Br. José José Gómez estudiante de Ingeniería Geofísica.
Domingo después de Pascua, convento de las Hermanas de Marañao, 6:00am y el Sol de abril destella, el cántico de las guacharacas no cede espacio a 5 minutos más. Aún con una mañana que bajo cualquier mirada sería deslumbrante y exquisita, sólo pesadumbre se respira entre las hermanas. Había más vida en la fuente estancada del patio que Sor la Libertad miraba curiosamente, encantada con el verdor putrefacto del agua. - “¡Qué dicha la del renacuajo!”, pensó, - “canta y baila sin preocupación”.
Poco a poco se comenzó a escuchar el arrastrar de pasos y el murmullo que anunciaba, ahora sí, el inicio de la jornada. Luego de la oración individual y del desayuno, correspondía el amasado del pan. La misa matinal del Padre Cipriano transcurrió lenta y segura, Sor Flora pensaba que faltaba algo de pasión en el servicio, inspiración para las monjas que se encontraban desmotivadas desde hace meses, eran tiempos de entumecimiento espiritual. 14 mujeres habitaban el convento -unas esqueléticas, otras gordas, algunas pálidas, un par de tez rosada, otras de cabello ceniza y frente uva pasa- todas diferentes pero con algo en común, parecían alienadas de sus hermanas y del pueblo.
Aquel convento de 54 años guardaba una historia plena de días dorados, de servicio al Señor y a la comunidad. Marañao era un pueblo pequeño y de gente trabajadora, fundado por los primeros portugueses que llegaron a Venezuela, vivían de la producción de queso, de la siembra de ocumo, de yuca y de la cría de ovejas “laneras”. Las casas blancas y puertas azules adornaban el valle diminuto en el que Marañao reposaba, una plaza principal con la figura de una carabela en memoria de los primeros inmigrantes en habitar el valle – plaza particular por no tener palomas sino “Gonzalitos”, pájaros amarillos de alas negras y cantar apurado-.
La Superiora Soledad, directora previa del convento –mujer robusta y de huesos grandes- había sido transferida repentinamente a otra parroquia por requerimientos del Obispo. Existían en el pueblo rumores de corrupción y libertinaje, según el tono enjuiciador de doña Aurora, asidua visitante de la panadería “El Resplandor”, la hermana Soledad tuvo amores con el dueño de la panadería, no sólo eso, entregaba pedidos y recibía pagos de pastelería conventual al margen de los registros. La señora Prestigio replicaría - ¡sié, además de zorra, traicionera”. Aquella frase mortífera retumbaba aún en la cabeza de Sor Flora, quien ahora había sido encargada de la dirección de la congregación y de la entrega de los pedidos a la panadería.
Las miradas de los habitantes ya no eran las mismas, el rumor nefasto se asumía como verdad y sus consecuencias pesaban. Flora, cerca de medio siglo vivenciado, de piel morena, cabellera negra azabache y ojos achinados, siempre había apostado al lado bueno de las personas, “así todos ganamos más”, por lo que no cuestionó la moral de su hermana y devolvía miradas compasivas a quienes la veían con recelo.
La desidia entre las monjas, la falta de pasión del Padre Cipriano y los rumores, llevarían al convento a sus últimos días. Para agravar la situación, la pastelería conventual no se estaba vendiendo –dulce de leche, galletas de mantequilla con mermelada de mora, ponquecitos de maíz, torta de auyama, de naranja y flautas de hojaldre azucarado-.
Aquella mañana mientras Flora esperaba el dinero de la venta en la panadería, escuchó un titular en la radio – “Diablos Danzantes de Chuao en peligro de extinción”. Sintió de pronto el acelerar de su corazón, un calor le abrazó la espalda y le espeluscó el cuello. Los años le habían enseñado a entender las señales de su cuerpo, sabía que aquello no era normal, no era gripe o mala digestión, era El Pálpito. Sólo lo había sentido dos veces en su vida, al decidir estudiar música en la universidad y al hacer su mochila para emprender una vida de monja. -“¿Pero qué es ahora?, ¿por qué una noticia de este tipo me genera esta reacción?” Además de confiar en la buena voluntad de las personas, Flora tenía como convicción escuchar la voz de sus presentimientos, que nunca se había equivocado. Era una señal, algo escondía aquel pueblo costeño, ¿se encontraba allí la solución a la crisis del convento?
