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Londres, la ciudad atrapada por el vapor

Br. David Duarte estudiante de Ingeniería de Materiales.

Trabajo presentado en el curso “La ciudad inmaginada. Visiones urbanas en la literatura y el cine” LLC356, dictado por la Prof. Claudia Cavallín

“A pesar de los enormes saltos tecnológicos de las últimas décadas, en muchos sentidos, nuestra visión del futuro sigue siendo la misma que la de hace 40 años. A medida que nos precipitamos a 1999, una nostalgia distinta, por una incumplida promesa de un futuro - en su mayoría la idea de que un día seríamos liberados de aquello mundano - se encuentra durmiente en buena parte de nuestra cultura popular… Algunos lo llaman ´retrofuturismo´.
James Sullivan, "Visions of Tomorrowland; How past concepts of the future are taking over pop culture", The San Francisco Chronicle, 3 de enero, 1994.

El tema del trabajo que presentamos fue la ciudad de Londres de principios de siglo de XIX. Este escenario estuvo lleno de un creciente dinamismo, pues fue la cuna de un proceso que aceleró el ritmo normal del quehacer diario de sus habitantes: La Revolución Industrial.

La ciudad materializada en el largometraje animado Steamboy (2004) (*), que fue objeto de análisis en estas páginas, fue concebida bajo la mirada de un director extranjero (y por supuesto ajeno a la época): Katsuhiro Ōtomo. El ambiente imperante tiene el atractivo de conjugar en sus contornos una transición entre lo artesanal con lo mecanizado. Es así como conserva dentro del paisajismo londinense elementos tradicionales, como la torre del reloj “Big Ben” y el Palacio de Westminster, tan arraigados en el imaginario actual del extranjero, y elementos que nacieron en el seno del proceso industrializador: chimeneas de fábricas textiles, rieles de locomotoras, etc. Es decir, parte de la temática tratada será la de proyectar ese proceso de cambio que tiene lugar en una ciudad contemporánea.

Aunque la imagen evocada hace alusión a una Inglaterra de corte victoriano, se enmarca dentro del conjunto de expresiones artísticas denominadas retrofuturistas, que encuentra su origen en la añoranza del pasado y que se caracterizan por la fusión de la estética clásica con la tecnología moderna de vanguardia. En consecuencia, el conflicto entre lo nuevo y lo viejo y la crítica al poder de la tecnología que nos distancia como sociedad no se puede desligar del desmontaje crítico de esta ciudad. 

La problemática aquí propuesta afecta directamente el urbanismo de Londres, no tratada desde el punto de vista de la planificación y ordenación de la ciudad, producto del abandono de la ruralidad para dar paso al asentamiento en los grandes aglomerados de Londres y el área metropolitana, sino más bien apelando al carácter descriptivo y explicativo de la urbanística. Esta problemática, traducida a pregunta, fue la siguiente:

¿Por qué, aunque el hierro y el vapor de la industrialización no lograron engullir el cromatismo del paisaje londinense de principios del siglo XIX, pervive hasta el imaginario de hoy una visión oxidada y herrumbrosa de la ciudad?

Antes de continuar, es menester dar una breve sinopsis del film para orientar a los lectores que no están familiarizados con su contenido:

El fenómeno del maquinismo se filtró en varios aspectos de la vida de los individuos, en múltiples facetas: en el transporte, en el sistema de producción, en la estructura laboral y social y, por supuesto, en la mentalidad de cada una de las personas. Por lo tanto es interesante resaltar que el elemento transformador de este suceso histórico pudo ir más allá de una mera reestructuración arquitectónica, al moldear las representaciones imaginarias internas que tenían los habitantes de la época. En consecuencia, el estudio de esa Londres victoriana nos permitió analizar transmutaciones importantes en la ciudad desde ambos planos: el real y el psíquico.

La época victoriana se divide en tres etapas: el asentamiento social tras la Revolución Industrial, el período de estabilidad interna y la agudización de los problemas junto a la radicalización del movimiento obrero y sindical. Cuando la reina Victoria ascendió al trono, Inglaterra era esencialmente agraria y rural; a su muerte, el país se encontraba altamente industrializado. Si bien en Steamboy no se logra captar toda esta metamorfosis, sí se consigue plasmar esa transición de lo rural a lo urbano. La relevancia del tema radicó entonces en la posibilidad de situarnos en el renacimiento de una urbe.

Siendo una producción del séptimo arte, se entiende que la Gran Bretaña puesta en escena no es una extensión o propiedad del objeto narrado. Sin embargo, hay varios aspectos alentadores que hicieron de esa película y de esa locación un ambiente adecuado para presentar el desmontaje crítico de una obra. Por ejemplo, Londres es una ciudad donde los rastros de la Inglaterra victoriana y la Revolución Industrial son todavía visibles. La animación fue un verdadero trabajo artístico porque involucró una investigación exhaustiva que comprendió un acercamiento directo a Gran Bretaña.

