada creatura.
La pesadumbre llega cuando sentimos ese vacío, el hombre ve la rueda del parque y sabe que no son sus vueltas las que faltan en su jornada, que no son esos colores gastados de sus tablas los que aumentan su nostalgia. El hombre ve la rueda y sabe que falta algo que nunca tocó ni vio cuando era un chiquillo, pero que sentía en cada verde, en cada azul, en cada hormiga que perseguía por largos caminos.
La sensación de libertad que nos ofrecía el juego en la infancia es lo que con afán buscamos diariamente en nuestra adultez, lo que se nos hace imposible definir pero muy seguros estamos que un día fuimos poseedores de este tesoro. La oportunidad de ser cualquier personaje, de crear reinos y mundos extravagantes sólo por capricho, de aventurarnos en misiones sin (aparente) sentido son dádivas que sólo el espíritu lúdico de la infancia ofrece. Ese viaje hacia una no-realidad nos hace regresar con una mirada limpia, infantil que nos invita alegremente a una vida ávida de descubrimientos y anhelante de nuevas hazañas que develen la naturaleza el milagro cotidiano. Lo extraordinario se vuelve, así, parte del vivir y no por esto deja de maravillar a los ojos del hombre, ya que lo llena de gracia y lo acerca a su centro.
Bataille es quien nos recuerda un sendero por el que podemos volver a degustar ese milagro invalorable, cuando él mismo dice: “la literatura (…) es la infancia por fin recuperada”. Así, se nos abre un universo lleno de posibilidades para acercarnos a la reflexión, al pensamiento puro y como último escalón, a la conciencia y a la hermosa libertad hacia la que esta nos guía. La Literatura, como el juego de infantes, nos permiten comprender nuestra realidad al hacer que su misma esencia sea la de alejarnos hacia esferas externas desde donde podemos tener una mirada más profunda y ajena ya que se vive en otro plano, en otro cuerpo cuando bien se leen cientos de páginas de realismo mágico o se juega en el encantado parque que abrigó nuestra niñez.
Otro aspecto importante que viene envuelto en la magia de la literatura lúdica es el asombro de re-descubrir lo usual, lo común. Los niños encuentran fascinante repetir incansablemente sus cánticos, sus simples rituales inocentes, hallando en ellos el encanto de la sorpresa ante lo que se sabe que pasará pero que se disfruta porque sencillamente sucede. Es precisamente a esta infancia a la que se refiere Bataille, basada en el asombro ante la vasta creación que sólo revela su belleza ante quien conserva una mirada virgen.
La contemplación, que inocentemente hace parte de nuestra niñez, se cuela entre nuestros dedos y escapa de toda forma de posesión cuando llega la madurez al horizonte del hombre. Se pierde y huye cuando el niño pierde su propia conciencia de libertad. El asombro, que consecutivamente lleva a la duda (¿O la duda lleva al asombro?), parece escasear y se borra de nuestra memoria, sumergiéndonos en una cotidiana monotonía donde nada se aprecia y nada se cuestiona. Los colores pierden brillo ante nuestros ojos a pesar de que ahora se entiende de proporciones, números y leyes. La perplejidad deja de ser cotidiana para convertirse en un lujo que pocos disfrutan, y aquellos afortunados sufren una suerte de condena por parte de ese resto que los señala y los acusa de perder el tiempo y de no hacer nada productivo.
La pérdida de la verdadera libertad, es decir, la capacidad de poder ver las cosas tal cual como son al acercarnos a su esencia, es una gracia que se pierde con la adultez, y que únicamente los niños parecen disfrutar sin siquiera notar del gran don del que son apoderados. Los pocos que la conservan, los ya antes mencionados como los condenados, parecen estar en poder de algo que sólo ellos valoran, y que desde afuera se lleva a reducciones simplistas y monocromáticas.
Si se logra tener una mirada contemplativa durante la infancia, ¿por qué es que ésta se pierde en algún momento, e incluso se llega a olvidar por completo la experiencia de apreciar nuestro entorno porque es y no por lo que es? ¿Por qué la verdadera libertad huye al divisar la llegada de la madurez?
Bastante se tardó el hombre y muchos fueron los sacrificios para lograr una madurez histórica, si es que así puede llamarse a la situación actual de una civilización sórdida y banal, como para que ahora se olvide del todo la correcta manera de contemplar: atrapar la luz con nuestros ojos, regocijarnos de esa claridad que todo lo muestra pero que nada explica porque simplemente es.