Entre sudor y vueltas de almohada, la luna con su cara de perla se paseó por la ventana. La decisión estaba clara, Chuao la esperaba. Encargó a Sor Libertad del convento durante su ausencia y no dio grandes explicaciones a las hermanas, se trataba de una visita a una parroquia costera que llamaba su presencia. En su bolso de viajera, verde manzana con cierres naranja, poco llevaba. Aún conservaba el morral de mochilera de sus primeros viajes, muy criticado, de forma injusta desde su punto de vista, por ser para “jovencitos que andan sin rumbo”.
Esperó el tren que cubre la ruta Marañao-Maracay, siempre disfrutó de ese paisaje; el tren atravesaba valles y rozaba lagos con parsimonia, terrenos abandonados y otros llenos de vacas que con su mirar perdido invitaban a la calma. Aquel día, el paisaje seguía igual pero Flora sentía una gran pesadumbre en su cuerpo, esta aumentaba mientras aquella maquina amarilla avanzaba. - “Esa noche de inquieto dormir me está pasando factura”, pensó.
El cielo, que cuando gris le aludía a sábanas calientes en noches frías, hoy le daba un vacío en el estómago. El trayecto que siempre le vigorizó el espíritu, en esta oportunidad le generó angustia. Llego a Maracay mareada y cansada pero con la determinación de conocer Chuao.
-Mi doña, explíqueme, ¿usted qué va a hacer por esos lados?, le dijo el chofer del autobús que va de Maracay a Choroní.
-Hijo, con el tiempo se va entendiendo que algunas cosas no tienen explicación. Así como cuando se tiene hambre se come, cuando se tiene un pálpito, se le sigue.
-Usted ya es mayorcita hermana, esta ruta es fuerte, angosta, llena precipicios y curvas. No se me vaya a marear y le dé un patatús en la unidad.
Se sentó al lado de un hombre joven, su cabello despeinado y de mirada perdida -“como la de las vacas”, pensó Flora. Sólo que esta mirada no invitaba a la calma sino a la preocupación.
-¿Comiste algo hoy hijo mío?, preguntó inquietada.
El muchacho, sin dirigirle la mirada, le preguntó con voz baja, casi en susurro, pero firme:
-¿Por qué vive?
-Muchacho, cómete esta mandarinita que te va a caer bien.
-¿Para qué vive hermana?
-¿O prefieres algo salado? Tengo un pan con queso también.
Esta vez, la miró a los ojos, eran castaños y profundos.
-¿Qué la hace sentir viva?
Flora por fin escuchó, y la respuesta automática salió suave y paciente de su boca.
–Para Dios vivo.
Por primera vez en mucho tiempo su voz sonó a duda. El muchacho sostuvo la mirada en la de Flora, no dijo nada, no reaccionó. - “¿qué me hace sentir viva?”, se preguntó hacia dentro. El mareo se agudizó, su cabeza estaba demasiado pesada y las manos le temblaban. Pegó la cara del vidrio caliente de la ventana, vio montañas, nubes y cielo licuándose en un remolino. Su corazón palpitando desmedidamente parecía buscar respuesta a la pregunta. Vio sus propios ojos en el reflejo del vidrio y quedó dormida profundamente.
Rara vez soñaba, hoy, un par de ojos color guitarra le veían desnuda, parada en medio de un desierto.
Despertó, el chofer de la unidad le tocaba el hombro.
– Monjita, estamos en Choroní.
No vio al muchacho y tampoco recordó el sueño, pero se sintió vulnerable. Buscó el malecón, sabía que la esperaba un viaje en lancha. Estuvo atenta en la búsqueda de aquel joven desesperanzado, por alguna razón, confiaba en que lo volvería a ver. Todo parecía indicar que no debía continuar la travesía, el cielo encapotado y su dolor de cabeza no le animaban.