El vapor y las máquinas se tomaron como los objetos fundamentales. El vapor es un tópico central, está en toda la película, incluso en el título. Para él no hay barreras, por lo que al seguirlo nos da un tour por las calles. A donde él va la cámara le sigue.

Las máquinas son la nueva forma de producción y el nuevo medio de transporte. La ciudad las acoge. Al verse en la necesidad de abrirles paso para que transiten se crean redes ferroviarias que terminan por conectar y expandir el territorio.

Tratado sobre Londres

Londres fue, durante la Revolución Industrial, la ciudad más ilustre de Europa, el centro político, económico y social dónde congeniaban además los más importantes adelantos. Era, sin lugar a dudas, el ejemplo a seguir, la Gran Urbe que toda ciudad europea aspiraba llegar a ser. Era con sus luces y sus sombras el gran modelo de desarrollo: de
ciudad campesina modesta, de un millón de habitantes en 1801, a la enorme urbe industrializada de 1910 que superaba los cuatro millones y medio de habitantes.

Fue la ciudad del ying y el yang, dónde podemos hallar el mayor lujo y a la vez las más paupérrimas condiciones de vida, desde el oropel y el esplendor de Mayfair a los bajos fondos de Whitechapel. La “big city” del vicio pero, al mismo tiempo, cuna de numerosos movimientos religiosos de tintes caritativos.

El cambio de paradigma (de lo manual a lo mecanizado) que se suscitó, abarcó todos los aspectos: económico, político y social, generando un fuerte choque de ideas que engendraron una serie de problemas palpables. La derogación de leyes agrícolas y la inequitativa configuración del derecho de sufragio fueron focos de disturbios sociales. La búsqueda de la ilustración humana también hizo mella en las personas. A partir de los trabajos e investigaciones de letrados como Charles Darwin se comenzó a cuestionar siglos de hipótesis sobre la historia y la ciencia, sobre el hombre y el mundo y sobre la religión y la filosofía (Canales, 1999).

No es nuestra intención explayarnos en una discusión histórica, ni mucho menos asumir el rol de cronistas. Sólo pretendemos construir una base teórica simple que permita al lector ubicarse en un tiempo y un espacio ajeno a ellos y también a nosotros. Lo que no podemos dejar escapar son unos breves comentarios sobre la esfera social victoriana. A fin de cuentas ellos son los actores de cuyas ideas y acciones se materializaron las visiones que aún perviven sobre ese entorno.

Muchos son los diagnósticos que un antropólogo podría arrojar en relación a una sociedad tan compleja. Nos basta con recalcar sus modismos, sus costumbres y su moral. En el período victoriano la sociedad estaba sumergida en la disciplina y exacerbada de moralismos, rígidos perjuicios y severas restricciones. El ahorro, los deberes de la fe y el afán por el trabajo destacan como valores insignes. Antagónicamente, los excesos y los vicios, por ejemplo el sexo, eran repudiados, pues se vinculaban a la pereza y la pobreza.

Si tuviésemos la facultad de transitar por alguna de las avenidas londinenses de aquellos años, notaríamos que los varones dominaban la escena, tanto en lugares públicos como privados. El deber ser de las mujeres era recatarse al espacio privado, con un estatus de sometimiento y del cuidado del hogar y los hijos. Tal doctrina no es estrictamente inamovible, pues muchas damas eran insertadas en el ámbito laboral; Katsuhiro Ôtomo refleja esto último en su obra y hemos querido esquematizar este contraste ama de casa- obrera con las dos primeras imágenes del anexo (Canales, 1999).

Deseamos cerrar este apartado, dejando por escrito el doble discurso moral referente al tema tabú del sexo. Mientras su majestad Victoria procuraba disponer de manteles lo suficientemente largos para cubrir las patas de las mesas y así evitar incitar a los hombres con el recuerdo de las piernas femeninas, clandestinamente prosperaba un mundo sexual subterráneo donde proliferaba el adulterio y la prostitución. Este comentario puede sonar fuera de lugar en un trabajo dedicado a la ciudad, pero no es así. La faceta oscura de Londres, sumida en la lujuria y el pecado, es una versión más de esta urbe, no menos verídica que la que queremos abordar en este análisis literario. En consecuencia, reconocemos que la “Big City” inglesa cuenta en su vestuario con múltiples trajes: a veces se coloca una armadura metálica, al buen estilo del Medioevo, para interpretar, paradójicamente, el progreso y la ilustración, y en otras ocasiones se le antoja un disfraz más liviano y tétrico, para entrar en un personaje macabro: la Londres de Jack el Destripador.

Desvirtuando el centro de gravedad de Londres

No olvidemos el punto de partida de nuestro análisis, la visión pintoresca, pero percudida de Londres, que hemos adoptado como dogma, aunque no se eleve al grado de teorema fundamental.