Parece celebrarse desenfrenadamente una cultura de valores invertidos (o simplemente la ausencia de ellos), y en la cual el fin último dejó de ser la mirada estética y el aprecio de lo bello, para dar paso a una adoración al consumo y a la frenética producción en masa. El habitar como hombres la tierra es ahora una actividad de artistas desaliñados, ya que la generación de profit es la plenitud sustituida del hombre actual.
El tiempo es ahora un bien de consumo. Ya no se utiliza para el disfrute de las gracias de la vida, ni para adentrarnos en la experiencia en la que más que vivir en el mundo, se vive con el mundo. Se ha perdido la noción de que somos parte de un mismo cosmos, no una pieza ajena a toda esta magnificencia que muy modestamente llamamos creación. Peligrosamente se ha perdido el lejano recuerdo de nuestros orígenes: somos la conciencia de un universo lleno de belleza.
Contemplar parece implicar ver más allá, y al mezclarse con una conciencia ya madurada destapa temerosas imágenes que nos muestran una realidad cruda, real, tal cual como es, y de la cual nosotros mismos decidimos si acogerla y amarla tal cual se nos presenta, o rechazarla por miedo a que termine siendo algo tan abrumador que escape a nuestro entendimiento. Y es que no se trata de entender, se trata de sentir, de percibir lo que ese parque de juegos —que tantas formas puede adoptar en millones de infancias— tiene para decirnos.
Wordsworth lo expresa muy bien en “Intimations of Inmortality from Recollections of Early Childhood”, donde el ritmo mismo de su texto nos invita a tomar conciencia del “brillo”, de “la gloria y el sueño” a partir de su propia pérdida, al tiempo que nos señala claramente el preciado tesoro que muy sutilmente nos deja la infancia escondido entre escombros y caos, tesoro que podemos rememorar al observar esa rueda gastada por el tiempo, pero que aún gira para demostrar que sigue y seguirá vigente, pues la contemplación es totalmente atemporal y absolutamente necesaria.
Pero, ¿cómo se recupera esta facultad de ver (realmente ver) y apreciar absolutamente todo lo que nos rodea sin prejuicios? ¿Cómo recuperar la contemplación, si ahora se tienen ojos tan sucios y distraídos? Tal vez podamos aprender y replicar la salida de esos grandes escritores que usan la literatura como desahogo de una exaltación reprimida que parece estar íntimamente ligada a la experiencia que traen el asombro y el acercamiento del alma del hombre a la plenitud. “No se escribe ciertamente por necesidades literarias, sino por necesidad que la vida tiene de expresarse”, dice María Zambrano, como explicando esa sensación de libertad que ofrece la escritura, como un puente para mostrar el sendero por el que se llega a la iluminación, o mejor dicho, por el que se llega para estar iluminado.
La Literatura parece extendernos una invitación callada y disimulada, pero que una vez descubierta se transforma en un torbellino de colores, cinceles y tuercas que nos transportan a través de un viaje de éxtasis sinestésico. Con ella recreamos mundos nuevos, distopías indeseables y vidas lejanas que, muy al contrario de lo que podría pensarse, no nos disocian de nuestras realidades, sino que nos obligan a repensar las cuestiones cotidianas del hombre y a redirigir nuestra mirada hacia aquello que por la costumbre y el ajetreo citadino obviamos cuando pasamos a su lado; o como dice Picón Salas: “El poder del gran arte literario es precisamente (…) darnos lo que no se necesita en la estrecha vida de los negocios, de la profesión, del empleo.”
Las Letras parecen cobrar vida para despejar huracanadamente todo tipo de prejuicios y ofrecer a todo hombre y mujer la oportunidad de ver al mundo con ojos diáfanos e infantiles, liberados del yugo esclavizante de una madurez mal definida. Se apunta constantemente al disfrute del ocio y a la ausencia total de utilidad alguna para cultivar, finalmente, una mirada interior que desnude de todo miedo, de todo orgullo, de todo conocimiento al hombre en su búsqueda por la belleza verdadera desde un punto de vista humano y sensible.