-Uy hermanita, el mar está picado y ese viaje usted no me lo aguanta, dijo Juan Diego el lanchero.
-Si hay fe, todo se puede. Yo estoy buena todavía y en Chuao me están esperando.
El lanchero la vio con hesitación y con una sonrisa, la aceptó como pasajera. El trayecto acuático no resultó mejor que los anteriores, aún con el esfuerzo de Juan Diego, no faltaron golpes y saltos. El velo de Flora voló y se unió al mar como huyendo despavorido. Desmayarse no era opción, fijó la mirada en una roca que le recordaba a la carabela de la placita de Marañao.
– Aguante que falta menos mi monjita, no le ofrezco un palo de ron porque se me ofende, dijo Juan Diego con una sonrisa pícara.
La lancha se acercó a la orilla y de un salto, Flora acarició la arena con los pies. No era temporada y la playa estaba desierta, se tumbó sin fuerzas en ella y durmió. Volvió a soñar… el velo flotaba en el agua a merced de las olas verdes, el agua no lo golpeaba, lo dirigía a un destino desconocido; luego, Flora se sintió como si ella misma fuese el velo, flotando y deslizándose en el agua, sin preocupación, dirigiéndose acompañada del sonido del mar y del viento a un lugar en el que la esperaban. De pronto, entró agua en su boca, no era salada sino amarga, negra y densa, pero que extrañamente le pareció agradable. Tragó en el sueño y despertó.
Estaba amaneciendo, presenció aún confundida el nacer de un nuevo Sol, adornado del cantar de las olas y las gaviotas. Su boca seguía amarga pero se sentía fortalecida. Decidió que entrar al mar le refrescaría la mente, hacía más de 20 años que no flotaba en él. La playa aún desierta le permitió entrar sólo en pantaletas y sostén al agua, “no hay nadie quien me vea, el pecado estaría en los ojos del que perciba en mí, otra cosa que el cuerpo sin ropa de una mujer mayor”. Y flotó, flotó mientras el Sol seguía su camino.
Luego de quitarse el agua salada en un riachuelo cercano, se acercó al caserío que bordeaba a la playa. Curiosamente la vegetación era densa y verde. Vio sembradíos de un fruto raro, con forma de papaya y creciendo en el tallo de los arbustos. Llegó al pueblo, caminó la calle principal en búsqueda de la plaza y la iglesia. -“Es allí donde encontraré la respuesta de este pálpito que hasta aquí me hizo venir”.
Encontró la iglesia cerrada, sin signos de actividad alguna, Juliana, una mujer madura que pasaba por la plaza le contó - El Padre Centeno tuvo que viajar, está en Maracay. Ayer le dio un mareo y cayó tendido en plena misa, imagínese la gritería de esas viejas, ¡ay!, señoras. Yo digo que es el colesterol.
-“Será que ese tal colesterol me tiene así también… ¡no!, como bien y camino bastante todos los días”, se dijo Flora.
-¿Y han tenido noticias de él?
-Ayer en la noche nos dijeron que luego de hacerle unos exámenes lo dan de alta. ¿Usted vino a ayudarlo? Aquí la cosa no va muy bien con la iglesia, los jovencitos están alejados. Hasta la fiesta de los Diablos en junio está en veremos.
Juliana paseó a Flora por el pueblo, eran 4 calles cortas, casas pequeñas pero coloridas, de gente sonriente y amable. La mujer estaba desempleada, con 3 hijos en su haber la flojera no era opción. Cada día se esmeraba en hacer el mejor majarete que podía, todo se vendía y ya era famoso entre los turistas. En la mañana vendía empanadas en el malecón – Las de cazón son las que más buscan.
-Hija, ¿con lo que vendes alcanza para todo?
-Aquí es poco lo que se necesita, da para comer y los muchachos están sanos y van a la escuela. Deje de preocuparse y termine de comerse la sardinita que se le enfría.