Ante todo, el paisaje dibujado en Steamboy es una representación, y en ella participan las dos formas básicas mencionadas por Gustavo Remedi en su artículo “Representaciones de la ciudad. Apuntes para una crítica Cultural” (1997): la realidad material, socialmente construida (hace siglos atrás), y la representación simbólica que la precede. La pantomima filmográfica proyectada en pantalla por el director nipón cae en el repetitivo ciclo de retroalimentación ficción-realidad, donde las ideas trazadas en elaborados mapas mentales tienen una referencia en acontecimientos históricos auténticos, se procesan en el mundo cerebral y vuelven a la realidad, reproduciendo una versión verosímil. La salvedad en este caso es que el imaginario de Ôtomo no puede moldear el espacio londinense que lo cautivó, pues el mismo se extinguió hace bastantes años y ahora es destinado a habitar sólo en los libros de historia, víctima del inexorable avance del tiempo, cuyas leyes no se pueden transgredir.

Por lo tanto, el visionario Katsuhiro y su equipo son turistas elevados al cuadrado: extranjeros del país y forasteros de la época. Igualmente, el trabajo resultó doblemente extenso: construir el pasado a partir de vestigios en el presente y luego usar ese pasado como trampolín para dar un salto al futuro (un futuro retro). Afortunadamente, muchas locaciones en Londres conservan rastros de la Inglaterra de Victoria. El Museo de Ciencias de Londres, el Museo de Ciencia e Industria en Castfield y el Museo Nacional del Ferrocarril, albergan una vasta colección de exposiciones científicas, desde motores de vapor y locomotoras hasta submarinos, equipos fotográficos y tecnología médica, material suficiente para emprender una investigación ardua y profunda acerca del vestuario, el arte, la arquitectura y la maquinaria otrora.

Steamboy se sitúa en un punto de inflexión o ruptura entre dos sistemas: el feudo y la industrialización. El viaje que realiza Ray (el protagonista) desde la floreada campiña de Manchester hasta la lúgubre Londres (el imperio de las máquinas y de la nueva modernización) va marcando una transición de ritmos: de lo apacible y estático a lo frenético y dinámico. Esa coyuntura entra dentro de la categoría de cambio o gran giro histórico de la humanidad. Por ello, las representaciones del tiempo y el espacio no son representaciones marginales, sino primarias y fundamentales, ya que se convierten en
estrategias y metáforas mediante las que buscamos captar y comprender fenómenos sociales, económicos y políticos más complejos (Remedi, 1997).

Durante la narrativa fílmica que se cuenta en esta obra de animación los actores interaccionan unos con otros minuto a minuto, y es producto de ese intercambio de diálogos que surge un conflicto el cual a su vez transforma los espacios urbanos en un campo de batalla; en palabras de Remedi, la acción humana otorga a la ciudad una identidad múltiple y problemática.

El arrollador proceso maquinista ya se había adelantado a la tesis, más contemporánea, de Manuel Castells, expuesta en su escrito “La ciudad informacional: tecnologías de la información, reestructuración económica y el proceso urbano regional” (1995), donde nos advierte de los efectos espaciales derivados de la emergencia de nuevas tecnologías de la comunicación y del transporte:
“Los nuevos descubrimientos científicos y las innovaciones industriales están ampliando la capacidad productiva de las horas de trabajo, a la vez que suplantan la distancia espacial en todos los ámbitos de la actividad social”

Una ciudad sin lustre

Precisamente la tecnología es uno de los principales sospechosos de drenar el cromatismo de la metrópolis londinense, o al menos, de opacarla. Para agilizar el traslado de las mercancías en un país en plena expansión hubo que mejorar las vías de comunicación y los transportes mediante el bastimento de una red amplia de canales y carreteras. Las pequeñas comunidades, antes aisladas, quedaron expuestas y negocios enteros se mudaron a las ciudades, ahora más accesibles, aunque no por ello más económicas. Presenciamos un efecto inverso a la segmentación de los territorios citadinos que acontece en nuestros tiempos, fenómeno argumentado y sostenido por el sociólogo francés Alain Touraine en su conferencia “La transformación de las metrópolis” en 1998.

Desde el primer minuto de rodaje de Steamboy las máquinas entran es escena. Sus libretos no son muy complejos y no tienen que memorizar muchas líneas, sólo un ¡clack clack! o un siseo de vez en cuando. Ni siquiera tienen que dirigirles la palabra a los humanos, ni lidiar con sus crisis éticas. El bien y el mal son términos que no conocen y sin embargo parecen tan vivas, tan enojadas cuando exhalan vapor por sus fauces.

Respecto a esta nueva raza vale destacar a dos especímenes: La máquina de hilar y la máquina de vapor, tecnologías de punta, dejando de lado los inventos ficticios, como el monociclo de Ray. La máquina de hilar tuvo como padre a Richard Arkwright (en 1770); esta hábil tejedora producía fibras de algodón de gran resistencia, su invención se toma como punto de partida de la Revolución Industrial y le dio a Inglaterra el dominio del mercado de las telas de algodón durante el siglo XIX. La máquina de vapor fue concebida por James Watt (en 1769) y con ella se aprovechó el vapor como fuerza motriz para acarrear grandes volúmenes de materiales y perfeccionar los transportes.