Así, la mirada interior se transforma en una mirada amorosa que se extiende hacia nuestro habitar diario, se transmuta en millones de hilos que nos interconectan con cada suspiro, con cada pequeño insecto que huye del invierno, con cada bruma traída por el mar, con cada rayo de luz que emana del sol y de cada rendija por el que escapa la vida. Se despierta una conciencia (una real conciencia) adormecida por años que nos coloca en contexto y que nos grita nuestro lugar en la Tierra. Hacer la diferencia y que se vuelva lo común, crear cambios para llegar a lo novedoso son las consecuencias inevitables de comenzar a disfrutar la gracia de los detalles.
Es una constante lucha de la vida sencilla, pero en comunión, contra la adaptación hedónica que deshidrata la esencia del alma; y la Literatura, apostando por la primera, no está sola en la batalla. Las Bellas Artes todas galopan en su paciente defensa para salvarnos de la catástrofe. Detenerse a ver las tablas gastadas de la rueda nunca pareció tan importante.
Es esta mirada recuperada la que nos permite desarrollar de manera intrínseca una visión real y que nos acerca a esa nostalgia que impregna al mundo cuando develamos su trascendencia, su dolorosa fugacidad, haciéndonos libres del banal apego que hace estragos a su paso. Un paso más cerca de una desposesión o quizá de una solemne pobreza con la que se aprende a vivir simplemente para recuperar la libertad de conciencia para confesar nuestra condición humana y prescindible.
Y a fin de cuentas, ¿para qué sirve la contemplación?, parece la pregunta más sensata a esta altura de la cuestión. Por inocente que sea la pregunta, vale releerla con perspicacia, ya que es una trampa y una vil consecuencia del encasillamiento y de la reducción a lo utilitario de todos los ámbitos de la vida del hombre moderno.
Al estudiar la etimología de la palabra ‘servir’, se observa que proviene del vocablo latín servire, que significa ‘ser esclavo’ o ‘estar al servicio de’. La contemplación no responde a ningún tipo de interés sintético o a resultados de simples fenómenos históricos, sociales, políticos, económicos o religiosos. El sentimiento que se expresa mediante el aprecio de la naturaleza, de las cosas simples de la cotidianeidad es una emoción que no se presta para usos que se aparten del camino de la búsqueda de La Simpatía Primaria, como la llama Wordsworth. La contemplación es completamente inútil para fines prácticos, y es justamente por esto que se hace tan humanamente esencial.
Ser más humano, vivir con nobleza, acercarse a lo divino, parecen ser metas últimas de la mirada contemplativa. Hacerse uno en comunión con la creación parece críticamente necesario para destapar los ojos ciegos que nos conducen desbocadamente en una deshumanización de la humanidad.
La salvación que se predica desde tantas esquinas por cientistas, estadistas y chamanes de corbata, y que es vendida como un producto creado para el hombre y para su consumo, está en realidad más cerca de nosotros de lo que alguna vez pensamos. De niños jugábamos con ella, sin saber que la desecharíamos cual juguete que expiró, ignorando que con ella hallaríamos el Puente para llegar siquiera a rozar la plenitud de las almas. La contemplación representa esa salvación que la humanidad ha buscado desde sus inicios y de la cual, irónicamente, se aleja en su propia búsqueda. La contemplación es esa rueda del parque que espera a que volvamos a ser niños, que recuperemos ese paraíso perdido que, según Borges, es el único que existe, y que nos entreguemos en éxtasis a sus vueltas sin ningún miramiento.
La rueda aún gira. Contempla y verás.
Referencias
Álvarez, C. Nuevos apuntes sobre una visión de la literatura como “la infancia por fin recuperada”: desde el juego, una invitación a la libertad. Publicado en RELEA: Revista Latinoamericana de Estudios Avanzados. Volumen 15, Nº 29. Cipost. Faces. UCV. Caracas, enero-junio 2009, pp. 145-162.
Bataille, G. (1977). La literatura y el mal. Madrid: Taurus.
Borges, Jorge L. (1985). Posesión del ayer en Los Conjurados. Madrid: Alianza Tres.
Picón Salas, Mariano (1983). Cultura y Sosiego en En viejos y nuevos mundos. Caracas: Biblioteca Ayacucho y Delia Picón.
Picón Salas, Mariano (1966). Mensaje a los merideños en Suma de Venezuela. Caracas: Editorial Doña Bárbara.
Wordsworth, William. (1888). The Complete Poetical Works. London: Macmillan and Co.
Zambrano, María. (1995). La confesión: género literario. Siruela.