Luego de almorzar con la familia de Juliana, se despidió y caminó a la playa con la sensación de quien se aleja de sus amigos de siempre. El Sol sofocaba y le quemaba la frente, - “y entonces, ¿qué vine a buscar?, me desmayo, tengo sueños extraños y con la bondad pura me encuentro… ¿será que es el colesterol de lo que me tengo que cuidar?” Volvió el mareo intenso y agobiante, cayó tendida de nuevo en la arena, y soñó… sólo una imagen: una manada de pájaros que atravesaban un cielo tormentoso. Juntos estaban protegidos, volaban seguros. Truenos, truenos sin relámpagos pero que hacían temblar la tierra.
Despertó y los truenos seguían allí. Se levantó y vio el cielo nocturno despejado -“¿truenos?”. Había un grupo de tamboreros que con su música llamaban al baile, un círculo de pobladores los rodeaba y cantaban al son de los cueros, se respiraba emoción. Una mujer de piel morena, cabello corto y piernas largas entró al círculo, con un movimiento de cabeza comenzó su danza. Las manos en la cintura y la mirada en el cielo, con su cantar exaltaba toda la alegría que existe en el planeta. Flora sin pensarlo movía pies y manos, cantaba y aplaudía. Jóvenes y viejos entraban y salían con su baile vigoroso. Y el retumbar de los tambores se volvía más alto, se aceleraba y no daba lugar al cansancio. Bajo un impulso repentino, Flora entró al medio del alboroto y sin entender lo que hacía, movió sus pies y sus manos, seguía la danza de los truenos y veía las estrellas. El sudor le corría por la espalda y le invitaba a seguir, a no parar. La algarabía estremecía la noche y a las estrellas, una docena de corazones saltaban celebrando la vida.
Cayó tendida en la arena de nuevo, no hubo sueño; la despertó un sabor amargo en la boca, el mismo que ya había experimentado. Abrió los ojos y tragó, desaparecieron mareo y pesadumbre. El grupo de pobladores la rodeaba sonriendo.
-¿Qué me dieron de tomar?
-Cacao hermana, ese le da energía hasta al cementerio. Aquí se siembra y es el mejor del mundo según los que saben de eso.
Ahora todo estaba claro.
Llegó a Maracay con un saco de polvo de cacao y no faltó quien la ayudara con la carga. Antes de tomar el tren a Marañao, pasó por el hospital para saber del Padre Centeno.
-Está en la habitación 108, contestó la enfermera de voz chillona. - Está mucho mejor, pero triste, algo lo agobia.
Estaba Centeno tumbado en la cama, mirada perdida.
- Gracias por su visita hermana, ¿de dónde la conozco?
Flora vio los ojos grises y perdidos del Sacerdote, le recordaron al joven del autobús; le recordaron a los suyos propios en el reflejo de la ventana.
-No nos habíamos visto nunca Padre, pero sospecho que nos conocemos bastante.
-¿Por qué lo dice?, ¿cuál es su parroquia?
Flora sólo veía sus ojos; obvió las preguntas y de nuevo por impulso, dijo:
-Vivo por el baile del Sol que se refleja en el mar,
por los pájaros que viajan juntos,
por los cielos limpios y los cargados también,
por las casas coloridas y las sonrisas que albergan,
por los corazones ligeros y por los que están en camino de serlo.
Vivo porque amo.
Centeno no hizo preguntas y con un pálpito extraño en el pecho, pidió que lo llevasen al terminal. Chuao lo esperaba.
-Recuerde Padre, en tiempos difíciles sólo trabajando en fraternidad se logran los cometidos, como los pájaros en la tormenta.
La radio anunciaba “Polémica: monjas de Marañao enseñan a bailar y producen chocolates”. Las Hermanas comenzaron la producción de bombones y cachitos de cacao, actividad que les facilitaría la apertura de una tienda del convento en la plaza del pueblo. Se instauró un programa de enseñanza de música y baile tradicional, abierto al pueblo y dirigido por Sor Libertad.
-El convento renace hermana Flora, da guía, esperanza y alegría a la gente. Dios nos escuchó.
-Lo contrario Libertad, nosotros lo escuchamos a Él. Sí, habla, a veces en sueños, otras con pálpitos extraños. Usa olas, velos… y muchas veces, usa ojos acastañados.