Las máquinas habitan la ciudad: en sus fábricas y estaciones. Demandan enormes cantidades hierro y carbón para mantenerse operativas.

Todo se resume a una serie de eventos interpenetrados entre sí, como una especie de efecto dominó, cuya última ficha se precipita sobre la problemática que nos compete (el paisaje idealizado hasta nuestros días): la economía inglesa deseaba dilatar sus horizontes, por lo que construyó fábricas y automatizó los procesos de producción; se dio a luz a las máquinas, estas se alimentaban de hierro y carbón y de la digestión de dichos minerales se transmutó el vapor que envolvió las calles y sus edificios. Más aún, donde hay metal ferroso y artefactos de hojalata seguramente hay engranajes rechinantes que claman por aceite lubricante y grasoso. Y donde hay carbón debe existir una caldera, calor humedad, hollín y herrumbre.

Incluso los pintorescos veleros que transitaban por el Támesis fueron víctimas del hierro, ya que la necesidad de acortar distancias y agilizar las transacciones mercantiles dieron pie a la sustitución de las estructuras de madera y las velas por hélices y armazones de metal. En términos simples, se puede decir que la cotidianidad fue manufacturada.

El director artístico de Steamboy, Shinji Kimura, intenta rescatar los matices fuera de la escala de grises en el largometraje. Al respecto comenta: “Cuando viajamos por Gran Bretaña, observamos realmente lo diferentes que eran los colores que componían los distintos pueblos. Tuvimos cuidado de acentuar las sombras de los rojos y los verdes cuando hacíamos Steamboy, porque son colores típicamente ingleses”

El destierro social vestido de luto

Escarbando un poco más profundo, en lo histórico-social, sale a relucir la personalidad hostil de Londres, una ciudad que al sentir sobre su empedrada piel el abrasador calor del fierro ardiente, proveniente de los rieles y de las calderas de vapor, contraataca con la expulsión, en un intento fallido de sacudirse a quienes le han agredido. Los autores Mónica Charlot y Roland Marx documentan en su obra “Londres, 1851-1901: la era victoriana o el triunfo de las desigualdades” (1993) que los acaudalados banqueros optan por mudar sus hogares a los barrios más elegantes, como Belgravia o Mayfair. Sus empleados, en cambio, se ven forzados a instalarse en los suburbios más alejados del centro, donde los alquileres son más baratos. Dicho en palabras de Remedi, la ciudad expulsa a las clases medias, que no pueden financiar el alto costo de vivir en las ciudades, y las clases pudientes tratan de alejarse de la miseria urbana, pero ni unos ni otros se alejan demasiado.

En la City las parcelas y terrenos son tan costosos que la mayoría de los edificios se transforman en almacenes, fábricas y oficinas. Es por ende una urbe dedicada única y exclusivamente a los negocios, que hierve de actividad durante el día y duerme deshabitada al caer la noche. Grandes puertos comerciales, un sistema bancario mucho más denso y especializado que el resto del mundo y la sede del mayor mercado mundial de oro convierten a esta metrópolis, entre finales del siglo XVIII y principios del  siglo XIX, en una ciudad global.

No escapa esta localidad inglesa al ojo crítico de filósofos, antropólogos y sociólogos. Sorprendentemente, la discusión sobre el espacio londinense victoriano tiene cabida a nivel popular, fuera de los canales disciplinarios habituales. De no ser así, no habría cobrado fuerza el movimiento steampunk.

Como se mencionó, la evolución de Londres en este período la condujo a integrar comunidades aisladas, pero hay que aclarar que tal unificación tuvo acogida solamente en el plano arquitectónico y de reestructuración civil. La esfera social es harina de otro costal. La diferencia de altura en los peldaños de la pirámide de clases se tornó más y más infranqueable. Incluso los oficios se segregaron. No sabemos, a ciencia cierta, si hubo guetos, pero con toda seguridad pululaban los gremios (herencia de la Edad Media). Gracias a la influencia de los gremios se tendió a situar las diferentes profesiones en coordenadas concretas de la ciudad, creándose así la calle de los hilanderos, la calle de los orfebres, la calle de los zapateros, etc. Por citar algunos ejemplos icónicos, Cheapside era la zona de las joyerías, Lombard Street era el barrio de los bancos y en los alrededores Saint Paul residían las librerías (Charlot y Marx, 1993).

Siguiendo esta línea de ideas sobre disgregación social, sumamos los valiosos argumentos de Touraine, quien en su discurso pronunciado en Barcelona, con motivo del “10è aniversari de la Mancomunitat Metropolitana" (1998), hace alusión al proceso transformador de Londres decimonónica, una fragmentación que parece estar cobrando cada vez más fuerza en las ciudades actuales:
“Londres fue el caso extremo de una ciudad totalmente dividida entre este y oeste, con gente que casi no hablaba el mismo idioma, que difícilmente se entendían debido a la diferencia entre el acento de la parte oeste de la ciudad y el del este. Esto me parece importante, la imagen de la ciudad se vuelve negativa en el sentido de que la ciudad es la burguesía y el pueblo se siente eliminado. Y muchas veces, en muchos casos, es materialmente eliminado, literalmente expulsado de la ciudad”.

Según Touraine (1998), en el ideario forjado en torno a las estaciones de ferrocarriles siempre han existido zonas de desintegración, asociadas a prostitución, al robo y el pillaje. Tal concepción es rescatada por el director Ôtomo en el film al escoger la escena de la locomotora, dirigiéndose a la estación Victoria, como el sitio donde acontece la persecución y secuestro de Ray.

Autómatas de carne y hueso

No fue sino hasta finales del siglo XIX (fuera ya del intervalo cronológico de nuestro interés) que se comenzó a crear una democracia industrial, es decir, a transfigurar la idea de derechos cívicos en derechos sociales, primero en Alemania y después, de manera más sólida, en Inglaterra y Estados Unidos. Quizá ello explique, o por lo menos nos ayude a deducir, el por qué los londinenses dejaron que la percepción de Londres fuese corroída y despigmentada. A fin de cuentas, qué le podía interesar a un obrero ser ciudadano si como trabajador no tenía derechos (Touraine, 1998).

El panorama pesimista, visto e internalizado a través de los globos oculares de los asalariados, quienes migraron desde los verdes campos, desde la variopinta y multiforme campiña, y se concentraron alrededor de los centros fabriles, en lugares antihigiénicos. Las condiciones laborales fueron paupérrimas y extenuantes, llegándose en repetidos casos a dilatar las faenas de 14 a 16 horas diarias por un sueldo miserable. La ausencia del tecnicolor en la retina del proletariado, aunado a una rutina cargante, tiño matices grises horizonte que se alzaba en la ciudad. 

Se dice que la afamada novela de Charles Dickens, Oliver Twist, publicada en 1838, es el mejor reflejo del trabajo infantil en la época victoriana. Nada más cierto. Pues bien, Steamboy hace honor a esa cruda realidad. No observamos a Ray asistiendo a la escuela, sino en calidad de operario en una fábrica textil, arriesgando su vida para detener la inminente explosión de un volante de motor, bajo la atenta y nerviosa vigilancia de su jefe, quien vela por sus máquinas, pero no por la seguridad de sus subordinados. Hay una crítica obvia a la explotación infantil. Los niños eran más vulnerables a padecer tuberculosis o alergias a causa del polvo y la humedad.

Este temperamento robusto, tosco, con poco tacto y carente de cariño y del instinto de protección maternal hacia los infantes deja entrever la personalidad eminentemente masculina de la “Big City” europea.

Pérdida de identidad: fantasmas y no lugares

Si nos detenemos a pensar por un momento en lo antiguo, lo olvidado y lo viejo, posiblemente, luego de un consenso general, las visiones autosugestionadas más arraigadas en el argot popular sean: polvo y telarañas, metales oxidados, imágenes en blanco y negro y alguno que otro objeto excéntrico con miles de botones, pero solo una función (y por supuesto grande y aparatoso). Cuando alguien o algo ha sufrido los embates del tiempo tendemos a percudir el holograma que proyectamos de esa entidad, y la naturaleza contribuye a reforzar esa imagen: los espectros son translúcidos, el cabello de los ancianos se vuelve blanco, la ropa guardada por años luz en el ático de nadie pierde su tonalidad y se impregna del característico aroma a moho. En el largometraje “el chico de vapor”  somos meros espectadores, separados del escenario por una barrera de cristal, pero los efectos visuales persiguen enaltecer nuestros sentidos, y al hacerlo surge esa asociación con lo de antaño. Se podría incluso postular que los sustantivos, arriba listados, son la personificación textual de las calles y avenidas de Londres.

Retomemos el siguiente axioma, versado por el profesor David Ortega en su libro “Historia Universal” (2001): “La economía inglesa pasó de la elaboración de productos artesanales, propia de la sociedad feudal, al modo de producción masivo de tipo capitalista industrial, en el que predomina la producción en serie y en unidades de producción llamadas fábricas. En la fábrica existía una rígida división del trabajo, a diferencia de los talleres artesanales, en los que el artesano elaboraba el producto en todas sus fases”.

Nótese que el artesano británico, ahora rebautizado como proletario y perteneciente a un nuevo gremio (la masa obrera), pierde individualidad en muchos sentidos. Ya no bastan sus dos manos para culminar un objeto, ahora es imprescindible una cadena de ensamblaje de múltiples brazos y en la que cada personal contratado pase a ser un engranaje, lubricado y adoctrinado, de un complejo mecanismo automatizado. Los movimientos repetitivos, el mismo uniforme, el andar frenético y el sonido monótono de los motores hacen de las fábricas gigantescos no lugares.

No hay tiempo para hablarle al compañero porque el tiempo es dinero, no para el asalariado sino para su patrón. Sólo se dialoga con las maquinas, las cuales exigen toda la atención y concentración. En la factoría se manufacturan cantidades exorbitantes de mercancía, y la masificación es una forma de ausencia.

En Steamboy, contradictoriamente, no es la textilería el no lugar, pues incluso allí el jefe tuvo la decencia de aprenderse el nombre de sus subordinados y reinaba un espíritu de camaradería. Pero sí encaja dentro de la taxonomía de Marc Augé (Apuntes sobre los No-Lugares. Espacios del anonimato, 1993) la torre de vapor. En el interior de este monumento utópico el doctor James Eddie Steam (Eddy) grita órdenes a nadie en particular para que cierren o den apertura a válvulas. Es un lugar neutro y frío que no propicia la creación de símbolos. Los súbditos del megalómano científico están conscientes de que deben redirigir el flujo de vapor sin saber por qué o para qué. El apodo de no-lugar le cae como anillo al dedo a la torre de vapor porque esta edificación no existió y nunca existirá.

El desvanecimiento de la identidad individual alcanza su clímax con los soldados de vapor. El hierro no parece conforme con devorar el diseño neoclásico, oriundo de las empedradas calles de Londres, y de incubar in situ un proceso de metástasis  para esparcirse desde adentro hacia afuera de los edificios como un cáncer maligno. Su siguiente paso es apoderarse del hombre y posesionar su cuerpo.

La fundación Ohara, némesis del joven Ray, ha firmado un pacto ritual con la ciencia; la meta de la organización es lucrarse monetariamente a partir de armas de guerra. El cuestionamiento del uso partidista de los progresos técnicos cobra especial importancia para los japoneses (nacionalidad del director Katsuhiro Ōtomo) según nos cuenta Tonia Palleja en su crítica titulada “De hierro y vapor” (2005), puesto que aún no ha sanado el traumatismo generado por las tragedias que azotaron a las poblaciones de Nagasaki e Hiroshima. De este resentimiento nace la inspiración para otorgar un comportamiento antropófago a las armaduras de metal. Debajo de su álgida superficie subyace la identidad carnal del homo sapiens. Uno de los temores más difundido en el imaginario, la sustitución del hombre por las máquinas, tiene sus minutos de gloria en la película, a lo mejor a modo de advertencia de lo que sucede cuando jugamos a ser Dios.

Los lectores que nos han acompañado ávidamente en esta plática escrita probablemente se percataron que, en todo momento, nos interesa sondear un terreno dúplex: por una parte el sujeto social colectivo, y por la otra, categorías concernientes al análisis simbólico de la ciudad. Esta fusión de recursos no es innovadora, sino una emulación del enfoque proclamado por Armando Silva en su manuscrito “La ciudad como arte” (1992-1993). En ese mismo manuscrito la tinta recorre por varías conjeturas que nos han servido para dar abrigo al vapor y el humo, fantasmas que se ciernen sobre cromatismo de Londres.

El vapor se representa permanentemente a lo largo del film. Hay dos tipos de vaho neblinoso: uno oscuro, viciado, que más bien es el humo subproducto de la quema de madera o carbón. Este traslada nuestra imaginación inmediatamente a las chimeneas de las fábricas o de las antiguas locomotoras, que a su vez profanan la horizontalidad de la urbe. El otro vapor, blanco y pulcro, es un gas condensado que representa la fuente de energía de la Revolución Industrial y a la vez inunda toda la ciudad. El vapor vive constantemente en el espacio urbano, por lo que lo evoca.

El etéreo fluido aparece para dejarse ver solo cuando son exorcizados los artefactos metálicos. La epifanía dura apenas unos breves instantes, pero el volumen gaseoso producido es tal que nunca abandona definitivamente la atmósfera de la “big city”. Le da pigmentos lánguidos, la diseña como lugar o no lugar, la agranda o la minimiza  y la sumerge en los más misteriosos ruidos, olores y creencias (Silva, 1992-1993).

La figura espectral de la que divaga Silva es pariente de la que se mudó a la Gran Bretaña decimonónica, aunque no es la misma. La primera es una efigie del inconsciente, introducida por Sigmund Freud, mientras que la segunda es verídica, alquímica y ajena al plano neuronal. No obstante ambas comparten el gusto por morar urbanizaciones y seducir al ciudadano.

Dentro del afuera: el palacio de cristal

En la trama de Steamboy, Londres está zambullido en un clima festivo ante la víspera de la Gran Exposición (en inglés The Great Exhibition of the Works of Industry of all Nations), una feria mundial celebrada en 1851 que mostró las mejores invenciones de la era: productos manufacturados, artilugios, esculturas, materias primas, todo lo cosechado por la industria humana y su inagotable imaginación. La sede del magno evento fue el Palacio de Cristal, ubicado en Hyde Park.

El Cristal Palace parece sacado de un cuento de hadas, más quimérico que los vehículos propulsados por vapor. Créalo o no ese recinto existió. Fue diseñado por Joseph Paxton, un ilustrador y paisajista inglés. Paxton fue jardinero en Chatsworth, al servicio del Duque de Devonshire. Allí había experimentado con colosales viveros de hierro y vidrio, por lo que pudo aplicar sus conocimientos al palacio con resultados asombrosos.

El Palacio de Cristal expropiaba una superficie enorme (580 metros de largo, 137 metros a lo ancho y 34 metros de altura) que únicamente estaba separada del universo exterior por una delgada piel de vidrio. En esa circunscripción el afuera vivía adentro, se rompía el eje de límite de lo público frente a lo privado, como plantea Silva. Los asistentes de la Feria Mundial entraban, pero seguían afuera, expuestos al suceso público.

Leonardo Benévolo, en su libro “Historia de la arquitectura moderna” (1979) hace referencia a la metáfora urbana del adentro/afuera, inherente al Cristal Palace (sin embargo, si queremos ser rigurosos, la expresión “metáforas urbanas” no había sido acuñada aún). Dice Benévolo que: “Desde el punto de vista estético, se crea un desarrollo dimensional importante con una composición geométrica interesante. Supone la ruptura del espacio interior y exterior, por la transparencia del cristal que hace posible ver desde dentro el exterior y viceversa”.

El Palacete invisible quebranta la tiránica ley de marrones, pardos y grises que gobernaba la metrópolis. Era el perfecto modelo de deshumanización mecánica (como lo cataloga John Ruskin), desechando parcialmente nuestra tesis de ciudad herrumbrosa; ¿Por qué es inmune o cómo logró defenderse del almagre del hierro?

Varios argumentos responden las interrogantes. En primera, no se trata del tipo de material, metal vs vitrocerámica. A pesar de pavonearse con un hermoso cutis de cristal el esqueleto del pabellón era de hierro. Hay que palear más hondo, en la concepción de la ciudad soñada, que antecede a la real, y en el  fin utilitario de las zonas de dominio público. Paxton se inspiró en la Victoria Regia, el lirio de agua más grande de todos, nativo de las aguas profundas del río Amazonas, y trasplantó sus contornos orgánicos en la voluptuosa edificación. Disipado el enigma de diseño, se hace evidente el desapego sensual entre el palacete y el movimiento histórico que imperaba.

Cristal Palace no estaba supeditado a la economía, era un lugar de exhibición, no de producción industrial, salvaguardado por Hyde Park.

Concluida la Gran exposición se notó una preocupación en los londinenses por  recuperar y devolver a la gente el terreno comunal que tenían perdido. El público en general no quería que el edificio permaneciera en el parque. Joseph Paxton recaudó fondos, lo compró y fue reubicado en Sydenham Hill, al sur de Londres. Tal iniciativa, archivada en el texto “The Great Exhibition of 1851: New Interdisciplinary Essays” de Purbrick Louise (2001), da fe de la influencia de los ciudadanos en el trazado de la urbe y así lo cree Jesús Martín Barbero, quien en su entrevista para la revista Teína (2004) comenta que los ciudadanos son los que dan forma a la urbe, no las carreteras, los puentes o el hormigón, sino las maneras como vivimos o dejamos de hacerlo.

El movimiento retrofuturista: steampunk

En Steamboy se entreteje la trama en una metrópolis que fusiona la realidad con la ficción, creando una mezcla homogénea donde el delgado surco que separaba a estos dos componentes se ha diluido. El origen de esta interpenetración de mundos tiene su base teórica en la temática que sustenta la historia: el retrofuturismo (y, para ser más precisos, uno de sus subreinos, el steampunk), género que se propaga y extiende en una línea temporal artificial ajena a la nuestra, pero que a la vez conserva maravillosos lazos con nuestro pasado, un mundo ideal en algunos casos, una distopía en otros.

Ojo, hablamos de retrofuturismo, no de postmodernismo ni de futurismo, aunque este último alimentó e inspiró al primero. El movimiento retrofuturista descansa en lo ucrónico social y artístico y su musa proviene del concepto o visión del futuro imaginado del ayer, el universo del mañana que nunca fue.

El atompunk, el dieselpunk y el steampunk son la herencia del retrofuturismo. La tercera emana del trabajo de los padres de la ciencia ficción, los visionarios Julio Verne y H.G. Wells. La disconformidad, la nostalgia de tiempos pretéritos, la pobreza, el desempleo y la superpoblación coexisten con la ilustración, los buenos modales victorianos y el sentimiento, hoy casi extinto, del honor. Todos ellos son temas recurrentes. Cuando la balanza se inclina hacia el lado pesimista se apagan las luces sobre la tarima y la representación de la ciudad que se exterioriza desde la psique, desde el plano imaginario, es conmutada a sombras y sepias.

Teniendo en cuenta que es válido entender el retrofuturismo como una inclinación o manera de percibir el entorno espacial en el que vive y se agrupa un conglomerado de personas, que comparten esta misma tendencia, es fácil deducir o razonar que dicho movimiento genera enfoques o representaciones subjetivas (donde cada individuo estampa su percepción íntima) que nutren de esta forma el completo imaginario creado dentro del movimiento.

De retorno al presente

De este desmontaje crítico-reflexivo queremos recapitular, a modo de conclusión, los siguientes aspectos, para aquellos lectores que no se detienen en detalles y les gusta ir al grano, al meollo del asunto.

Londres fue (y seguro sigue siendo) una ciudad de múltiples rostros: la ciudad lujuriosa, la ciudad de los asesinatos, la ciudad del orden, los modales y el progreso. Como en un caleidoscopio, se forman diferentes imágenes dependiendo del enfoque, de la posición de los objetos y de cómo el cristal de la mente filtra las imágenes, pero siempre estará presente la realidad material, socialmente construida, y la representación simbólica que la precede.

La pantomima filmográfica proyectada en Steamboy por el director nipón cae en el repetitivo ciclo de retroalimentación ficción-realidad y se sitúa en un punto de inflexión o ruptura entre dos sistemas: el feudo y la industrialización. 

La acción humana otorga a la ciudad una identidad múltiple y problemática a la vez que va acortando su distancia espacial. Para agilizar el traslado de un lugar a otro los ciudadanos recurrieron a la tecnología, uno de los principales sospechosos de drenar el cromatismo de la metrópolis londinense, o al menos, de opacarla.

Le economía inglesa deseaba dilatar sus horizontes, por lo que construyó fábricas y automatizó los procesos de producción; se dio a luz a las máquinas, estas se alimentaban de hierro y carbón y de la digestión de dichos minerales se transmutó el vapor que envolvió las calles y sus edificios. En términos simples, se puede decir que la cotidianidad fue manufacturada.

La tardía transfiguración de derechos cívicos en derechos sociales nos ayudó a deducir el por qué los londinenses dejaron que la percepción de Londres fuese corroída y despigmentada. La ausencia del tecnicolor en la retina del proletariado, aunado a una rutina cargante, tiño matices grises horizonte que se alzaba en la ciudad. 

El vapor fue un ente importante en la representación de Londres porque moraba constantemente en el espacio urbano, por lo que lo evocaba, le daba pigmentos lánguidos,  lo diseñaba como lugar o no lugar, lo agrandaba o lo minimizaba  y lo sumergía en los más misteriosos ruidos, olores y creencias. No obstante, son las maneras como viven o dejan de hacerlo los ciudadanos lo que francamente le da forma a la urbe.

(*) Ambientada en la Inglaterra victoriana, esta aventura épica trata de un joven inventor de nombre Ray. Un día Ray recibe una enigmática bola metálica de su abuelo científico, Lloyd. Desde ese momento, Ray se ve empujado a un mundo de aventuras e intrigas increíbles. La bola metálica es, de hecho, una “bola de vapor”, el corazón de un misterioso y siniestro “castillo de vapor”, y la clave secreta de una fuerza de poder incomparable. Pero hay varias organizaciones poderosas ansiosas por capturar la "bola de vapor" y Ray debe decidir cuál de esas organizaciones representa el bien y cuál el mal. La consiguiente lucha por la bola atraviesa tierra, mar y aire e impulsa a Ray a la aventura más excitante de su vida. Con su propio padre y abuelo en desacuerdo sobre el progreso y el significado de la ciencia, Ray debe tratar de determinar por sí mismo en lo que cree y finalmente en quién puede confiar, mientras el futuro se encuentra en sus jóvenes manos. (Tomado de la butaca.com)

STEAMBOY EN FOTOGRAMAS (ver más abajo)

Figura 1.-  Mano de obra femenina laborando en una fábrica textil.
Figura 2.-  Madre dedicada al hogar y la educación de los niños.
Figura 3.- Espacio público londinense transformado en campo de batalla.
Figura 4.-  Canal acuático utilizado para el transporte.
Figura 5.-  Liberación de vapor por calderas.
Figura 6.-  Ray Steam, obrero infantil.
Figura 7.-  Fábrica textil londinense.
Figura 8.-  Sitio público dominado por varones
Figura 9.-  Anuncio: la Gran Exhibición (Nota: el evento real tuvo lugar en 1851 y no en 1866).
Figura 10.-  Monociclo de vapor retrofuturista.
Figura 11.-  La campiña de Manchester.
Figura 12.-  Londres oxidada.
Figura 13.-  Palacio de Westminster y torre del reloj “Big Ben” terracota.
Figura 14.-  El Cristal Palace, da la bienvenida a los invitados de la Gran Exhibición.
Figura 15.-  Adentro del Castillo de Vapor. El gran no-lugar ficticio.
Figura 16.-  Soldado de vapor, el nuevo traje militar anónimo.
Figura 17.-  El castillo de vapor elevándose.
Figura 18.-  Fachada de edificio en su estado primigenio.
Figura 19.-  Fachada de edificio atacada por vapor.
Figura 20.-  Invasión gaseosa sobre Londres.

BIBLIOGRAFÍA
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